MUSICA › VILLA URQUIZA, A UN AñO DE LA MUERTE DE LUIS ALBERTO SPINETTA
El barrio donde vivía desde los ‘90 y donde concibió sus últimas obras recuerda con cariño al músico con pintadas, homenajes y un extravagante libro en inglés que cuenta, entre otras cosas, sus escapadas a la panadería muy cerca de su casa.
› Por Federico Lisica
Los que transitan Villa Urquiza saben de memoria la dirección del Club Río de La Plata, donde Tony Sánchez da clases de boxeo: Iberá 5257. Los afiches publicitarios con los púgiles en posición de combate y su tipografía invariable lo explicitan todo el tiempo y en cada rincón de este barrio de la zona norte de la ciudad. Exactamente hace un año y a dos cuadras de allí, por esa misma calle, dejó de existir físicamente Luis Alberto Spinetta. Alguien tan omnipresente en la zona como Tony, aunque de una forma distinta. Porque algo cambió: uno es consciente de que el Flaco ya no está más haciendo de las suyas en su último hogar y estudio, La Diosa Salvaje. Y algo no cambió: pasar por ese lugar –al igual que cuando él vivía– es participar de algo que estaba lejos de ser un secreto a voces; más bien, una suerte de comunión y motivo de orgullo. Spinetta era el vecino al que podías cruzarte –difícil, pero sucedía–, bastaba con mirar el frente de cemento, la puerta azul con el 5009 inscripto en la parte superior y sonreír.
Francisco, el vendedor de un puesto de diarios a pocos metros de su casa, era uno de los que lo veía bastante. “Esto es barrio-barrio y acá no se lo molestaba. Era un tipo muy ameno, cordial y dado”, define. En el quiosco, al lado de una foto colgada del músico hay otra del mayor símbolo del tango, y el canillita sin siquiera mirar la imagen lanza: “No se creía Gardel, aunque los fans a veces le hicieran el aguante en la puerta, el tipo, bien tranquilo y relajado, se despertaba muy temprano los domingos e iba a comprarse sus medialunas ahí enfrente”, dice mirando hacia la panadería La Paz. Su dueño es Daniel, apodado por Spinetta como “el Bill Evans de los panaderos”, según puede leerse en la dedicatoria a otra foto del artista justo arriba de los panes del día. “Le gustaban las medialunas quemaditas y unas galletas de grasa que había empezado a hacer especialmente para él”, recuerda. “Con los años nos fuimos haciendo muy amigos, una vez le dedicó a mi ex mujer un tema, fue en un recital que dio en el teatro Coliseo. Y por él me compré dos discos de Bill Evans, un pianista: tenía que saber quién era el tipo al que le debo mi apodo”, se ríe. Este perfil íntimo es el mismo que aparece en My Neighbor, The Skinny, el libro de Paul Perry, una rareza absoluta que fue editada a mediados del año pasado por Dunken. Son viñetas escritas en inglés por su vecino norteamericano, que también fue su profesor de idioma (en el libro incluso pide disculpas porque no conoce mucho sobre su obra). Lo destacable son los trazos de un Spinetta cotidiano, yendo a comprar sus half moons a lo de Daniel, el interior de su estudio de grabación cuidado con sabiduría monacal, los descansos del Flaco en la acera cuando se fumaba un cigarrillo y saludaba al fan ocasional.
Es singular que en los tres grandes barrios en la vida de Spinetta, obra y vida familiar hayan estado tan cohesionadas. En el Bajo Belgrano todavía sigue en pie la casa de la calle Arribeños donde pasó su infancia, concibió Almendra y sigue viviendo su hermano Gustavo. En Parque Leloir residió en una quinta durante la crianza de sus hijos justo a finales de Spinetta Jade, el dúo con Fito Páez (La la la) y cuando retomó la senda eléctrica de Privé. Y Villa Urquiza, el último, a donde se mudó en 1989. Primero estuvo en Miller y Manuela Pedraza, como él mismo le dijo al periódico zonal El Barrio en 2008: “Después compré esta casa, instalé el estudio de grabación y me armé mi propia habitación. Se puede decir que vivo en un estudio”, contó. Este es un barrio musical como pocos. También se encuentra el estudio de Alejandro Lerner, El Pie –a sólo dos cuadras del de Spinetta– y algunas más lejos, hacia el centro, está el de Litto Nebbia, Del Nuevo Mundo. Por ahí está la sintonía con la zona, pero en esa misma entrevista Spinetta daba en la tecla de quienes siguen refiriéndose a él como uno más: contaba de un supermercado chino que nunca le fiaba y utilizaba esas páginas para pedir por los contenedores de basura de la esquina de su casa. Una demanda con sello del humor spinetteano: “Debe ser porque, como soy de River, Mauricio Macri me tira mala onda. Me voy a fijar, pero si en lo de Lerner pusieron uno, voy a armar lío”.
Por estos días, la fisonomía exterior de La Diosa Salvaje permanece idéntica, aunque la puerta esté abierta y pueda verse a los albañiles sacando escombros por las refacciones que están llevando a cabo. Por ese mismo lugar, el 8 de febrero de 2012, sus hijos salieron cuando ya era de noche. Era un día de calor pero de mucho viento, y los árboles de las calles Díaz Colodrero y Pacheco no dejaban de zumbar. Un último guiño, acaso, de Spinetta al barrio en el que había grabado Para los árboles. Donde también les dio forma a sus dos discos con Los Socios del Desierto, el final de su discografía solista (Silver Sorgo, Pan y Un mañana), y se transformó en el bunker antes de partir para las giras que lo mantenían hiperactivo. “En los últimos años iba de acá para allá todo el tiempo, estaba remontando muchísimo con los recitales. De hecho, el mejor recuerdo que tengo de él fue de un día que se estaba por ir a tocar al Norte –confiesa Daniel–. Cargaron todas las cosas en el micro, salieron, hicieron un par de metros y frenaron acá. El loco se bajó, vino y me dio un abrazo. Me sorprendió muchísimo. Fue lo más lindo que me pasó con él.”
Hay que caminar una cuadra hasta la parrilla La Nueva Esquina: en sus paredes hay fotos del vecino que ya no está, un poema escrito en su homenaje y también un sticker pegado en su puerta de vidrio. Es del petitorio organizado por quienes quieren que un tramo de Iberá lleve como nombre Luis Alberto Spinetta (ya juntaron más de 3700 firmas por internet). No dicen cuáles serían los límites, pero al menos debería llegar hasta Tronador. Justo en el cruce de esa calle y la avenida Congreso, tras las vías del ferrocarril Mitre, hay un mural pintado con el payaso de la tapa del debut de Almendra. Queda en Coghlan, pero está bien. Muy cerca de ahí hay otro graffiti, un poco más austero, pero igual de sentido. Tan sólo dice Spinetta y, a su lado, una clave de sol.
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