Domingo, 12 de mayo de 2013 | Hoy
MUSICA › RUFUS WAINWRIGHT CANTARá EL MIéRCOLES EN EL GRAN REX
La capacidad para apropiarse de cuanto lenguaje musical haya rondado su vida caracteriza a este cantante nacido en Nueva York y criado en Montreal: ha trabajado sobre sonetos de Shakespeare, compuesto una ópera, homenajeado a Judy Garland y brillado como estrella pop.
Por Diego Fischerman
Rufus Wainwright es el artista que trabajó junto a Bob Wilson en un espectáculo sobre los sonetos de Shakespeare. O el compositor de una ópera llamada Prima Donna, estrenada con cierto escándalo en la Academia de Música de Brooklyn, como parte de la temporada de la New York City Opera, luego de que el Met, que la había encargado inicialmente, la rechazara a causa de la negativa de su autor a una de sus exigencias: que tradujera al inglés su texto, escrito –”una afectación bizarra”, según The New York Times– en francés. Es, también, un cantante pop que convierte la autobiografía –y su homosexualidad– en material casi excluyente. Y un guiñolesco comediante capaz de reproducir entero el último show de Judy Garland y hacerlo con medias de mujer y zapatos de taco alto. Y es que su naturaleza no es una o la otra. Lo omnívoro, esa capacidad para apropiarse de cuanto lenguaje musical –y teatral– haya rondado su vida, es, precisamente, lo que lo caracteriza.
Nacido en Nueva York hace cuarenta años y educado en la ciudad canadiense de Montreal, con nueve discos publicados –los dos últimos, el melancólico All Days are Nights. Songs for Lulu, de 2010, dedicado a su madre fallecida ese año, y Out of the Game, de 2012, producido por Mark Rouson, tuvieron edición local– y participaciones en la bandas de sonido de películas como Secreto en la montaña, de Ang Lee; Aviador, de Martin Scorsese (donde además actuaba); o Moulin Rouge, de Baz Lurhman, Wainwright, posiblemente el cantante más personal e inclasificable de los últimos años, actuará este miércoles por primera vez en Buenos Aires. Y en su presentación, en el Teatro Gran Rex, jugará su papel de Mr. Hyde (o del Dr. Jekyll, vaya a saberse). Eligiendo la intimidad más descarnada, estará solo sobre el escenario, acompañándose alternativamente en piano o guitarra y cantando alguna que otra cosa a capella. “Un coro griego de un solo hombre”, según Scorsese, “el (la) nuevo (a) Nina Simone”, según Michael Stipe, Wainwright dice a Página/12 a través del teléfono que “el secreto de la expresión está en el sonido de las vocales”, que “Cole Porter creó las mejores letras de canciones jamás escritas” y que “todo se trata de saber cuál es el bote en el que se navega”.
Pausado, gentil hasta el extremo de lo imaginable y detallado hasta el límite que su agenda le impone, Wainwright conversa como si se tratara de la más relajada charla entre amigos. Como si estuviera hablando de lo mismo y con esa misma persona desde hace rato. Como si no se tratara de ese rito siempre un poco forzado en que el periodista y la estrella fingen la novedad de preguntas y respuestas que han sido, por uno y por el otro, repetidas hasta el hartazgo. Y es que, en efecto, el cantante se las arregla para decir cosas por primera vez; para hablar de lo que antes no ha hablado y para revelar (y hasta quizá revelarse) aspectos nuevos de lo que piensa y lo que hace que parecen surgir en el transcurso de la propia conversación. Como cuando, hablando de la canción popular, va hacia el terreno de la canción de cámara romántica y dice: “Escuchando esas canciones, de Schubert, por ejemplo, se comprende algo. Al oír a Brigitte Fassbaender, una de las más grandes intérpretes de ese repertorio que hubo, hay unos pequeños momentos, momentos de dos segundos, que estremecen. Momentos que ponen en escena toda la arquitectura, la estructura de la canción. Que las resumen. Son momentos casi terroríficos, de revelación. Creo, o me gustaría conseguir, en todo caso, que en las canciones que canto pasara lo mismo. Que existieran esos momentos donde todo se suspende y todo se sabe. Y me parece que uno de los secretos es la dicción. La manera en que una palabra, o una de las vocales de una palabra, se articule, puede hacer que se la oiga como si fuera la primera vez. Que esa palabra transmita un mundo”.
Rufus es hijo de Loudon Wainwright III y Kate McGarrigle. El padre fue, junto a Tim Hardin y Tim Buckley, uno de los compositores y cantantes más destacados de la década de 1970. Y la madre integraba, con la hermana, un dúo de música tradicional canadiense. El hijo, que vio poco a su padre y acabó formando parte del grupo musical de la madre, estudió piano desde los seis años. Ama el mundo de la ópera y considera Prima Donna, la primera que escribió, como “el verdadero fracaso que toda primera ópera debe ser; no intento compararme, pero ni siquiera Mozart logró lo que quería de entrada”. Se trata de la historia de una cantante, obviamente, con una larga carrera y un retiro del que piensa volver. “El francés era inevitable”, dice. “No era algo que pudiera negociar, aunque eso significara no estrenar en el Met. Necesitaba que esa cantante hablara en otro idioma, y en particular en francés, para lograr algo de afectación y de distancia. Y por otra parte, las óperas en inglés nunca me gustaron demasiado. No es un idioma muy operístico.”
