Lun 08.04.2013
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MUSICA › CARLA FILIPCIC HOLM Y LA FILARMóNICA EN UN MAGISTRAL GóRECKI

Un cóctel de sencillez y expresión

› Por Diego Fischerman

Podría tratarse del personaje de otro polaco. De ese Gardiner creado por Jerzy Kosinski en Desde el jardín. Y para muchos, cuando en 1976 se estrenó la Sinfonía Nº 3 de Henrik Górecki, así fue. Eran años de ultracomplejidades y allí apareció esta obra basada en tres canciones tristes, con sus tres movimientos lentos y su infinita reiteración de un mismo acorde para llegar al final. Ñoña o genial, lo cierto es que esta sinfonía, en una grabación publicada en 1992, se convirtió en uno de los grandes éxitos discográficos de la historia y, con certeza, en el más asombroso si se piensa que se trataba de la obra de un compositor de tradición académica y, por añadidura, vivo. Y que, como el silencio de Cage aunque por otros medios, más allá de su aceptación o su rechazo, nada fue exactamente igual para el mundo de la música a partir de ella. Con su paralizante sencillez es, en muchos aspectos, una trampa mortal para sus intérpretes. Sostener en ella la tensión es una tarea casi titánica. Y la versión de la Filarmónica de Buenos Aires, conducida por su titular Enrique Diemecke y con la soprano Carla Filipcic Holm como solista, fue magistral. En el segundo concierto del ciclo de este año, la orquesta enfrentó un programa aglutinado alrededor de la idea de sencillez, explícita además en el título de la primera obra elegida, la Sinfonía simple de Benjamin Britten, y salió más que airosa frente al desafío de lograr el máximo de expresión con elementos mínimos.

En ambas composiciones, las cuerdas son protagonistas. En la de Britten están solas (y el exquisito pizzicato del primer movimiento es otra prueba de fuego, sobre todo porque en su transparencia hace que el mínimo error se destaque) y en la de Górecki son el andamiaje sobre el que la voz discurre sus lamentaciones, apenas comentadas incidentalmente por instrumentos de viento. Filipcic Hol, de timbre bellísimo, fraseo preciso y expresividad superlativa, fue, junto a la segura dirección de Diemecke y la concentración que éste supo transmitir a la orquesta, la artífice de una interpretación memorable.

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