Viernes, 12 de septiembre de 2014 | Hoy
MUSICA › CHANGO SPASIUK MOSTRARA TIERRA COLORADA EN EL COLISEO
El acordeonista de Apóstoles grabó el CD y DVD en vivo en el ciclo Intérpretes Argentinos del Colón y lo presentará el 3 de octubre. “Sentí que la gente también lo vivió como un día de celebración, de una música fresca y esperanzadora”, afirma.
Por Cristian Vitale
No hay fronteras entre la música popular y la académica. O si las hay, sería a un nivel “menor” –fácil de sobrevolar– que el Chango Spasiuk se encargará de revelar en pasajes puntuales de esta entrevista con Página/12. A un nivel que, claro, no alcanza a rayarle ni un surco al maravilloso Tierra colorada que el rubio de pelos largos nacido hace 45 años en Misiones imaginó, engendró y concretó hace casi un año en el Teatro Colón. Y que eternizó, en un impecable disco en vivo –el primero en su largo trayecto– con una pequeña ayudita de sus amigos: el violín concertino de Rafael Gintoli, la orquesta de cámara Estación Buenos Aires, el arreglador Popi Spatocco y un sexteto de batalla, inspiradísimo por cierto, que pinta músicas en la misma aldea que el esteta de Apóstoles. “Antes de que llegara la invitación del Colón, mi música ya estaba sonando así. No es que tuve que modificar un montón de cosas y entrar en un estrés total para poder adaptar mi música, y que ésta funcionara dentro de las características acústicas del teatro. Es como si mi música hubiera estado lista para sonar allí y de golpe llegó el mail”, se ríe Spasiuk, en el cuarto delantero de su casa de Villa Urquiza, ante el estreno en vivo del CD+DVD, el viernes 3 de octubre en el Teatro Coliseo (Marcelo T. de Alvear 1125). “Van a estar todos, ¿eh?”, promete el acordeonista.
–Dato no menor, si se piensa a la música como el arte de combinar los horarios.
–(Risas.) Las cosas se vienen dando así, por suerte. Por un lado, Tarefero de mis pagos y Pynandi son dos discos camarísticos. Por otro, me fui juntando con gente de esas características: con Gintoli habíamos hecho un par de conciertos, e incluso le habíamos pedido a Spatocco que arregle la “Suite del Nordeste”, que terminó siendo una de las piezas principales de Tierra colorada, y en ese momento llegó el mail firmado por el director del teatro para invitarnos a formar parte del ciclo Intérpretes Argentinos. Dije “¡Qué hermoso!”, pero no desde un lugar de falsa humildad, sino pensando que “no está mal que llegue una invitación así, justo en este momento”. Distinto hubiese sido diez años atrás, porque no tendría nada que ver, pero en este momento tan camarístico, con tanta cuerda en mis músicas, sí. Y lo primero que dejé en claro fue la intención de hacer un registro en vivo del concierto.
–Primero en tal condición, tras casi treinta años de músicas y ocho discos en estudio...
–No tengo otro, así es. Uno siempre piensa en cuál sería el momento ideal para grabar un disco en vivo, y ese momento llegó.
–Habló sobre un marco calmo, sin nervios, antes y durante el concierto en el Colón. ¿Fue totalmente así?
–Bueno, hubo algo de estrés en el marco técnico, pero no en el musical. A diferencia de un disco en estudio, que te permite repetir versiones ante cualquier problema, acá no tenés chance. El estrés pasó por ahí, digamos. Pero por suerte no hubo función la noche anterior y pudimos trabajar el sonido de todos los instrumentos, y tener no sólo la toma de audio de teatro ambientada, sino la de cada uno de los instrumentos, para lograr mayor cantidad de herramientas en la posproducción. Al nivel musical, como la música venía madura y aceitada, dije “quiero hacer lo del sexteto y lo de la orquesta”, como dos rostros de una misma música. Son como dos rostros legítimos de mi manera de entender el chamamé y la música folklórica de mi tierra: Tránsito Cocomarola, las polcas rurales, el chamamé crudo y hasta una versión del “Libertango” de Astor...
–Siempre Piazzolla...
–Astor es todo un símbolo para los que somos compositores. Un símbolo de búsqueda y de disciplina. De constancia en el oficio de la música. El simboliza el desarrollo de un lenguaje, de una cosa revolucionaria que se para sobre la tradición. No soy músico de tango, pero admiro esos rasgos en un compositor como Piazzolla.
