MUSICA › TOMI LEBRERO Y SU CICLO VERANIEGO EN CAFé VINILO
El cantautor, guitarrista, bandoneonista y docente está presentándose una vez por semana, alternando la compañía de su numerosa banda con un plan solista que incluye diferentes artistas invitados. “Me interesan los dos formatos”, explica.
› Por Carlos Bevilacqua
Para acceder a la casa de Tomás Lebrero hay que llegar a una manzana apacible del barrio porteño de Colegiales. Recién después de atravesar un largo pasillo y subir una escalera angosta, se accede a su atalaya: un PH de diseño improbable, producto de su ingenio en el uso de los espacios y en la generación de otros nuevos. Si los hogares hablan de sus dueños, el de este cantautor es por demás elocuente a través de mil datos de la decoración, ecléctica, original, bohemia.
No muy lejos de esa frescura están sus canciones, seductoras combinaciones de músicas diversas con letras que pueden ironizar sobre los pastores electrónicos, esbozar una breve autobiografía, pintar un cuadro de naturaleza viva o sugerir por qué no puede dormir un ex suboficial del ejército. En vivo, Tomi Lebrero (tal su nombre artístico) puede ser además un peculiar frontman, entregado de lleno a lo que interpreta. Los recitales que protagoniza desde principios de enero y hasta fines de marzo, los miércoles a las 21, en Café Vinilo (Gorriti 3780) bien pueden verse como testimonios de esas condiciones.
“Es el tercer año consecutivo que hago un ciclo de verano. El calor te coloca en otro lugar. Mi planteo es más relajado, ya desde la ropa y hasta puedo llegar a bailar... Creo que la gente también está más predispuesta a disfrutar, porque hay como una distensión general”, observa Tomi, siempre agudo y sensible. “Un ciclo de tres meses es una jugada fuerte para mí, pero por ahora viene muy bien. Espero que siga creciendo a nivel musical y que el público nos siga acompañando”, agrega después. Para lograrlo diseñó acciones promocionales varias y un formato instrumental que alterna fechas con su banda (El Puchero Misterioso) y otras sólo con su guitarra y su bandoneón, más diferentes músicos invitados cada vez.
“Me interesan los dos formatos. La banda es grande y, por ende, cara, pero logramos un sonido muy interesante que me cuesta fraccionar”, cuenta Lebrero respecto de los siete colegas que lo acompañarán esta noche: Juan Porzio (contrabajo), Mariano Heler (guitarra), Carli Arístides (guitarra), Lucas Argomedo (chelo), Andrés Varela (piano), Javier Pérez (percusión) y Pat Morita (coros). El set solista también tiene lo suyo, porque además de la voz y la guitarra Tomi usa un bandoneón intervenido por pequeños sintetizadores que procesan el sonido. Impresiona ver los agujeros que le hizo al fueye en la caja de madera para poder ensamblar los dispositivos electrónicos. Una herejía que le valió más de un reto de los afinadores. “Es algo que inventé yo –se ufana–. Estoy contento con los resultados. Me parece que los sintetizadores colorean mucho y dan como un relax tímbrico. Además es interesante el desafío. A mí, al menos, me gusta ver a un tipo solo sobre el escenario, a ver cómo se arregla.”
Ese sincretismo corre en paralelo con el que caracteriza a las canciones. Así explica él la variedad de ritmos y tópicos de sus canciones: “Me parece que tiene que ver un poco con mi personalidad y otro poco con el contexto en el que me tocó vivir. Buenos Aires es una ciudad muy cosmopolita y la nuestra es una generación con mucha información, una generación cansada del rock que quiso explorar en músicas que no estaban tan lejanas en el tiempo, como el tango o el jazz. Si soy sincero conmigo mismo, encuentro un montón de influencias, desde Michael Jackson y Jacques Brel hasta la música folklórica argentina. Todo eso se mezcló y quedó por ahí”.
Los sustratos de tantos gustos ya quedaron plasmados en tres discos editados en Argentina, uno publicado en Japón (donde Tomi ya actuó dos veces) y dos bandas de sonido para cine, una de las cuales es la de Upa!, galardonada como mejor película argentina en el Bafici 2007.
Lebrero se formó en clases y trabajos con referentes también diversos, como Rodolfo Mederos, Ricardo Lew, Marcela Friso, Juan Falú y Ricardo Vilca, a quien subraya como alguien que lo marcó por su concepción de la música. Hoy él mismo ejerce la docencia en un taller de composición de canciones que dicta junto a Alvy Singer. En esas clases, impartidas en el atalaya de Colegiales, siente que él también aprende mucho. “El arte de la canción es muy misterioso –asegura–. Requiere una dedicación casi monacal. Hay canciones que nacen rápido y otras que requieren más tiempo.” Para ejemplificar el segundo tipo señala a lo alto de un armario, donde reposa un udu, ese instrumento musical de origen africano similar a una vasija: “¿Ves que las paredes de arcilla son muy finitas? Bueno, para poder fabricarlo tenés que hacer primero una parte, esperar que se seque y así sucesivamente, porque si lo hacés todo de una se te cae”. “Por otro lado –agrega–, hay algunas canciones a las que se le ven más los clavos, en las que uno nota que el autor juntó las piezas medio a la fuerza, que sin embargo son temazos, porque esa falta de acabado a veces también tiene mucho sabor”.
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