Según Jennifer Taylor, quien firmó la crítica del estreno publicada por The New York Times, la obra “está tan ocupada en rendir homenajes que se olvida de que es una ópera”. Los homenajes, eventualmente, son parte de una idea de época. Wainwright, como mucha de la vanguardia estadounidense pero también como Elvis Costello, habla, para hablar de sí mismo, de su enciclopedia. “Es una enciclopedia donde no hay demasiado de lo actual”, confiesa. “Pero no es una pose, sino simplemente que no soy demasiado curioso acerca de lo que están haciendo otros. Me conformo con los artistas que amo: David Bowie, Björk, Freddie Mercury, Nina Simone. Ella me fascina no sólo por la electricidad que lograba en sus presentaciones, su sentido de la teatralidad, la manera de representar cada canción, sino por la complejidad de sus acompañamientos en el piano. Era una instrumentista extraordinaria.” No es casual la referencia a Simone, una artista que de chica había cantado en iglesias, pero también había estudiado en la Julliard y que acompañaba habitualmente a cantantes de cámara, antes de convertirse en sacerdotisa del soul. Como ella, él surca por muchas aguas. O, más bien, por un extraño río capaz de reunirlas a todas. Y, para tomar su propia frase, sabiendo exactamente cuál es el bote con el que navega.
Su primer disco, bautizado con su propio nombre y publicado en 1998, fue considerado uno de los discos del año por la revista Rolling Stone, que también lo eligió como “cantante revelación”, y ganó el Premio Juno (el Grammy canadiense) como “disco del año”. Ese álbum cerraba un largo proceso que él define como “atormentado”, donde tanto tuvieron que ver el asumir su homosexualidad como el hecho de haber sido violado y robado a los 14 años, en el Hyde Park londinense, por un hombre que había conocido en un bar, y la convicción de que tenía sida. “Durante cinco años aproximadamente pensé que iba a morir, porque empecé a tener sexo a muy temprana edad. Se sabía bastante poco y yo pensaba que todo el que hubiera tenido relaciones homosexuales necesariamente había contraído la enfermedad. Así que, entre otras cosas, me impuse una larga abstinencia. Después de eso vino una época de excesos en que, entre otras cosas, me hice adicto a los cristales de metaanfetamina, que me dejaron temporalmente ciego.”
Fue Elton John quien lo convenció de internarse en una clínica de rehabilitación y quien lo ayudó a encarar su carrera solista. Poses, de 2001, Want One, publicado en 2003, el EP Waiting For a Want, de 2004 y, de ese mismo año, Want Two, lo consolidaron como uno de los nombres a tener en cuenta en la escena del pop. Su voz cristalina, un fraseo cincelado con precisión para delinear las menores inflexiones de la melodía, sus rebordes tanto como su cuerpo principal, lo convierten en un intérprete excepcional. El gusto por el music-hall y la pasión por los aspectos más sórdidos de lo confesional le dan, por otra parte, un perfil en el que no se parece a nadie. Alright Already (otro EP, de 2005) y sus discos más recientes, el notable Release the Stars, de 2007, su revisita a Judy Garland, Rufus Does Judy at Carnegie Hall (2007), Milwakee at Last!!! (2009) y los mencionados All Days Are Nights: Songs for Lulu (uno de los más logrados de su carrera) y el reciente Out of the Game (tal vez el más luminoso), donde, con temas propios, rinde homenaje al pop de los años ‘70 y a músicos como Billy Joel, Bowie y Elton John, completan una producción discográfica sumamente homogénea. En este álbum, además, participan como invitados su hermana Martha (también cantante profesional) y Sean Lennon.
“Pienso en la chanson francesa y en las canciones de Broadway, y en muchas de las canciones del pop de los últimos cuarenta años”, reflexiona Wainwright. “Y en realidad, me parece que las diferencias y los encasillamientos son externos a las canciones en sí. Hay diferencias en las instrumentaciones, muchas veces. Y en los idiomas, por supuesto. Tal vez en las maneras de cantarlas. Pero las canciones no son tan diferentes entre sí. A mí no me preocupa demasiado que cierto público, o que ciertos empresarios, tengan dificultades para etiquetarme. En un sentido, nada me interesa menos que ser etiquetado. Pero, en otro, me parece que esas dificultades tienen más que ver con ellos mismos que conmigo. Que no vean qué es lo que une a Cole Porter con Bowie se relaciona con sus limitaciones para escuchar.” Esa capacidad para encontrar los eslabones entre mundos estéticos aparentemente diferentes es, justamente, lo que lo atrae de Bob Wilson, con quien creó, en 2009, el espectáculo Sonnets, sobre los sonetos de William Shakespeare, para el Berliner Ensemble. “Es un gran destructor”, define a Wilson. “Lo es en el sentido de que derriba las barreras, conecta músicas y expresiones. Es un querido amigo y fue uno de mis mentores. Pero, sobre todo, es un artista con quien la experiencia de trabajar resulta fascinante.”
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