Jueves, 20 de febrero de 2014 | Hoy
MUSICA › EL FESTIVAL DE LA CHAYA, EN LA RIOJA, ATRAVESADO POR EL CARNAVAL Y LA LLUVIA
Las cinco noches programadas originalmente en la celebración riojana se redujeron a tres debido al mal tiempo. Pero alcanzaron para tomar dimensión de esta fiesta que no se limita sólo al autódromo municipal, sino que vive también en las calles y en las peñas.
Por Cristian Vitale
Mal augurio. Cuando el popular Embraer –de la nacional Austral– pega la curva en Catamarca con destino hacia La Rioja, se mete en una cueva de nubes gris profundo que parece no tener fin. Vuela un rato, tiembla y finalmente da con la tierra. Llueve en La Rioja. Diluvia, y diluviará, durante los cinco días que se habían dispuesto para el Festival de la Chaya. “Esto es inaudito”, repite tres veces un lugareño al que no le cuadra el cielo. “Parece que Dios se ha decidido a chayar”, se consuela él, Facundo, como única explicación ante un aguacero que dio el fin de semana lo que marca el promedio anual: 102 mm de agua en la seca región del Tigre de los Llanos. Y sus efectos: miles de evacuados, calles inundadas, pujllays empapados en todos los rincones de la ciudad y cero sol riojano... insólito. En tal contexto, entonces, las cinco noches destinadas al festival en el autódromo de la ciudad se resumieron en tres: una (el sábado), a lleno y grilla completa, otra que, con mucha menos gente, tuvo que suspenderse antes de las dos de la mañana del lunes, y la del martes, con el grupo cuartetero Trulalá, mientras que anoche se completaban parcialmente las fechas postergadas durante el fin de semana.
Suficiente –aunque escaso, claro– para chequear en perspectiva lo que la fiesta propone en global: un mix de artistas nacionales y locales ensamblados bajo un mismo fin: ponerle una música a lo principal: chayar. O sea, rociar al otro, mojarse, tirarse kilos de harina, litros de agua y ramos de albahaca, provocar el topamiento, sentirse un igual en la multitud. Focalizar, al cabo, en esas miles y miles de personas que atraviesan el año esperando el Carnaval. Así lo entienden todos: los organizadores que, pese a la poco feliz decisión logística de dividir platea y rancho (popular) con dos hileras de alambrado de cancha, facilitan el resto del contexto para aguantar una fiesta total; las cámaras de la TV Pública, que vuelven una y otra vez sobre los rostros empapados; y los músicos, los que pudieron estar: el Chaqueño Palavecino, que no se corre un segundo del repertorio festivalero; los entrañables Manseros Santiagueños, con sus chacareras soldadas a la tierra –¡aguante “Monte Quemado!–; la Bruja Salguero, cuya whipala colgada en su caja chayera anuncia región e integración; o el Dúo Coplanacu, que trata de trocar barro por polvo con “El 180”. Y casi lo logra.
Pero la multitudinaria fiesta en el autódromo, que muchos sentencian como “la Chaya comercial”, no es todo lo que ocurre durante el descontrolado carnaval en las tierras del noble Chacho Peñaloza. Implica, más bien, una puerta de entrada “for export” a una historia regional que se manifiesta más nítida, genuina y creíble en otras instancias. En las raíces culturales, por caso, que expresa en su chaya casera el poeta, escritor y músico Pancho Cabral –que ni siquiera coincide con los días de la fiesta central– o en la de la Finca de la Estrella, que sí coincide en los días, pero no en su impronta. Allí, en medio de un paraje rural que un par de gotas más hubiese tornado inaccesible, el paisaje humano, estético y geográfico es otro. Se toma vino blanco con hojas de albahaca; hay cabras, chanchos, caballos, y niños tirándose harina en el patio; priman el poncho, las cajas y las bombachas; y el que pone la casa (el poeta Héctor Gatica) se presenta también como un productor que planta melones en julio y en noviembre vende la cosecha directo al Mercado Central. “Ahí está el que los compra”, señala el anfitrión, con el índice en dirección al puestero-amigo, totalmente imbuido en la ceremonia.
En el patio de la estrella –el sector de canto y baile– priman coplas y vidalas. Cuando se toca, se toca, y cuando no, el musicalizador sorprende con la imponente versión de “El seclanteño”, por Pedro Aznar y Suna Rocha, o algunos temas emblemáticos de la región, como “Coplas del Valle”, de Ramón Navarro. También se va a la raíz cuando un cuarteto de caja chayera (Cabral incluido) acompaña al anfitrión para izar cuatro banderas como rito inicial: la Argentina, la de la Chaya, la de La Rioja, y la de San Lorenzo. “Este año decidí darme el gusto”, ríe él, sobre el trapo azulgrana, mientras sus amigos –poetas, decidores y musiqueros– siguen bebiendo, cantando, bailando y comiendo, hasta otro crepúsculo que asoma sin sol. Hasta el momento en que, bajo las moradas nubes nocturnas, activa “La Chayera”, especie de “peña” que organiza el Pica Juárez, otro referente cultural de los llanos, en el boliche bailable Milenium. Y que, dado el temporal, resulta un éxito.
En la primera noche –suspendida la fiesta central– sube Peteco Carabajal, uno de los números truncos del autódromo. El sonido es caótico –a pocos le importa–, un rolinga riojano se ocupa de que ninguna mujer quede sin su ración de harina en el pelo y el vate santiagueño, por lo que puede escucharse, pendula entre la introspección y el agite. Sobrevienen el violinista Néstor Garnica; Emiliano Zerbini, que se manda con una potente y necesaria versión de “No se toca”, y el alba –también sin sol– se ocupa de calmar a los más exaltados. De recuperar las energías para una fiesta casi interminable que sigue en el Camión de Germán; en Milenium, otra noche, con Bruno Arias en escena; o en la multitudinaria que regala el lunes el ídolo de la región (Sergio Galleguillo) en el Estadio del Centro, enclavado en uno de los barrios populares de la ciudad. Que provoca, entre quince mil personas, una foto digna de reproducir en serie: las “pirañitas” –cinco nenes de no más de diez años– toman a una chica de quince y la arrojan de lleno a uno de los charcos del lugar. Ella sale, se sacude y ríe, impregnada en barro, como una auténtica reina de Carnaval... chayada por Dios.
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