Dom 06.10.2013
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MUSICA › GREIL MARCUS, EL PERIODISTA QUE MEJOR SUPO ANALIZAR EL PUNK

“Siguen apareciendo artistas fundamentales todos los días”

Su libro En el baño del fascismo, editado por primera vez en castellano, es un compilado de textos escritos al calor de una época fundacional para la música. Pero el autor se niega a mirar con añoranza el pasado y a opinar que ya no haya nada que escuchar.

› Por Luis Paz

Dice el crítico y analista cultural estadounidense Greil Marcus en su introducción a En el baño del fascismo: “El punk fue una nueva música, una nueva crítica social, pero sobre todo fue un nuevo tipo de libertad de expresión. Inauguró una época en la que de pronto innumerables voces extrañas, voces que ninguna persona razonable podría haber esperado escuchar en público, se escuchaban en todas partes: a veces como gritos monstruosos en el mercado, a veces como susurros de un callejón. Si un chico de 21 años, desagradable y medio encorvado, era capaz de ponerse a hablar y llamarse el Anticristo, y preguntarnos si de verdad no lo era, entonces todo era posible”. A este hombre, que fue el primer editor de críticas de la Rolling Stone y un asiduo colaborador de reputadas publicaciones tanto especializadas y de información general como Creem o The Village Voice, a menudo le bastan algunas pocas líneas para capturar el concepto de una obra, un artista o una época.

En su capacidad de abrazar eso tan resbaladizo que es la cultura está una de sus habilidades de excepción, pero lo que en definitiva se despliega en las casi seiscientas páginas de este libro de escritos sobre el punk y su relación con la música pop entre 1977 y 1992, de reciente aparición en castellano y en Argentina (por Paidós), es una mirada extremadamente audaz, ocurrente, crítica y entretenida. Si el referente contemporáneo de la crítica musical es Simon Reynolds (quien pasó por Buenos Aires recientemente por la traducción de su libro dedicado a ese mismo período, Romper todo y empezar de nuevo), lo que sigue teniendo para decir Marcus en voz más alta que la del británico es que si bien el punk contribuyó a que la música haya vuelto a ser tomada en serio, también instruyó a no someterla a una seriedad gris.

Allí donde Reynolds abrió y zarandeó su mochila para dejar caer sobre discos y grupos las teorías culturales, antropológicas y políticas de izquierda de los últimos 200 años, Marcus aplica más bien el concepto de ellas: En el baño del fascismo no es su manera de demostrar cómo todo está interrelacionado con la política, sino cómo todo está ligado a cualquier cosa que a uno se le pueda ocurrir. Es un libro libre y dinámico, repleto de grandes frases (“La música pop es sobre tener que elegir entre el amor o el dinero”, lanza en el ensayo Retorciendo el dial de 1982). Es una galería de más de 70 ensayos, reportes y críticas, noticias analizadas y formatos sin convenciones periodísticas. Desde actos centrales como Sex Pistols, Elvis Costello, The Clash y Bruce Springsteen a experimentos periféricos del rigor de John Cale, Au Pairs o Liliput, donde despliega semiología del pop, retórica del punk y materialismo dialéctico del rock.

Presentado como “el lado B” de su reconocido libro Rastros de carmín, En el baño... tiene un peso y un contenido propios que bastan sin necesidad del recurso a esa obra suya de 1989 sobre “la historia secreta del siglo XX”. El orden cronológico de los textos es lo único que tiene de arbitrario un libro que corresponde a la frase del autor que señala que un buen disco “es aquel que entra en la vida de una persona y hace que viva más intensamente”. El de Marcus, entrevistado por Página/12 en un intercambio de mails, es un buen libro porque es una llave siempre cambiante hacia una época de la creación musical, estética y conceptual que permanece entre lo más interesante de la nueva música popular.

–En el baño... incluye textos que redactó hace por lo menos 20 años. La primera de ellas tiene 35. ¿Qué le ocurrió al reencontrarse con ese material para esta publicación en castellano?