–¿Qué representaba el Colón para usted, subjetiva o simbólicamente, antes de tocar allí?
–Siempre he escuchado muchas cosas acerca del Colón: que es el teatro de la música culta, que si el teatro legitima una música folklórica o no, en fin, todas esas preguntas... pero pienso que el chamamé no es legitimado porque se toque en el Colón. El chamamé es el chamamé, aunque hay algo en el ámbito del Colón que no hay dentro del ámbito de la música popular, y es el tratamiento del sonido. Bien o mal, la música que se toca en un teatro como el Colón ha respetado más la calidad y la pureza del sonido de los instrumentos: el violín como violín, el piano como piano, el no proceso y manoseo de sus sonidos... Las ideas expresándose de una manera muy limpia, sin amplificación.
–¿Piensa que en los ámbitos de la música popular no se respeta eso, entonces?
–Digo que se ha perdido la capacidad del manejo de ciertas herramientas. La tecnología y los instrumentos enchufados han hecho que la música popular priorice el contenido en desmedro del sonido. De golpe, escuchás propuestas hermosas, pero muy descuidados en el audio. No hay un esfuerzo de buscar un sonido acústico y entonces, cuando vas a un teatro como el Colón, sentís que todo gira alrededor del respeto por el sonido. Acá hay que sacarse el sombrero. Me parece que lo popular tiene mucho que aprender del mundo camarístico respecto del tratamiento del sonido, porque a veces vas a tocar a algunos lugares en los que hay una infraestructura económica enorme puesta en la iluminación, pero nadie pone una lona para tapar el viento y evitar un mal audio. A ver, la imagen no puede ser más importante que el audio; es al revés: el audio debe ser lo más hi-fi posible, el sonido es algo vital.
–No es casualidad que su sonidista sea Amílcar Gilabert.
–El viejo, sí, un fenómeno (risas). Por otro lado, en la música popular hay una frescura, una espontaneidad y una conexión con las fuentes que es inevitable reconocer. Al cabo, trato de aprender de todos los lenguajes posibles. Y en esto juega mucho lo simbólico, porque hay algo de ese orden que no puedo negar. No he podido dejar de pensar en Cocomarola, no he podido dejar de pensar en esos compositores de chamamé y en la discriminación que han tenido que sufrir por parte del medio. Cuando me senté a tocar en el Colón, tuve presente eso porque, más allá de todo lo que he hecho en los últimos veinte años, no dejo de ser un músico de chamamé. Cuando toqué Cocomarola en el Colón, sentí que era algo para celebrar.
–¿Lo notó también en el público? ¿Hubo reciprocidad en ese sentido o sólo respeto?
–Mucha reciprocidad. Sentí que la gente también lo vivió como un día de celebración, de una música fresca y esperanzadora.
Spasiuk dividió el concierto en tres fragmentos. El primero, junto a su sexteto (Víctor Renaudeau, en violín; Marcos Villalba, en guitarra, percusión y voz; Heleen De Jong, en violoncello; Diego Adolfo, en voz y guitarra; Alfredo Bogarín, en guitarra, y Juan Pablo Navarro, en contrabajo), en el que regaló una ajustada y maravillosa síntesis de la música del litoral, a bordo de piezas de alto vuelo introspectivo (“Tristeza” o “El camino”), y también festivas, como el caso de la inédita “Vera”, dedicada a su hija, o “La Ponzoña”. El segundo, dado por la “Suite del Nordeste”, junto a Gintoli, Spatocco y el Ensamble Estación Buenos Aires, que refrendó con creces la belleza de “Chamamé crudo”, la tradición en “Mejillas coloradas” y la inspiración sinfónica de los cuatro movimientos que pueblan la suite. Y un tercero basado en dos bonus: “Kilómetro 11”, el clásico de Mario del Tránsito Cocomarola, y “Libertango”, de Astor Piazzolla.
