MUSICA › MISIA SE PRESENTO EN BUENOS AIRES
La cantante mostró que es una de las mejores intérpretes actuales de fado.
› Por Diego Fischerman
Algunos aseguran que viene de las cantigas de amor y cantigas de amigo del siglo XIII y XIV. Otros le atribuyen origen árabe y están quienes llegan a decir que, en realidad, llegó a Portugal desde Brasil, donde existía una danza llamada fado ya a fines del siglo XVIII. Pero lo que es casi seguro es que la palabra algo tiene que ver con la que en latín designa al destino: fatum. La primera mujer que cantó fados fue la prostituta María Severa, alrededor de 1830, en Mouraria, uno de los barrios más pobres de Lisboa. Y el fado se hizo famoso por otra mujer, Amalia Rodrigues, que había nacido en Alfama, la misma zona de la ciudad donde desde cien años antes lo cantaban los marineros. “No siempre es triste pero siempre es profundo”, suele decir Misia, la cantante que en la última década más hizo para renovar poéticamente el género y que, en su nueva visita a Buenos Aires, presentó Drama Box, el primero de sus discos en el que incursiona en un repertorio crecido fuera de Lisboa: tangos y boleros.
Amalia Rodrigues decía, en una entrevista con Página/12, que las mujeres de su ciudad estaban acostumbradas a mirar el mar, porque desde allí llegaban las mejores y las peores noticias. Y agregaba que “allí se llora como sólo se llora en los puertos”. Misia, aunque incorpore textos de José Saramago o Fernando Pessoa, es fiel a esa raigambre ligada a la tristeza. O, más bien, a la saudade. Y, sobre todo, conoce un viejo y efectivo recurso ya presente en la tradición popular: superponer textos desgarrados y músicas festivas. Con un acompañamiento tradicional de guitarra (a la que en Portugal llaman viola de fado), guitarra baja y lo que allí se denomina guitarra portuguesa, que no es otra cosa que el cittern del Renacimiento inglés que allí se convirtió en instrumento nacional gracias a la alianza naval con Inglaterra y la guerra con España, en el siglo XVI, Misia presentó una primera parte basada estrictamente en el género, con versiones ajustadas, en muchos momentos conmovedoras y con un impecable manejo escénico. Más allá de algunas dificultades para afinar las notas más agudas y para que en ese registro el timbre no sonara forzado, en temas como “Fado del lugar común”, la bellísima “Pasiones diagonales” o “Luna que brilla” demostró que es, sin duda, una de las grandes intérpretes actuales de fado. En el final de la primera parte, homenajeó, como ya lo había hecho en su actuación de 1999, a Amalia Rodrigues, de quien cantó “Lágrima”.
En la segunda parte, además de cambiar la vestimenta –el largo vestido negro y el chal blanco del comienzo trocaron en una ceñida falda hasta las rodillas y los pies hasta entonces descalzos se cubrieron con zapatos de agudos tacos– se agregaron instrumentos, tangos, boleros y una especie de puesta en escena apoyada en la proyección de la misma foto que encabeza el folleto de su último CD: una estrecha cama de hotel de provincias, con un teléfono sobre la colcha. El violinista, con traje claro y sombrero, y el pianista y acordeonista, con marinera camiseta a rayas, eran parte de esa representación que Misia explicitó, ya cerca del final, en su largo monólogo acerca del Hotel Drama Box y la catadura de quienes allí se hospedaban. La elección de las canciones, según ella, se debe a un regaloque decidió hacerle a su madre, una bailarina catalana gracias a quien escuchó “el primer fado, el primer tango y el primer bolero”. Y no se trata de que lo haga mal ni de reclamar alguna clase de fidelidad a vaya saberse qué arcanos. En definitiva, una canción magnífica, como “Naranjo en flor”, debería poder ser interpretada de maneras muy distintas. Lo que sucede es que esas maneras, hipotéticamente, deberían crear nuevas zonas de interés; mostrar lo que hasta ese momento había permanecido oculto, mirar (o escuchar) desde otro lado lo ya visto hasta el hartazgo o, simplemente, deleitar con la belleza de la voz que canta. En parte por la cacofónica redundancia de los arreglos en general y del violín en particular, en parte por las propias limitaciones de Misia en ese repertorio y, sobre todo, por el hecho de que los fados los hace realmente bien, todo resultó bastante innecesario. El final, con el ampuloso himno “Yo soy María”, extraído de la operita María de Buenos Aires de Piazzolla y Ferrer, fue, en todo caso, la muestra más acabada del malentendido. Los dos bises representaron, por partes iguales, a la mitad interesante y a la olvidable: un fantástico fado a capella y una alambicada versión de “Los mareados”.
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