–Siento que esos días siguen presentes para mí: tanto esos descubrimientos y la gente que conocí como las ideas que entraron en mi marco de referencias para cambiarme, siguen aquí. Supongo que el cambio no se dio tanto en mí como en el contexto. El original en inglés fue publicado en 1993, cuando todo era muy diferente. Hace veinte años no había YouTube, así que la gente no podía apretar un par de botones y encontrar canciones de Kleenex; pero al mismo tiempo, algunas de estas bandas ya no existían, así que la gente tampoco podía salir a la esquina y ver tocar a X-Ray Spex. De algún modo, eso que entonces parecía haberse ido hacía tanto, hoy está presente de forma inmediata, incluso cuando algunas de las personas que encarnaron esta historia, como Joe Strummer, Poly Styrene o Ari Up están muertas. Casi todos los demás andan todavía rondando, y la mayoría sigue maquinando cosas.

–En muchos se dedica concluyentemente a algunos grupos (Red Crayola, por caso) y músicos (como John Cale) que no vuelven a aparecer. En cambio, hay un poker recurrente: John Lydon (o Johnny Rotten), The Clash, Elvis Costello y Bruce Springsteen. ¿Por qué ellos?

–Básicamente, porque su obra sigue haciéndonos preguntas. Ellos siguen (o siguieron, en el caso de Strummer) apuntando a cuestiones musicales que permanecen irresueltas. Dave Marsh, editor y crítico de Creem, fue el primero en señalar que Nebraska, de Bruce Springsteen, tenía más en común con el tema “Gary Gilmore’s Eyes”, del combo punk The Adverts, que con la música folk en la que aparentemente se amparaba. La lectura de que ciertos elementos de la música folk de EE.UU., como las baladas góticas sobre asesinatos, estaban presentes en el punk resultó ser muy rica. Uno puede escuchar el mismo drama desencadenarse en King of America, de Costello, en particular en “Sleep of the Just”. El mismo sentido de confusión, la consulta de “por qué está pasando esto” y el miedo de volverse invisible están presentes en “This is England”, del último de The Clash, Cut the Crap.

–En la caja Sound System, de The Clash, que acaba de ser publicada, no se incluye ese disco pero sí todos los demás, remasterizados por el guitarrista Mick Jones, y con diseño del bajista Paul Simonon.

–Lamentablemente, Joe Strummer murió, así que los miembros de The Clash que lo sobrevivieron pudieron agarrar esa enorme canción y dejarla fuera de esta colección que trae once o doce discos, todo tipo de demos y rarezas y hasta colillas de cigarrillos... ¡pero no “This is England”! En fin, volviendo al poker aquél, también hay casos, como el de Lydon, en que estos músicos siguen siendo ocurrentes. El último show de Public Image Limited que vi, el año pasado en Nueva York, fue tan temerario y estremecedor como cualquiera que Lydon haya hecho con los Sex Pistols.

–En la introducción usted dice que si Lydon podía aparecer y decir que era el Anticristo, y la gente al menos se tomaba el tiempo de pensar en si no era verdad, entonces cualquier cosa era posible. ¿Identifica a algún otro músico que haya encarnado tanto la libertad de una era musical?

–Little Richard. La blusera Geeshie Wiley con su primer single, “Last Kind Words Blues”, a comienzos de la década del ’30. Y Amy Winehouse con Back to Black.

–Sex Pistols y The Clash son fundamentales para su libro. En un momento, como al pasar, usted hace una caracterización de Sex Pistols como un NO y de The Clash como un SI, respecto de su relación con la música pop. ¿Podría ahondar en esas definiciones?

–De alguna manera, los Sex Pistols, o John Lydon y Malcolm McLaren, representante de la banda, realmente querían destruir al rock and roll, visto como un mecanismo de falsa conciencia y una barrera para la liberación. Pero The Clash, en un punto, quería salvar al rock. Es algo conceptual, porque en lo general, tal vez no se los pueda diferenciar tan claramente: en “Complete Control”, el tema de The Clash, está la furia de los Sex Pistols, llevada por Lee Perry hacia un ritmo más calmo, pero con una explosión en los golpes más poderosa que cualquier compás de “Holidays in the Sun”, de la banda de Lydon. Son dos soles en el mismo cielo. En sus dos debuts está la sensación de que toda predicción está cayendo a pedazos y de que no hay certezas. Y uno, el oyente, al mismo tiempo acaba la escucha lleno de energía, expectante por el próximo día.

