MUSICA › NANA VASCONCELOS SE PRESENTA EN BUENOS AIRES
El brasileño es uno de los mejores percusionistas del mundo y no venía a la Argentina desde 2004. Su último espectáculo se llama O bater do coraçao (El latido del corazón), que lo encuentra en su época más didáctica y reflexiva.
› Por Yumber Vera Rojas
Doblando por la calle Juan Domingo Perón, muy cerca de Tacuarí, pasarela de los instrumentos musicales de Buenos Aires, hay una fila de gente bastante atípica para el horario y la zona. Después de atravesar una fauna de rastas, clones de Erykah Badu, yanquis curiosos y doñas jubiladas, a mitad de cuadra se escucha a un chico confirmar que llegó al lugar en el que “el Maestro” ofrecería la clínica. Al bajar por las escaleras empinadas del espacio con intenciones de salón de baile, se divisa, luego de atravesar un sinnúmero de loas y expectativas por lo que se estaba a punto de presenciar, una manta colorida con maracas africanas y numerosas rarezas sonoras de tupé tribal, situada en el centro del hall. Pero el acertijo no concluye allí, sino en el fondo del recinto, donde las sombras de unas escaleras le dan una imagen misteriosa, ceremonial y hasta de mentor Jedi a Naná Vasconcelos, uno de los mejores percusionistas del mundo contemporáneo, quien da la bienvenida sin soltar a su compañero de mil y una batallas sobre los escenarios: el birimbao.
“Mi instrumento favorito es el cuerpo”, aclara Naná Vasconcelos, tras lo que suelta una carcajada, que retumba en el Salón Irreal. No obstante, se repone, y empieza de nuevo. “La verdad, es el birimbao. Todo lo que hago, sale de ahí. Esto por acá (muestra la calabaza que hace las veces de caja de resonancia) no es muy diferente a una batería. Lo que pongo en práctica en él, lo transporto a otros instrumentos. Pero fue lo que me impulsó a ser músico. Al igual que Heitor Villa-Lobos, Jimi Hendrix es una de mis inspiraciones, no dejo de escucharlo nunca. Lo que hacía con la guitarra, yo intentaba emularlo acá (imita la manera). De su versatilidad aprendí que no existen los límites musicales. Nadie logró repetir lo que inventó con la viola.” Cuando se le consulta entonces si se considera el “Jimi Hendrix del birimbao”, el jazzista brasileño toma distancia de la chapa, al igual que de la analogía. “No, jamás”, repele. Aunque lo cierto es que ubicó al aparato llevado a su país por los esclavos angoleños en el centro del mapamundi sonoro.
Además del workshop de expresión corporal que brindó para doscientas personas anteayer, el artista de 69 años vino a la Argentina para ofrecer una tríada de shows en la sala Notorious (Callao 966). Comenzó ayer y concluirá mañana, a las 21.30. El espectáculo se llama O bater do coraçao (El latido del corazón), que lo encuentra en su época más didáctica y reflexiva. “Es algo que comencé a hacer hace mucho tiempo, pero que voy renovando”, comparte este exponente de hablar bajito, tanto que se diluye a veces en el silencio, aunque, paradójicamente, su voz sorprenda por su profundidad, muy próxima a los modos exponenciales del legendario sambista Cartola o incluso la de los soneros cubanos del temperamento del desaparecido Compay Segundo. “La idea es armar una actividad orgánica, que no necesariamente pase por un álbum. Todo tiene que ver.” El concepto del workshop se encuentra en sintonía con la propuesta de su más reciente disco, Quatro elementos, que salió a la venta en junio.
–¿Las canciones de ese álbum formarán parte de sus recitales en Buenos Aires y Córdoba, donde se presentará el 10 de este mes?
–Con ese disco no voy a hacer giras, porque cada canción la grabé con una formación diferente. Se trata de un trabajo conceptual, inspirado por los cuatro elementos: tierra, fuego, agua y aire. Aunque sí haré una presentación del álbum, en el que explicaré el proceso de creación del repertorio. Será algo diferente a Sinfonía & Batuque (2011), con el que gané un Grammy Latino.
–Si bien siempre manejó como consigna la expresión de que “el primer instrumento es la voz y el mejor instrumento es el cuerpo”, ¿cuándo realmente la incorporó?
–La gente se sorprende cada vez que descubre su cuerpo. Y eso sólo ocurre gracias al hacer. Pero esto parte del resultado de mis aprendizajes, pues me envolví con muchos géneros diferentes. Lo curioso es que nunca programé nada de lo que me pasó, las cosas en mi vida siempre sucedieron. Desde que era niño, quise ser instrumentista. A pesar de que mi padre tocaba en cabarets, de alguna forma extraña la música me llevó de mi Recife natal hasta Río de Janeiro, donde conocí a Milton Nascimento. Luego integré el grupo de Gato Barbieri, y, tras presentarnos ante una audiencia entre los que se encontraba Marlon Brando, debido a que surgió la chance de grabar la banda de sonido de El último tango en París, mi intuición me dijo que me quedara en Francia. De esa manera concreté mis maravillosas experiencias con Don Cherry o Jean-Luc Ponty. Aunque no sabía que nada de eso acontecería.
–¿Así también concretó su sociedad con Egberto Gismonti, quien casualmente se presentó en Buenos Aires en agosto, y con él firmó el memorable disco Dança das Cabeças (1976)?
–En efecto, todo en mi vida fue así. En esa época, en Brasil había que pagar mucho dinero para poder salir del país. Egberto se había mandado a hacer una guitarra de ocho cuerdas y pronto tenía que grabar su primer disco para el sello ECM (N. del R.: una de las grandes discográficas dedicadas al jazz, la música clásica y la world music), en Oslo (Noruega). Entonces le avisaron que yo estaba en Europa y me convocó para que lo hiciéramos juntos, lo que más tarde derivó en otro trabajo, Duas Vozes (1984).
–¿Cómo afectó la tecnología la manera de entender la percusión?
–La tecnología ayudó a desmitificar muchas cosas. En los ochenta, en Nueva York, quedé impresionado con unos bailarines de breakdance. Fui a hablar con ellos para juntarnos, pues quería hacer música nueva. Cuando concretamos el encuentro, empecé a tocarles algo que había ensayado y un chiquito de ocho años, que formaba parte del conjunto de b-boys, me pidió que parara porque prefería lo que sonaba en su reproductor. Y me puse a llorar. No podía ser que un pendejo humillara de esa manera al mejor percusionista del mundo. Pero antes de frustrarme, me alentó a ponerme al día con lo que pasaba. Entonces me compré una batería electrónica y comencé a programar ritmos del nordeste de Brasil.
–¿En sus últimas visitas a Buenos Aires se dio cuenta de cuánto evolucionó el interés del argentino por la percusión?
–Lo noté, pero eso se debe a Internet, a la tecnología. Al igual que grandes promotores de la percusión locales como Ramiro Musotto (N. del R.: se agarra la mano en el pecho, a manera de señal de dolor, pues el platense, con el que compartió escenario, murió en 2009). Acá hubo negros y su cultura desapareció. Hasta hace poco pensé que el candombe era propio de la Argentina. Aunque me advirtieron que es uruguayo y que la murga local creció mucho.
–Después de tamaña trayectoria como la suya, ¿qué le interesa en estos momentos?
–Muchos de mis amigos y colegas se fueron muriendo, así que lo que más me preocupa en este momento es transmitirles todos mis conocimientos a los niños. No tengo diploma ni nada de eso, pero hago el intento.
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