MUSICA › ANDRáS SCHIFF DESLUMBRó CON OBRAS DE BEETHOVEN, BARTóK, JANACEK Y SCHUBERT
El concierto del virtuoso pianista húngaro en el Colón lo mostró como un prodigio de la interpretación que supo ubicarse como medio para obrar otro sortilegio: el de un tratado sobre la forma, articulado sin exhibición alguna.
› Por Diego Fischerman
Hay grandes instrumentistas. Virtuosos. Y hay unos pocos capaces de lograr, a partir de ello, otra cosa. Algunos cuyo control técnico y, sobre todo, el manejo de lo microscópico, en el sonido, en la frase, en la respiración, consiguen hacer desaparecer la percepción de cualquier cosa que no sea la música misma. András Schiff es uno de ellos. En un concierto memorable, el prodigio de la interpretación fue apenas el medio para obrar otro sortilegio: el de un tratado sobre la forma –y sobre la asimetría como una de las bellas artes–, articulado sin exhibición alguna, casi con pudor, con las leyes del relato más extraño y, a la vez, más fluido, más intenso y más bello.
La forma es, tal vez, el gran tema. La historia de la música podría entenderse, simplemente, como la relación de diálogo –permanente, tenso, productivo– entre la cristalización de formas y su ruptura. Un duelo que en Beethoven, por otra parte, fue explicitado dramáticamente. Sus 32 sonatas para piano cuentan, de manera concentrada, esa historia. Y algunas de ellas, la Quasi una fantasia, Op. 27 No 2 (conocida como “Claro de luna”), la Op. 53, dedicada al conde Von Waldstein, las Opp. 106, 109 y 111, del ciclo final, funcionan a su vez como núcleos de hipotéticas galaxias. En su concierto de hace dos años, Schiff comenzó con la Quasi una fantasia y terminó con la Waldstein, situando entre ellas la Sonata Nº 1 y la Fantasía Op. 17 (nuevamente sonata y fantasía como puntos de tensión) de Robert Schumann. Esta vez el comienzo fue con la Op. 109 de Beethoven y en el final estuvo la Sonata D 894 de Franz Schubert. La primera de ellas está escrita en tres movimientos que, sin embargo, operan como dos, ya que el segundo –un sorprendente prestissimo– es unido al anterior por el pedal, y donde el tercero es un extenso –e intenso– tema con variaciones. La segunda, más allá de esa particular e inquietante detención del tiempo característica en las últimas obras de Schubert, como si hiciera falta una declaración, fue publicada, en su edición original, escamoteando la palabra “sonata” y presentada como “Fantaisie, Andante, Menuet et Allegretto”.
En el centro de ambas obras –centrales en la construcción del canon prusiano y austrohúngaro–, Schiff colocó composiciones del margen: las Sonatas de Bartók y Janacek. Ambas operan en singular conflicto con la idea de la sonata. El húngaro Béla Bartók construye una explosión fragmentada, percusiva, donde los desarrollos casi desaparecen frente a las reexposiciones variadas; el checo Leos Janacek elabora una descarnada elegía en dos movimientos (la sombra de Beethoven, aunque, en este caso, hubo un tercero que fue destruido) titulados “Presentimiento” y “Muerte”. Pero el pianista desplazó el centro, tocando casi sin interrupción las obras de Beethoven, Bartók y Janacek y dejando a Schubert para después del intervalo. Dos movimientos, asimismo, que situaron otro eje en la mira: la relación entre las formas “altas” y las tradiciones populares. El tema del último movimiento de la Sonata de Beethoven podría pensarse como una pequeña y sintética canción. También lo es el que en el increíble último movimiento de la composición de Janacek va yendo desde el desgarro hasta la exasperación. Y el final de la obra de Schubert no es otra cosa que una canción sin palabras, con todos los rasgos de sus lieder en la relación entre melodía y acompañamiento. La imagen del baile (aunque se trate de bailes quebrados, contrahechos) irradia, por su parte, desde Bartók a Janacek y, sobre todo, a Schubert, con ese “Menuet” (y su ambiguo trío) que, en rigor, es un ländler, esa encarnación popular del vals de Viena.
Con una asombrosa claridad en la definición de los planos, un detalle inédito en la construcción del sonido –el piano de Bartók no parecía el mismo que el de Beethoven pero, además, en una misma frase algunos sonidos, un canto, un comentario del bajo, podían separarse como si provinieran verdaderamente desde otra parte– y una descomunal profundidad en la interpretación, András Schiff protagonizó, más que un mero concierto, una suerte de ritual trascendente. Cada principio y cada final de obra, cada comienzo de una exposición, cada presentación de un tema, cobró el sentido de una revelación. Y los bises con los que el pianista agradeció la ovación fueron, a la vez, un comentario lúcido sobre lo ya sucedido: un Impromptu de Schubert (la improvisación del título contra la forma de la escritura), el Nocturno Op. 15 Nº 2 de Chopin y su increíble tensión entre una melodía tocada casi deslizándose en el aire y unos acordes y un bajo sujetos a la tierra (y a la danza), el Concierto italiano de Bach (y sus ecos del fugato de la Op. 109 de Beethoven), una Bagatela de Beethoven. Las formas en que La Forma cobra forma.
10-ANDRAS SCHIFF
Obras de Beethoven, Bartók, Janacek y Schubert
Teatro Colón. Miércoles 22.
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