Jue 22.06.2006
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MUSICA › LA NEGRA CHAGRA EN LA TRASTIENDA

Un paseo por los “fundamentales”

La cantante salteña presentará hoy su disco Pequeños testigos, donde rescata perlas del Cuchi Leguizamón, Rolando Valladares, Jaime Torres y Eduardo Falú, entre otros.

› Por K. M.

Con un repertorio centrado en la música del Noroeste, la salteña Negra Chagra viene mostrando su sello, en un recorrido que primero se centró en la figura de Gustavo “Cuchi” Leguizamón. Es lógico: de chica ella fue vecina del compositor, alumna suya, y más tarde una suerte de ahijada artística. En su nuevo álbum, Pequeños testigos, los autores fundamentales se multiplican: Leguizamón, pero también Jaime Dávalos, Eduardo Falú, Hugo Ovalle, Chango Rodríguez, Pancho Cabral, Rolando Valladares, Jaime Torres, Chacho Echenique, Hilda Herrera. “Monstruos –según Chagra–, gente que asume la tarea de embellecer el dolor.” El disco tendrá su presentación porteña hoy a las 21 en La Trastienda (Balcarce 460).

El CD muestra cuidado en todos los detalles. Con invitados como Jaime Torres, el cordobés radicado en Francia Minino Garay, Lilian Saba, Sara Mamani y la coplera Laura Peralta, Chagra aborda “viejos conocidos y desconocidos”, más algún tema nuevo, y se da el gusto de incluir a Viglietti. Hay clásicos como “Canción del jangadero” o “Serenata del 900”, y joyitas desconocidas como “El rienda suelta”, con poesía de Hugo Ovalle musicalizada por Eduardo Falú. Un tema basado en una historia real de los ’30, la del cochero de la pompa fúnebre de Salta. “Eran tiempos en que la palabra empeñada y el honor eran cuestiones de vida o muerte. Este hombre, don Manuel, trabajó años para esa casa fúnebre. Cuando falleció el dueño, la empresa quedó a cargo del yerno de este empresario, que como no lo quería mucho a Manuel, lo acusó de ladrón. Herido en su honor, el cochero se metió al cementerio con su carruaje, llegó hasta la tumba del dueño y se pegó un tiro. Por eso la letra dice: ‘No quiero pompas ni bronces/ ni flores ni llanterío/ voy a llevarme solito/ pa’ cuando el entierro mío’”.

–¿Cómo seleccionó el repertorio y los autores?

–Quería buscar temas representativos, testigos de autores importantes. Elegí mis pequeños testigos. Ahí entra de todo: conocidos y desconocidos. La “Chilena del solterón” la cantaban Los Fronterizos hace treinta años, y no se grabó más. La “Chacarera del expediente” la hice con el mismo arreglo de guitarras del Cuchi. Y hay otros, como la “Canción del jangadero”, que no tienen tiempo. Cada canción tiene un tratamiento personalizado: guitarra y voz, contrabajo y voz... no todos tienen la misma base. Ese fue un trabajo de Marcelo Serena, el arreglador. Como si fueran niñitos que hay que cuidar y ver cómo los vestís, qué les ponés. La intención es llegar a todo el mundo, no quedarme en algo regional.

–¿Cómo es eso?

–Busco encontrar en la música una trascendencia general, universal, y no hacer música del Noroeste para que les guste a los que nacieron en el noroeste. Estoy segura de que es así porque lo comprobé: si toco en Francia frente a un público que no habla castellano, ¿cómo puede ser que me pidan un bis de “Maturana”, una zamba lenta cuya letra no conocen ni entienden? Ahí hay algo que trasciende hasta el idioma. Yo quisiera que mis discos sonaran como los de Rubén Blades, a quien admiro mucho: lo escucha todo el mundo, lo entienden todos. Entonces, cómo no van a llegar temas de estos tipos... son universales. Son como Borges: hablan de un paisaje bien nuestro, pero tienen un vuelo que los hace de todos.

–¿En qué la ayudó en su carrera ser una suerte de ahijada de Cuchi Leguizamón?

–Yo no diría ahijada, sería mucho... El Cuchi no me eligió, fue al revés: yo tuve la suerte de conocerlo, tenerlo cerca, de actuar con él en París, o de que grabara en mi disco (Pruebas al canto, su primer CD). A veces pienso: ¡Demasiada suerte! Poder estar con el tipo que vivía a la vuelta de mi casa y que fuera un genio. Y era nuestro profesor de Historia en primero y segundo año. El decía que enseñaba historieta. En quinto año, mi división era tan terrible que ningún profesor quería acompañarnos. El Cuchi aceptó. Fuimos a Santiago del Estero en un colectivo que no tenía luneta trasera. ¡A Santiago del Estero, y en esa época, en la que ni siquiera estaban de moda los Carabajal! Era un delirio. Y el viejo tocaba el piano en los restaurantes, a cambio de que nos dieran de comer a todos. Así era el Cuchi: un genio que se prendía en los delirios.

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