Sáb 14.12.2013
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MUSICA › RICHARD COLEMAN PRESENTARA INCANDESCENTE EN VORTERIX

“Me propuse como objetivo hacer un disco de canciones”

El músico creó su tercer trabajo solista a partir de la guitarra, de espaldas a la computadora. Y logró un álbum luminoso, contagioso, fresco y profundo, que dispara una satisfacción enorme. “Hacer canciones más simples es más difícil”, asegura.

› Por Gloria Guerrero

Un asunto es el ratón; otro asunto, el foquito de luz. Porque en la tapa del nuevo disco solista de Richard Coleman, Incandescente, lo único que hay son un foquito de luz y un ratoncito blanco. Al foquito –la bombita– él ya lo tenía de antes (explicará, luego, todo lo que una bombita puede significar ahora). Al ratón tenía que comprarlo, pero no sabía dónde; se le ocurrió una veterinaria, pero de ahí lo direccionaron a un serpentario, o a un “reptilario”... A algún lugar con víboras. “¿Tiene un ratoncito blanco?”, le pidió Richard Coleman al señor. Y el señor abrió un cajón enorme, con medio centenar de hiperventilados ratoncitos blancos, amontonadísimos: eran la “comida de las serpientes”. Y de ahí eligió uno.

Hoy, ese ratoncito blanco de la tapa del nuevo disco de Coleman sigue incandescente: se llama Edison, camina por las manitas de la hija menor del músico y se deja acariciar en la frente por esta cronista, pero le estresa sobremanera posar para la foto. La semana pasada, uno de los gatos de Coleman se lo quiso comer. “Tuvimos que llevarlo a que lo curaran; costó una fortuna, diez veces más que haberlo rescatado de aquel cajón”, se ríe la esposa de Richard. “Pero ya quedó como parte de la familia.” Bendito, Edison, dos veces resucitado. La nena lo mima.

¿Cuánto vive un ratón? “Un año y seis meses”, asegura el artista, que ahora ya sabe. “¡Al ritmo que va, a 200 mil por hora, Edison ya es un anciano.” Y tanto el foquito de luz como el pequeño animal provienen de algo igualmente anciano. Se los vio en la tapa de Spartacus (1975), el disco de Triumvirat, la ya desaparecida banda alemana de rock progresivo; los Triumvirat, coincide Coleman, no estaban muy buenos. “En realidad, eran más bien horribles”, dice. Pero esa tapa, la de Spartacus, con un ratoncito blanco dentro de una bombita de luz, resultó en una imagen, en una idea.

“Veníamos charlando en las sobremesas familiares, o entre amigos, acerca de que los celulares no andan bien; de que los chicos están siempre colgados en la máquina –tenemos dos niños en casa, hay que pensar qué hacer, cuánto controlarlos–; de que la gente ya no se habla y se mira por Facebook, pero después no sabe conversar... Algunos dicen que antes todo era mejor, pero a mí eso me pone del tomate: no me gusta el ‘antes era mejor’. Y comencé a pensar la letra de ‘Incandescente’ y me apareció la idea del foquito.”

–Se le prendió la lamparita...

–(Risas.) ¡Exactamente, como en los dibujitos de historietas! Pensé: “Estas bombitas ya no sirven más; están prohibidas”. En la radio escuché a alguien que opinaba que aquellas bombitas daban una luz mucho más linda que las lámparas de bajo consumo; contaba: “Mi suegra tiene un velador con bombita, y lo prende en contadas ocasiones, porque si se le quema la bombita, no va a poder reemplazarla”. Cuando escuché eso, me dije: “¡Claro! ¡Es ahí! La bombita ahora es un objeto de culto, las vamos cuidando hasta el final...”. Y ahí, en esa especie de ciencia ficción que armé en mi cabeza, se me ocurrió que ese foquito, en un futuro que ya es hoy, podría ser lo que iluminara una cena romántica. En vez de una vela, por ejemplo. Porque la bombita da una luz especial; una luz de mierda (sonríe), pero maravillosa. Y ahí el foquito cobró otro sentido para mí: ¿estaba obsoleto? No, era valioso. ¿Y estaba cumpliendo la misma función que cumplía antes? No, porque si bien antes daba “poca” luz, ahora sería imprescindible para una cena romántica del futuro. Y en esa cena también estarían los discos, los libros...

–Todo lo que ya va haciéndose retro.

–Tal cual. Hay una imagen que conservo desde hace años: estaba en un avión, me había levantado para ir al baño, y mientras caminaba por el pasillo veía a los pasajeros durmiendo, todas sus caras iluminadas por la luz azul de las pantallas del respaldo de sus asientos de adelante. Mirá lo que ve uno... (sonríe). Pensé que algún día usaría esa imagen. Y, así, “Incandescente” terminó siendo el buque insignia de todo el álbum, con aquella vieja bombita en mi cabeza. Y apenas pensaba en el foquito, ¡pensaba en el ratón! Spartacus, de Triumvirat. Pero, ¿cómo puede ser que hace 38 años tengo esa imagen pegada en la mente? ¡Horrible! Eran de segunda, eran muy grasas, no eran Emerson, Lake & Palmer... ¡pero cómo me había pegado esa imagen de tapa!