“Ultimamente siento que tengo bastante claro cuáles son los condimentos de mi música –afirma Spasiuk–. Hay cuatro o cinco elementos que son una constante: la tradición, por eso Cocomarola y Abitbol; mis padres y mis abuelos inmigrantes, por eso las polcas simples y directas, o la sofisticación y las texturas propias de la música de cámara. Entonces, cuando pienso en un concierto, pienso en la posibilidad de pasar por todos esos estados... Digamos que los repertorios se arman casi por decantación. En este caso, tomé lo mejor de mis discos: ‘La ponzoña’, ‘Tierra colorada’, ‘Mi pueblo, mi casa, la soledad’ y estrené temas como ‘Vera’, que es una polca a mi hija, o ‘Gratitud’, cuyo disparador fue un concierto que vi de Saluzzi con la sinfónica en el Auditorio de Belgrano y que torné en un adagio para trío.”
–Un agradecimiento a Saluzzi en Si Menor.
–Un agradecimiento por poder hacer lo que estoy haciendo, porque a veces uno pierde el foco, ¿no? Todos los días amanecés y al mediodía ya estás con un nivel de toxinas que te saca de un lugar, y entonces te olvidás de agradecer. Pero caminás, respirás, late tu corazón, podés hablar, podés pensar y expresar ideas, y te olvidás de que todo eso es un regalo. Podés construir un sonido y escucharlo después... ¡Cómo no vas a agradecer!
–“Libertango”, en una versión muy rápida, y “Acento misionero” también debutaron grabadas por usted.
–“Libertango” surgió en una prueba de sonido en Rosario, porque Juan Pablo Navarro es un hombre que viene del tango y conoce muy bien el género. Siempre estábamos hinchando un poco con eso y de golpe se armó. Dijimos “¡Qué buen groove!”, y lo hicimos en vivo. En su momento, quedó como un bis, después pasó a repertorio, hasta que finalmente lo grabamos.
–Piazzolla es claramente un vector para sus músicas; el otro, inevitable, es Cocomarola. ¿Quién sería el tercero “en discordia”?
–(Risas.) Cocomarola, junto a Blas Martínez Riera, son el chamamé para mí; Astor, otra gran influencia por lo que dije; y también Yupanqui. Me gusta su pensamiento, el del hombre que hace su trabajo, desarrolla su oficio, pero nunca deja de pensar en lo argentino, en el hombre, en las grandes preguntas. Y se nota que pensando mucho, porque para llegar a su simpleza hay que saber, hay que comprender. Me gusta eso, y me gusta Beethoven, mucho, es una maravilla escucharlo, un tsunami, una cosa de otro planeta.
–Se intuye que algo de esa estructura a nivel conceptual juega fuerte en su arte, le organiza su música, en cierto sentido.
–Sí, en otra escala, sí. Me conmueve Beethoven y, en medio de eso, la cotidianidad, el quilombo de la vida: la radio, los discos de vinilo, Wynton Marsalis y Eric Clapton... ¡Qué maravilloso ese disco que grabaron los dos! (Play the blues.) Cuando lo escuché, fue otro gran disparador para mí.
–¿Cómo se lleva con el rock?
–Creo que, en algún lugar, el rock tiene contacto con el chamamé.
–¿En qué lugar, puntualmente?
–La primera sensación que tengo de los chicos que tocan rock es que van del desorden al orden. Lo que importa es el volumen y el groove, aunque se toque mal o se de-safine. Se arranca por ahí y se termina por definir un lenguaje, un estilo, un tema, a la inversa de muchos otros géneros que ocurren al revés. Pero hay algo de ese desorden, de ese entusiasmo desbordado que también existe en el chamamé. Cuando escuchaba a Los Reyes del Chamamé, por ejemplo, escuchaba dos acordeones, tres guitarras y un contrabajo que de golpe creaban un groove salvaje y bello, con un gran margen de improvisación en el medio. De alguna manera, el power trío de rock and roll tiene mucho que ver con esas maneras chamameceras.
–Lo más cerca que estuvo usted del rock sería Chamamé Crudo, entonces.
–Sí, es un disco con batería y bajo de cinco cuerdas, y que casi parte de un power trío. Está tocado con instrumentos que buscan volumen y presión sonora, pero no siento que esté yendo a buscar al rock and roll algo que me falte, sino que veo que en ese género hay un disfrute del sonido y de la libertad, que me han permitido flexibilizarme y entrar en mundos como el de la Mississippi, Divididos, Mimi Maura o Cienfuegos. Entré, porque creo que he sintonizado con ellos. Disfruto del rock y sé que no se sale ileso de él, aunque no esté en la superficie de lo que hago. Mi rock and roll, digamos, es la tierra colorada.
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