MUSICA › OPINIóN
› Por Roque Casciero
Un año sin Luis Alberto Spinetta. Un año en que su ausencia se hizo presente en forma de dolor, pero también de celebración. ¿Cómo no hacerlo ante la obra de un tipo que dejó marcados a fuego tantos corazones? Fue imposible no volver una y otra vez a sus discos, aunque en eso no hubo tanta diferencia con los tiempos en que él estaba presente. Lo que sí marcó un cambio fue la sensación de que, ahora que él no podía salir al cruce con su perenne mirada hacia adelante, era tiempo de homenajearlo. Lo hicieron los Illya Kuryaki, que con la herida abierta (familiar, encima) tocaron “Post crucifixión” en Cosquín Rock y más tarde grabaron “Aguila amarilla” en su disco de regreso. Lo hizo Pedro Aznar, con un concierto que se convirtió en disco doble. Lo hizo Eduardo “Dylan” Martí, amigo de siempre de Spinetta, con la muestra Los libros de la buena memoria en la Biblioteca Nacional, nada menos. Mientras se escriben estas líneas, lo están haciendo un puñado de músicos más o menos cercanos a Luis, convocados a celebrar su Alma de diamante por Lito Vitale en Villa Gesell. Y seguirán muchos tributos más, por supuesto, contradiciendo amorosamente los deseos del propio homenajeado, quien le rehuía a la “museificación”, a la revisión de su obra (salvo por la noche de Las Bandas Eternas, excepcional en más de un sentido) y a que lo consideraran un ejemplo (no hay más que recordar cómo puteó cuando sus colegas lo eligieron el músico más influyente en el Suplemento NO de este diario). Porque no hay modo de que no se sucedan las muestras de cariño, los tributos, las versiones de sus temas como modo de afirmación del “ser spinettiano”. Es que, ante una ausencia tan presente, tan enorme y dolorosa, cada uno lidia como puede.
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