MUSICA › MAñANA SE CUMPLEN VEINTE AñOS SIN ATAHUALPA YUPANQUI
El cantor, guitarrista, compositor y poeta murió en la madrugada del 23 de mayo de 1992, en Nimes, al sur de Francia. Su popularidad, construida a contramano de los cánones de la industria del espectáculo, lo erigió como representante de una estirpe de artistas.
Se cumplen mañana dos décadas de la muerte de Atahualpa Yupanqui. El aniversario redondo, como suele ocurrir, abre tanto el homenaje recordatorio –no tan extendido esta vez, a decir verdad– como el balance obligado: ¿qué significa –qué sigue significando– la figura de este cantor, guitarrista, compositor, poeta, para la cultura argentina? Icono y emblema, figura capaz de representar en una medida amplia la idea de “la cosa criolla”, el suyo fue un infrecuente caso de canonización en vida: Yupanqui era ya, al momento de su muerte, referencia ineludible, cita obligada, figura incuestionada a la que artistas de todos los géneros, no sólo el folklórico, reconocían como una suerte de guía o faro cultural. La suya fue una popularidad construida a contramano de los cánones de la industria del espectáculo, una figura trashumante que se erigió, más que como un artista, como representante de una estirpe de artistas, de un modo de entender el arte. Los veinte años transcurridos parecen haber cimentado, por un lado, esa biografía mítica que el mismo Yupanqui supo dictar, en obras como El payador perseguido y El canto del viento. Pero, por otro lado, muchos sostienen que la suya es una obra que aún no ha sido explorada ni reconocida en toda su dimensión.
Fue en la madrugada del 23 de mayo de 1992, en Nimes, al sur de Francia, cuando Yupanqui murió. Después de una actuación a teatro lleno, comenzó a sentirse mal. Murió sin haber podido cumplir el deseo de volver a radicarse en su país. Aunque había pedido que sus restos fueran cremados y no fueran repatriados, fue velado en el Congreso nacional, en un cajón cubierto por una bandera argentina. Las crónicas de la época reflejan la presencia de buena parte del elenco artístico local –además de Joan Manuel Serrat, quien se encontraba entonces en el país–, y ofrendas florales de todos los niveles de gobierno e instituciones de la cultura. “No hay otra forma de ser internacional que siendo profundamente provinciano”, decía entonces el catalán a la prensa. Una afirmación que, veinte años después y con la perspectiva que posibilita el paso del tiempo, parece describirlo con justeza.
Había nacido como Héctor Roberto Chavero el 31 de enero de 1908 en Peña, partido de Pergamino (provincia de Buenos Aires). Hijo de un empleado ferroviario, pasó su infancia entre diferentes paisajes, debido a los traslados laborales de su padre. La familia vivió primero en Agustín Roca, un caserío entre Junín y Rojas, de donde Yupanqui recordaría especialmente el contacto con las guitarreadas de la peonada que se reunía a matear después de las jornadas de trabajo. Allí estudió violín con el cura del pueblo. Un año después tomó contacto con Bautista Almirón, el maestro de guitarra que siempre recordaría, con el que conoció transcripciones de la música universal, que en su guitarra se anudaron con la música gauchesca.
A los 9 años, un nuevo traslado familiar, esta vez a Tafí del Valle, en Tucumán, le abrió a Yupanqui un universo nuevo, el que más tarde definiría como “el reino de las zambas más lindas de la tierra” (a ese paisaje volvería para nutrirse y cantarle). El suicidio de su padre, cuando el cantor tenía 13 años (un tema del que nunca hablaría) obligó a la familia a regresar a Junín. Allí, el joven Chavero comenzó a trabajar, mientras hacía la escuela secundaria, en los más variados oficios: arriero, mandadero, hachero, oficial de escribanía, corrector de pruebas en el diario del pueblo. En el colegio terminó de descubrir su vocación, y escribió sus “primeros, horribles sonetos, de una ingenuidad asombrosa” –contaría después– para la revista de la escuela, ya con el seudónimo de “Atahualpa Chavero”. No pasaría mucho tiempo hasta que firmara una monografía sobre los doce incas con el que sería su nombre. Desde entonces se nombró a sí mismo: “Venir de lejos, de la honda tierra”. “Haz de narrar, contarás. Atahualpa - Yupanqui.” Se bautizó con nombre y apellido que remitían a las dinastías incas: Atahualpa se llamaba el último inca reinante; Yupanqui fue el nombre que recibió uno de los incas que introdujo celebraciones que incluían actividades “gratas al pueblo”, como concursos de quena.