–Otro viejazo: por entonces, las portadas de los discos de vinilo eran un verdadero objeto de atención, casi obsesiva.

–¡Por supuesto, detalle por detalle! Así que reciclé otra bombita, y otro ratón. Y los resignifiqué.

Por cierto, el pobre ratoncito de aquella vieja tapa de Triumvirat parece metido dentro de la bombita. Coleman prefirió sacarlo a tomar aire. Y ese espíritu “liberador” campea en toda esta producción, la tercera de su carrera como solista (aunque cualquiera podría sugerir que su carrera solista cuenta con más de veinte discos; tan intensa ha sido su impronta personal en Fricción y Los 7 Delfines). En 2011 editó Siberia Country Club y, el año pasado, A Song is a Song, con versiones de los temas en inglés que había elegido para una serie de shows íntimos en el Ultra Bar. Incandescente es otra cosa; lo vintage se mezcla con el futurismo y el caldo realmente enciende, e impresiona.

–Este álbum fue armado de una manera poco convencional para la tecnología del nuevo milenio...

–Sí, pero ojo: se corre la historia de que lo grabé de manera totalmente analógica y no es así. Cuando terminé A Song is a Song, en febrero de 2012, ya me quedé ansioso pensando en un disco para 2013, porque no sabía si la inspiración iba a venir de visita. Y entonces estaba acá (señala su pequeño estudio casero), bastante calentito, con todo armado, todo funcionando, y empecé a seleccionar los colores, las herramientas, los instrumentos del año siguiente, aun antes de tener las canciones. Y me puse frente a la computadora. Hay un software que se llama Live y que lo vengo negando desde hace varios años; tendría que aprenderlo bien, porque es lo que más se usa, pero me da mucha fiaca. Me senté, lo miré (sonríe), pero me colgué: “Yo estaba buscando un grabador de cinta abierta... ¡Este es lindo!”. Me vuelvo a colgar, me voy a YouTube... y termino diciendo: “No, ya sé lo que necesito: voy a grabar en una portaestudio Tascam”. Encontré en eBay la Tascam que yo tenía en 1985, me la mandó un amigo desde los Estados Unidos, la hice restaurar acá y me armé el estudio en esta mesita. Cuatro canales, con casete. Rebonita. Y me puse de espaldas a la compu.

–Literalmente.

–Sí, de espaldas a la compu, con todo lo que eso pueda significar. Y me armé un clima de trabajo con mi guitarra acústica y un micrófono, trabajando partes de guitarra. Y pum... ahí las grababa. No es ningún descubrimiento pero, en el contexto actual, ¡lo que reavivó fue un estímulo! Primero me daban ganas de venir al estudio a jugar con el aparato, a ver si le podía sacar un mejor sonido, a ver si podía recordar la mejor manera de grabar. Y lo otro era el trabajo sobre el instrumento: aprender a tocar la canción bien en la guitarra, porque una vez que se graba, no se puede editar; las decisiones hay que tomarlas antes de grabar. En la computadora no tomás decisiones: te relajás, ponés a grabar lo que se te ocurra, después editás... y vas componiendo en trozos. Acá no. Y fue muy estimulante. Lo que hice –y volvemos a lo mismo de lo que hablábamos antes– fue sacar este objeto, el grabador, de su aparente obsolescencia, “esa cosa que en el ’85 era lo más grosso y que ya no sirve porque el audio no se trabaja así”; no lo busqué como soporte tecnológico, pero así se convirtió en las ganas para que yo me sentara a trabajar. Empecé a pensar la música de otra manera. En vez del mouse y la pantalla, donde te distraen los e-mails, o te metés en YouTube y te quedás mirando un pedal... (risas). ¡Claro, es lo que pasa! El multitasking te dispersa. Y yo le di la espalda a la computadora, de verdad. La tenía apagada. Y cuando tuve siete u ocho músicas, me di cuenta de que estaba surfeando bien, de que estaba en vena, de que ya tenía un sistema de trabajo. Y de que tenía que trabajar más.

–Valía más el “qué” que el “cómo”.

–Exactamente. Volqué todo lo que tenía en el casete a la computadora, pero ya con un criterio mucho más simple: grababa en la compu con un metrónomo, la guitarra y la voz, trabajando la forma, la melodía y la armonía, pero sin pensar si le iba a poner cuántas violas, o un Chorus, o un Flanger, o un wachiguau. Nada. Era la guitarra, tun tun tun. Acumulando músicas.

–Todo lo contrario de Siberia Country Club.

–Sí, justo al revés. Porque Siberia... fue armado todo en la compu. Incandescente fue armado desde la guitarra.

–Así y todo, las poesías del disco remiten en gran medida a las tribulaciones de la era tecnológica.

