Miércoles, 15 de enero de 2014 | Hoy
MUSICA › FINALIZó EL VIII FESTIVAL DE MúSICA DE CARTAGENA
La notable dirección de Rinaldo Alessandrini y el destacado papel de los intérpretes y la Filarmónica Joven le dieron especial brillo a la puesta semimontada de la ópera de Rossini. El festival fue mucho más que una sucesión de buenos conciertos.
Por Diego Fischerman
Desde Cartagena de Indias
Podría tratarse sólo de una ópera cómica. Y no estaría mal. Podría no ser otra cosa que una obra con complejísimos pasajes de conjunto y paralizantes exhibiciones virtuosas para los cantantes; podría ser una lección de orquestación y de vibrante sentido teatral. Sin embargo, La Cenerentola, estrenada por Gioacchino Rossini en 1817, es mucho más que eso. En el libreto de Jacopo Ferretti no hay un hada madrina sino un sabio, consejero del príncipe. Y de lo que se trata es del gran tema de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. La relación entre la nobleza y la nueva clase social que accede al dinero, pero jamás a la cuna. Eventualmente, el ascenso de Cenicienta se debe, clásicamente, a su belleza, pero, sobre todo, a su bondad y desinterés. Algo para premiar en un mundo donde los advenedizos no quieren otra cosa que arrebatar privilegios a la nobleza.
Se trata, aparentemente, de una ópera sencilla. Y posiblemente haya pocas con su nivel de ambigüedad y, en particular, con tal grado de dependencia de la excelencia de la interpretación. Nada funciona si todo no es allí fluido, si cada sonido no lleva con naturalidad al siguiente y si el ritmo decae por causa de las demandas técnicas. Y la versión que se presentó en el VIII Festival de Música de Cartagena no podría haber sido mejor. Con una puesta semimontada, presentada con sencillez pero con justeza por Jacopo Sirei, la ópera brilló, tanto en las dos funciones que se llevaron a cabo en el Teatro Adolfo Mejía como en los fragmentos que se ofrecieron, ante una multitud, en un concierto popular en la Plaza San Pedro. Hablar de protagonistas, en ese sentido, resulta insuficiente. Porque lo más notorio, más allá del excelente nivel de cantantes e instrumentistas y de la segura conducción de Rinaldo Alessandrini, de lo que se trató fue de un fenomenal trabajo en conjunto. Daniela Pini, con algo de Audrey Hepburn en su aspecto, construyó una Cenicienta inevitablemente cercana a la Sabrina de Billy Wilder. Los dos papeles más disparatados –y por momentos patéticos–, el mayordomo del príncipe y el padrastro de la heroína, interpretados respectivamente por Roberto De Candia y Luciano Di Pasquale, estuvieron a la altura de las demandas, y el tenor mexicano Javier Camarena impresionó con un timbre homogéneo, un fraseo sumamente expresivo y buenos agudos.
Uno de los datos llamativos fue el nivel alcanzado por la Filarmónica Joven, integrada por instrumentistas de entre 16 y 24 años. Y mostró sintonía, además, con toda la actividad de talleres para músicos, organizada por el festival con lo presentado en otro de los conciertos. Con el nombre aglutinador de Jóvenes Talentos, allí estuvieron el pianista Julián Pernett Castilla (de 20 años), la soprano Julieth Alejandra Lozano Rolong, el cornista John Kevin López Morales y la cellista Ana Isabel Zorro. Con una importante trayectoria en orquestas estadounidenses, peruanas y brasileñas, además de colombianas, es, a los 24 años, un nombre a tener en cuenta. Entre los grandes artistas presentes en el último tramo del festival se destacó el Cuarteto Borodin, que interpretó de manera memorable el Cuarteto Nº 1 de Shostakovich.
No obstante, si hubiera que encontrar un solo hecho que caracterice a este festival no sería la calidad de las actuaciones, que las tiene, sino un original concepto de integración entre músicas artísticas que dialogan con muy diferentes tradiciones y, lejos del último lugar en importancia, la manera en que lo que allí sucede se conecta con la comunidad. Plazas e iglesias, en los barrios más alejados del glamoroso centro histórico de la ciudad, transmisiones televisivas como la de La Cenerentola, que se difundió en directo hasta un concierto en Palenque, una especie de enclave africano en Colombia –donde vive la mayoría de la población negra que presta servicios en la ciudad–, hacen que, en todo caso, el festival no se agote en una mera sucesión de buenos conciertos sino que se trate de una realidad palpable –y transformadora– para toda la ciudad.
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