Su primera incursión artística en Buenos Aires, a los 18 años, no fue del todo buena. Un año después se animó a volver y llegó a grabar su primer disco, Camino del indio, incluido en un álbum con la promoción de yerba Safac. A fines de los años ’20 encontró sus primeras oportunidades como músico en pequeños escenarios, confiterías, escuelas, bibliotecas. En 1936 empezó a grabar para el sello RCA Víctor numerosos cantos y danzas, entre otros “La raqueña”, “La churqueña” y “Camino de los valles”. Más tarde firmó contrato con el sello Odeón, en el que permaneció durante más de cuarenta años, registrando 275 temas.
En 1945 se afilió al Partido Comunista en forma pública, en un acto en el Luna Park, junto a un grupo de artistas e intelectuales. Su permanencia durante siete años en este partido, en el que nunca ocupó un cargo, le valió la prohibición de actuar. Su discografía se interrumpió bruscamente, su música dejó de transmitirse por radio entre 1947 y 1952. Ese año, el artista renunció al PC, también en forma pública, a través de una carta publicada en el diario La Prensa.
Compartió sus últimos casi cincuenta años con la pianista nacida en Canadá, de nacionalidad francesa, Antonieta Paula Pépin Fitzpatrick, Nenette, una figura central en su vida. Públicamente, ella se escondió bajo el seudónimo de Pablo del Cerro, el nombre que aparece como autor de la música de decenas de obras de Yupanqui (entre ellas algunas muy emblemáticas como la “Chacarera de las piedras” o “Guitarra dímelo tú”). En su obra musical y poética, Yupanqui trazó un reflejo de país en una gran cantidad de canciones tan conocidas como “El arriero”, “Viene clareando”, “La añera”, “Milonga del peón de campo”, “Chacarera de las piedras”, “Recuerdos del Portezuelo”, “Le tengo rabia al silencio”, “Piedra y camino”, “Luna tucumana”, “Duerme negrito”. A éstas se suman libros como Piedra sola (1941), Aires indios (1943), Cerro Bayo (1946) –llevada al cine en 1965 con el nombre de Horizontes de piedra–, Tierra que anda (1948), El payador perseguido (1964), El canto del viento (1965), Guitarra (1972), Del algarrobo al cerezo (1977) y La capataza, editado el año de su muerte.
Sobre lo que cabalmente representó esta obra, y la figura de Yupanqui, para la música y la poesía argentinas, hay quienes sostienen que recién se está empezando a tomar certera dimensión de la huella que dejó impresa el creador, que sigue sin ser reconocida en su real dimensión. “Pero las grandes obras, como las grandes montañas o los grandes cuadros, necesitan una perspectiva, una distancia, y en este caso es de tiempo”, analizaba la guitarrista Suma Paz, quien se propusiera en vida como cultora y testimonio de esa gran obra.
Más allá de estas apreciaciones, es también cierto que, a veinte años de su muerte, la figura de Atahualpa Yupanqui continúa manteniendo un status mítico. Quizá porque, como ninguno entre los artistas del folklore cuando el género ya fue parte de la industria del espectáculo, emprendió una carrera –una vida– que entendió siempre como camino, tránsito, trashumancia. Y también como mandato, un destino tal vez no elegido, pero en todo caso honrado al ser puesto en práctica como oficio. “Nada resulta superior al destino del canto”, decía en el poema al que llamó así, “Destino del canto”. “Ninguna fuerza abatirá tus sueños, porque ellos se nutren con su propia luz. Se alimentan de su propia pasión. Renacen, cada día, para ser. Sí, la tierra señala a sus elegidos (...). Si tú eres el elegido, si has sentido el reclamo de tu tierra, si comprendes su sombra, te espera una tremenda responsabilidad. Puede perseguirte la adversidad, aquejarte el mal físico, empobrecerte el medio, desconocerte el mundo, pueden burlarse y negarte los otros, pero es inútil, nada apagará la lumbre de tu antorcha, porque no es sólo tuya. Es de la tierra que te ha señalado.”
“Sí, la tierra señala a sus elegidos y al llegar el final tendrán su premio”, concluye el poeta. “Nadie los nombrará, serán lo anónimo, pero ninguna tumba guardará su canto.” Aspiración cumplida en obras que suelen confundirse como versos populares, y que siguen renaciendo en cada guitarreada.
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