Fumaba cigarrillos negros, así que nadie quería compartir habitación con él cuando Los Pericos salían de gira. Y Horace, que era un cabrón entrañable, usaba eso en su favor: casi siempre podía disponer de un cuarto a sus anchas. Disfrutaba jugar al maldito, pero sus compañeros, Leandra y quienes lo conocimos sabíamos que adentro había buena madera. Sus comentarios, incluso cuando estaba enojado, siempre estaban cargados de una ironía certera, punzante, de esas que se disfrutan hasta en plena discusión. Y si lograbas que sonriera, sabías de inmediato que te habías ganado un cachito de su respeto y de su aprecio.

Horacio Avendaño, saxofonista de Los Pericos casi desde cero, conoció la gloria de los estadios llenos y también los momentos duros por los que pasan casi todas las bandas. Siempre se mantenía un poco a resguardo, aunque disfrutaba de los momentos de brillo a su manera. Nacido en Pergamino, era además un amante y cultor del folklore: desde hacía más de una década planeaba su disco solista acompañado por contrabajo, bombo y violín. Y si la ocasión lo ameritaba –y el vino ingerido había sido suficiente–, pelaba la guitarra y daba una muestra gratis de su talento para cantar el repertorio de tierra adentro.

En los últimos tiempos la pasó mal en serio. Ya enfermo, debió soportar el asesinato de su padre durante un robo. Y cada día un dolor nuevo, que se agregaba a los que ya tenía. Los médicos le dijeron que le quedaban un par de meses de vida. Cabeza dura como era, Horacio la peleó un par de años. Y sonreía durante el show acústico de Pericos en el ND Ateneo hace algunas semanas. Así, con esa sonrisa que, ahora que se fue, será lo que más recuerde de él: un poco torcida, sí, pero que invitaba a reír con él.