Vie 13.06.2014
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MUSICA › REQUIEM, OPERA DE OSCAR STRASNOY, EN EL TEATRO COLON

La lengua exiliada del sur profundo

Con libreto de Matthew Jocelyn basado en Faulkner, la obra habla del sur estadounidense, pero –acaso por la distancia– se intuye un universo profundamente argentino. Réquiem afronta con fortuna el desafío del “gran espectáculo” que la ópera como género presupone.

› Por Diego Fischerman

David Viñas decía que la literatura argentina estaba signada por los exilios. Por la distancia. Y Ricardo Piglia situaba el origen en un libro, Facundo, escrito en Chile y encabezado por una cita en francés. Podría pensarse en el ostensible anacronismo de Borges, en el porteño fantasioso de Bioy o en el de Cortázar, permanentemente anclado en los ’50, como lenguas inventadas. Siempre un poco desplazadas del tiempo y el espacio reales. La ópera es, en sí, un género de la distancia. Espacios y escenarios gigantescos; el público a decenas de metros. Una inevitable tensión con lo real y el realismo –al fin y al cabo: ¿quién se pondría a cantar en el momento de morir?–. Pero, también, una distancia de la lengua. Las primeras óperas argentinas, incluyendo la patriótica Aurora, cantadas en italiano. Y, lejos del último lugar en importancia, la dicción enrarecida de los cantantes líricos y su improbable secuela en la pronunciación gardeliana.

El estreno de Réquiem se convirtió en un hecho cultural de magnitud.

En la que fue la gran ópera argentina de finales del siglo XX, La ciudad ausente, compuesta por Gerardo Gandini con texto de Piglia, la teoría del escritor encarnaba en un idioma propio, un poco a lo Bioy, pero, sobre todo, en una Buenos Aires arltiana, extrañada, inasible, algo terrorífica. En la que se revela como la gran ópera argentina de los comienzos del siglo XXI, Réquiem, de Oscar Strasnoy con libreto de Matthew Jocelyn basado en Faulkner, se habla del sur profundo de los Estados Unidos. De un territorio de profundas desigualdades. Se habla –se canta– en inglés. Y no cuesta pensar en otro sur y en otras iniquidades más cercanas. Es el mundo de la fe, tan faulkneriano. Y el de las diferencias entre negros y blancos. Pero es, también, un universo –como el de Borges– profundamente argentino precisamente por su distancia. Por su lengua exiliada.

Strasnoy, un argentino radicado en Alemania, después de haber residido en Francia, y con una carrera internacional consolidada, es también, a su manera, un exiliado. No sólo de su país natal, de donde se fue a los 18 años, sino de las estéticas más cerradas y de una cierta idea –muy convencional– del anticonvencionalismo. Y es que Réquiem es una composición que asume las convenciones, que las entiende como una cuestión de estilo y que decide, conscientemente –como lo había hecho La ciudad ausente–, ser una ópera en sentido literal. Es, de hecho, con su perfecto manejo de la voz –y de un cierto registro de movimientos vocales que funciona como mapa y como fuente de unidad– y con una orquestación exquisita y experta, una obra que fluye con naturalidad en el escenario y que afronta con fortuna el desafío del “gran espectáculo” que la ópera como género presupone.

Réquiem se plantea la cuestión de la teatralidad –y de la teatralidad de lo sonoro– con solidez apabullante y con extremo pudor. El drama –contenido, velado hasta el límite de lo posible– es de una potencia descomunal. Y lo es, sobre todo, por lo que la música comenta acerca del texto. Como en la canción popular, el sentido de la letra acaba siendo el que es sólo gracias a la música. También en este caso se trata de distancias, o de puntos de vista que extrañan los objetos –el blues, el timbre de la armónica, el gospel, imbricado con el texto latino del Réquiem–. Nada hay de pintoresquista ni de cita vacía. Y si en Cachafaz todo era bestial, en el mejor sentido –así lo pedía el texto y hasta el subtítulo: “tragedia bárbara”–, en esta ópera el paisaje tiene, más bien, el tono fantasmagórico de las fotos de Richard Misrach.

La interpretación de los protagonistas –notables Jennifer Holloway y Siphiwe McKenzie, tanto en lo vocal como en lo actoral–, de una orquesta concentrada y rica en planos y matices, de un formidable trabajo del joven director argentino Christian Baldini y de un Coro Estable seguro y expresivo –en el que se destacaron, además, las participaciones solistas– fueron parte insoslayable del nivel de excelencia alcanzado en el estreno. La puesta de Jocelyn, tan medida como plena de sentido teatral, junto a la excelente –y fantásticamente funcional– escenografía de Anick La Bissonière y Eric Oliver Lacroix, la precisa iluminación de Enrique Bordolini y el perfecto (casi filológico) vestuario de Aníbal Lápiz, completaron, en todo caso, un hecho cultural de magnitud. En parte por el propio relato que tiene lugar en el escenario. Y en parte por un relato más amplio, el de la propia historia del Colón, que con este encargo retoma con acierto una de sus funciones fundamentales como teatro estatal.

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