–La primera dice “Compensando el desequilibrio”: estamos compensando, justamente. Me pasó algo interesante: se sabe que, en el rock argentino, un método muy utilizado de composición es el “Sarasa”: sanatear la posible letra con palabras inventadas, en algo que se parece al inglés, “wareschól”, cosas así. Pero me pasó que empecé a sarasear y no lo soportaba, porque venía de grabar A Song is a Song, todo en inglés y perfeccionando mi acento –soy re hinchapelotas–, y escuchar una sanata en inglés me hacía daño, me distraía y me sacaba de foco. Nunca me había pasado eso. ¿Qué hago? Bueno, sanateo en castellano, pero... ¿cómo voy a sanatear en castellano? No daba. ¡Bueno, entonces voy a tener que ponerme a escribir las letras! ¡La puta que lo parió; si no, no puedo avanzar! Todo me fue llevando... Estuvo buenísimo. Y así salieron estas letras –la primera fue “Incandescente”, la que abre el disco–, y ahí surgieron las imágenes y todo el concepto.

Incandescente es un álbum luminoso, contagioso, fresco y profundo. Dispara una satisfacción enorme. Durante la charla, por cualquier otra razón, surge más de una vez el nombre de Gustavo Cerati. Imposible no mencionarlo: Coleman fue el cuarto miembro de Soda Stereo hasta que, de común acuerdo, el grupo se convirtió en trío; su guitarra, sin embargo, acompañó a Soda en álbumes y conciertos, y a Cerati como solista, hasta su última y notable gira, Fuerza natural (2009). Incandescente tiene ahora algo ahí sodesco, algo tan inolvidable como inevitable.

“Es imposible que no aparezca su nombre. Y gracias por observarlo, es un gran halago”, dice. “Por otro lado, algunos opinaron que canto como Gustavo. Quien dice eso o no lo escuchó bien a Gustavo o no me escuchó a mí... o nunca escuchó música. Ahora bien: si alguien dice que cuando escucha este disco está escuchando a Soda, yo respondo: ‘Bueno, entonces este disco cumple lo que me propuse como objetivo: hacer un disco de canciones’; ahí me puse la base más alta. Canciones más simples, lo que es mucho más difícil. Y tirar la música para que llegara más lejos; eso lo tenía Soda, sin duda.”

–¿Aceptaron sus legendarios fans dark que usted pueda hacer algo tan luminoso?

–Ellos también tienen que crecer. Como dijo el filósofo azteca: “Síganme los buenos”.

–Siberia Country Club había tardado más de dos años en salir a la venta y usted estaba muy cabrero. ¿Qué tanto más fácil le resultó editar éste?

–El otro se me atrasó mucho, sí. Igual, cada disco siempre parece la Capilla Sixtina: no lo terminás nunca y cuando estás llegando al final, empiezan a aparecer otros compromisos. Pero Incandescente fue hecho en un lapso bastante elegante: arrancamos en febrero y me entregaron el master en junio. Y si anduvo mejor fue gracias a Siberia..., que lo sacamos a los empujones, tipo Fitzcarraldo, empujándolo desde el otro lado del Amazonas, pero funcionó tan bien que en la compañía se interesaron de verdad e impulsaron lo nuevo.

–Es difícil de entender que después de treinta y tres años de carrera todavía tenga que remarla.

–La industria discográfica, hoy, es así de chiquitita; ¡en los años ’80, me acuerdo de que venía primero el petróleo, y en segundo lugar las discográficas! Hace poco estaba reflexionando: ¿desde cuándo los músicos son “millonarios”? ¿Qué pasó desde que se inventó una industria que utiliza una materia prima para poner algo que la gente compre, y para que compre aparatos que reproduzcan música? Esa es la industria: es el aparato... y lo que hay que ponerle adentro. El músico es parte de ese esquema. El músico se hizo millonario cuando empezó a participar, en los Estados Unidos de los años ’50, en una industria que vendía cientos y cientos de miles de discos. Imaginate que el artista ganaba una ínfima parte de la torta y que con eso le compraba la casa a la mamá. Ahí arranca la cosa. Ahí los músicos “millonarios” empiezan a funcionar como parte de ese engranaje y entonces hoy parece normal que las grandes estrellas sean multimillonarias. “Eso es a lo que tiene que aspirar un músico”, se dice. No. Hubo una deformación por aquella gran venta de discos, por cómo funcionaba la industria. Claro, en la escala de la humanidad, es un pedo de buzo. ¿Cuánto duró? ¿Cuarenta, cincuenta años? Ya está. Y me puse a pensar en eso: los grandes músicos clásicos de la antigüedad no eran millonarios, ni mucho menos; los bancaban el rey, o los mecenas. Si vivían en la Corte era porque les daban una pieza...

“Siempre trato de recuperar el objetivo”, suelta Coleman tras hacer una pausa. “Tantas veces los músicos nos damos la cabeza contra la pared: ‘¿Para qué carajo hago esto que hago?’. Y el otro día me hicieron una pregunta medio pelotuda: ‘¿Cuándo te diste cuenta de que podías vivir de la música?’. Y mi respuesta fue: ‘Cuando me di cuenta de que podía ser feliz’. Mi vieja ya tiene casa, por suerte, y yo ya estoy grande para ser Elvis.”

* Richard Coleman presentará Incandescente el jueves 19 en El Teatro Vorterix, Lacroze y Alvarez Thomas.

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