Martes, 27 de mayo de 2014 | Hoy
MUSICA › OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
¿Qué significa hablar de la “consagración” de un artista? Un artista se consagra a través de su obra: una buena canción, un buen disco, ya son formas en las que lo que un tipo hace cobra sentido, lo consagra como creador. Después está lo otro, lo que tiene que ver con cifras: cuando esa obra atrae a una equis cantidad de personas, y a la consagración artística se le agrega el justo baño popular.
Este fin de semana, Jorge Drexler vivió su segunda consagración.
El uruguayo ya era un artista popular en la Argentina, con historia y con afecto. Pero dos Luna Park repletos, de pie, entregados a la ovación, implican un nuevo momento en la relación. Drexler convirtió a ese estadio con tanta historia en una cueva gigantesca donde todos bailaron, y su propia garganta terminó anudándose el domingo por la noche, cuando el final de “Me haces bien” le dio una postal inolvidable. “Esto es hermoso, estoy enormemente agradecido por lo que me da este país”, dijo sobre el escenario y después del show, cuando en el backstage ni siquiera el cansancio de dos horas y media de show le borraba el brillo de los ojos.
Segunda consagración, claro, porque Jorge Drexler tiene ya una obra que no necesita la confirmación de los números. Y a discos maravillosos y maravillantes como Frontera, Eco, 12 segundos de oscuridad y Amar la trama vino a agregar Bailar en la cueva, y entonces ver a toda esa gente en el Bajo es la satisfacción de comprobar que a veces la popularidad no es exclusividad de los productos de escritorio y estudio televisivo, o el premio al estribillo más idiota. Que a veces –a menudo– hace justicia con artistas que mueven los hilos del alma. En dos noches mágicas, Drexler y su banda (otra vez, un combinado de músicos exquisitos) propiciaron momentos de euforia y pasajes de magia suspendida en el aire, baile enérgico o danza cheek-to-cheek al pie del escenario, a caballo de “La luna de espejos”, bella canción del primerísimo casete La luz que sabe robar. Probablemente Drexler enrojezca si se lo dice, pero hay algo en él de Caetano Veloso, el ilustre invitado de “Bolivia”: algo en el aterciopelado tono de voz, pero sobre todo en su poder chamánico, en el modo en que hace de la música una campana que aísla el mundo y lleva al participante (uno nunca es mero “oyente” de esas canciones: uno viaja en ellas) a territorios que mejoran la vida.
El era feliz con un Luna, y Buenos Aires quiso dos. Y todo es mejor con semejante recuerdo, pero al cabo nada ha cambiado: Jorge Drexler ya estaba consagrado de antes en cada una de sus canciones. Y en la filosofía, el encanto y el disfrute de amar la trama más que el desenlace.
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