–¿Y usted cree que el punk sigue siendo algo así de revelador y presente?

–Para incontables personas, sigue siendo verdad que su vida no comenzó sino hasta que apareció el punk. Antes todo era aburrimiento, apatía. Incluso cuando el movimiento New Romantic llegó para plantear que “el punk nunca existió”, fue sólo un slogan marketinero; porque de un movimiento con ese nombre, que no cuestionó nada en lo musical ni mucho menos en lo social, sólo algo falso se puede esperar. Como ya sabemos, cuando irrumpe una ola pop de música prefabricada, su discurso es falso y no cuestiona nada. En fin, luego del New Romantic y a lo largo de estos años se dijo que el punk murió miles de veces, pero hemos visto en el curso de estas décadas que no es así y que con sus gritos juveniles de anarquía tiene el poder de animar los espíritus, como lo demostraron The Mekons con Fear and Whiskey y The Edge of the World, a mediados de los ’80, y bandas como Fastbacks o Heavens to Besty o Sleater-Kinney en los ’90.

–¿Pero considera que siguen apareciendo bandas o solistas “fundamentales”, como cataloga a Springsteen y a The Clash?

–Todos los días.

–En un momento, usted señala que el punk trabaja a partir de la ansiedad. Dado que en su libro analiza la relación de ese movimiento con el de la música pop, ¿cree que esta última vendría a ser, en cambio, un ansiolítico?

–Con total seguridad adhiero a esa teoría.

–Respecto de la ansiedad, de todos modos, usted se refiere a una de tipo social. En el libro Please Kill Me, de Legs McNeil y Gillian McCain, se plantea que ese sentimiento urgente se tradujo en la necesidad imperiosa de otra dosis, una vez que la heroína se impuso en el punk.

–Fue Viv Albertine de The Slits la primera en llamarnos la atención sobre ese hecho: tenías a todas estas personas que cuestionaban todo y, de repente, todo lo que les importaba era pegar un poco más de droga. Ella se lo atribuye a New York Dolls y específicamente a Johnny Tunders, que se las ingenió para convencer a casi toda la escena punk londinense de que la heroína era la única cosa cool del mundo. Al leer Please Kill Me, uno se topa con que, de pronto, Jerry Nolan, el baterista de New York Dolls, plantea que hay que matar a John Lydon. Y más o menos las mismas historias escuché sobre la escena punk de San Francisco. Los faloperos son evangélicos en ese sentido.

–A lo largo de En el baño del fascismo van apareciendo muchas mujeres en el punk, como la propia Viv Albertine, y de hecho en un momento usted plantea que la existencia de bandas mixtas dejó de ser discutida recién a partir del punk. ¿Cómo recuerda esa transformación?

–Al comienzo del punk, en Londres, el argumento era que cualquiera con el valor de hacerlo podía subir a un escenario y decir lo que realmente pensaba, porque durante mucho tiempo pareció que no había nadie que lo hiciera realmente en la música pop. De pronto, esa idea llevó a mucha gente a los escenarios. ¡A la gente, no sólo a los varones! Al punto de que en los ’80 llegó un momento en el que una banda que tuviera sólo miembros varones empezó a ser algo totalmente antinatural, como puede ser algo antinatural un partido político formado únicamente por hombres. La reacción era: “Un momento, son cinco tipos en un escenario, ¿cuál es su jodido problema?”.

–Sobre el final del libro, en el artículo “El asesino”, señala que un músico verdaderamente político debe decir lo que la gente decente no quiere escuchar. Lo escribió diez meses antes de la caída del Muro de Berlín. ¿Algo para sumar hoy a la relación política-decencia-música?

–Sí, quisiera agregar que la gente decente no debería escuchar... a los republicanos.

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