MUSICA › EL FESTIVAL INTERNACIONAL DE MúSICA DE CARTAGENA
Para su apertura del sábado pasado, el encuentro a orillas del Caribe convocó al extraordinario dúo de las pianistas francesas Katia y Marielle Labèque, y a una de las mejores orquestas de cámara del momento, la Orpheus Chamber Orchestra.
› Por Diego Fischerman
Toda ciudad tiene sus blasones. En Cartagena de Indias podría pensarse en sus murallas. O en el aroma de las frutas y el colorido de las vestimentas de sus vendedoras callejeras. Sin embargo, uno de sus emblemas es la traducción. Una nativa, la india Catalina, fue quien tradujo a su primer conquistador, Don Pedro de Heredia. Y una escultura con su figura preside el escenario del teatro Adolfo Mejía. Como con el ángel con maracas del que hablaba Alejo Carpentier, el Caribe se impone. Hay una fuerza irresistible. Podrán estar sonando Poulenc y Stravinsky. En el escenario podrán estar algunos de los más destacados intérpretes del mundo en el campo de la música de tradición académica. Pero estará allí, siempre, la traducción. Hay culturas, y músicas, esencialmente mestizas. Y hay también, inevitablemente, escuchas mestizas.
En su octava edición, el Festival Internacional de Música de Cartagena convocó, para su apertura del sábado pasado, al extraordinario dúo de las pianistas francesas Katia y Marielle Labèque, y a una de las mejores orquestas de cámara del momento, la Orpheus Chamber Orchestra. Y el comienzo, con esa exquisita orquesta estadounidense interpretando el Himno colombiano –un aria italiana del siglo XIX en estado casi puro–, no podría haber estado más atravesado por el sincretismo. Luego, las pianistas tocaron a solas –es decir, dentro de ese microuniverso que sólo podría construir un gran dúo y, por añadidura, conformado por hermanas– la Rapsodia española de Maurice Ravel y, junto a la Orpheus, el Concierto para dos pianos y orquesta de Francis Poulenc. Como el policía bueno y el malo de los interrogatorios, Katia y Marielle tienen absolutamente definidos sus papeles. La primera, vestida de negro, con pantalones ajustados y tacos altísimos, bordea lo salvaje. Salta desde el piano, baila, se contonea mientras toca. Marielle, de blanco, apenas se despega del teclado y toca con actitud reconcentrada. El sonido, no obstante, tiene una homogeneidad apabullante. Ambas tocan con detalle, frasean con precisión extrema y manejan los matices con un entendimiento sobrehumano. El impulso rítmico y la energía de las interpretaciones –una energía que, tal vez, también sonó caribeanizada– en todo caso no obstó para que se tratara de versiones notablemente sutiles.
Tampoco faltó sutileza el día siguiente, en que las hermanas Labèque tocaron frente a una multitud, en la Plaza San Pedro, su versión de West Side Story, de Leonard Bernstein, llevando esa mezcla exacta entre la delicadeza y lo furibundo hasta su propio extremo. La Orpheus, que en el final del concierto de apertura ofreció una interpretación tan medida como llena de matices de Pulcinella, de Stravinsky –otra traducción, al fin y al cabo–, el domingo también fue parte de la fiesta popular con la Serenata, de Piotr Ilich Tchaikovsky. Pero el espíritu de ese festival no se agota en los conciertos estelares. En la Iglesia María Auxiliadora, en un barrio bien alejado del centro turístico, el Cuarteto de Cuerdas Q-Arte hizo música de Manuel María Ponce y, junto al Quinteto Amarcord, varias piezas de Nino Rota. Por su parte, el dúo de los guitarristas brasileños Sergio y Odair Assad tocó música de Villa-Lobos, Egberto Gismonti –notables “Palhaço” y “Baiao Malandro”–, Baden Powell y Astor Piazzolla, en el Auditorio Getsemaní, y el excelente clarinetista italiano Gabriele Mirabasi, junto al arpista llanero Elvis Díaz, se deleitó, también, con los mestizajes y las traducciones.
“Programar un festival como éste significa conciliar una buena cantidad de variables”, explica a Página/12 Antonio Miscenà, su director general. “Los artistas tienen, en general, sus programas de gira y no necesariamente es eso lo que nos interesa, entonces tenemos que conversar e ir adecuando los planes y los programas. La Orpheus Orchestra y las hermanas Labèque, por ejemplo, nunca habían tocado juntos, así que hubo que buscar los puntos en donde podían encontrarse, y que eso resultara atractivo para ellos y para el público.” Productor de conciertos y de discos de larga trayectoria –Miscenà es, entre otras cosas, el fundador y director de Egea, uno de los principales sellos discográficos dedicados al jazz en Italia–, pensó, en este caso, un eje que articula toda la programación, el de las fábulas y leyendas y sus lecturas –sus traducciones– desde la música del siglo XX. “Mi madre la oca” de Ravel, “Pedro y el lobo” de Prokofiev o El carnaval de los animales de Saint-Saëns son algunas de las obras que sonarán en estos días en la ciudad amurallada. Y, claro, también uno de los proyectos que más entusiasman a los organizadores: la puesta semiescenificada de La Cenicienta, de Gioacchino Rossini, con dirección del gran clavecinista y director Rinaldo Alessandrini, y con la participación de la mezzosoprano colombiana Gabriela Ruiz y la Filarmónica Joven de Colombia (un proyecto social creado hace cuatro años). Independientemente de otras cuestiones, se tratará ni más ni menos que de la primera representación, en casi cincuenta años, de una ópera completa en el Caribe.
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