Martes, 23 de diciembre de 2014 | Hoy
MUSICA › A LOS 70 AñOS, MURIó AYER EL CANTANTE JOE COCKER
Un cáncer de pulmón se llevó a este aguerrido cantante inglés que en 1969 causó asombro con su interpretación visceral de “With a Little Help from My Friends” en Woodstock. Tras un declive en su popularidad, volvió a la cima en los ’80, gracias a “You Can Leave Your Hat on”.
Por Cristian Vitale
Si se mira hacia atrás –y rápido– en su larga vida musical, aparecen dos hechos clave. Inesquivables. Contundentes. Sellados a fuego en el imaginario colectivo de una, dos, varias generaciones, que se sorprendieron ayer con la muerte de Joe Cocker, a los 70 años, de un fulminante cáncer de pulmón en su morada de Crawford, Colorado. El primero, primal, su interpretación ríspida, transpirada, visceral de “With a Little Help from My Friends” en el verdadero festival de Woodstock (el de 1969, claro) rodeado por ácidos hippies que, en su mayoría, no lo conocían. Fue el undécimo tema de una lista que ya se había cargado, entre varios otros, a “Do I Still Figure in Your Life”, “Feelin’ Alright”, “Just Like a Woman”, “Let’s Go Get Stoned” y “I Don’t Need a Doctor”, y que dejaba atrás el mediodía de aquel domingo de agosto. Joe Cocker parecía dejar vida y cuerpo en esa gema de Lennon-McCartney. Camisola violácea, transpirada. Voz ronca, machaza. Y delirio debajo. Mucho. Lo dionisíaco a punto de alcanzar su cenit y un devenir que imitó su voz: la tormenta que suspendió el festival durante algunas horas. Después llegarían varios: Country Joe and the Fish, los veloces Ten Years After, The Band, un joven Johnny Winter, y los locos calmos de Crosby, Still & Nash (luego Young) con un set acústico y otro eléctrico. Todos ellos testigos, tal vez, de la primera consagración de Joe Cocker.
La segunda tardaría en llegar. Más cercana, y tal vez menos primal, ocurrió cuando esa misma voz, mejorada por la acción del tiempo –como vino añejo–, fue factor necesario de un hecho que recalentó a medio planeta, y no por cuestiones de ozono: el strip de Kim Basinger y el demonio en los ojos de Mickey Rourke con “You Can Leave Your Hat on” (Randy Newman) de fondo en la película Nueve semanas y media. Esto de entrada. De mirada rápida. “Massmediática”. Pero, claro, no fue sólo ese Cocker el que murió ayer. Tampoco fue sólo el que la reina de Inglaterra galardonó hace siete años, para regodeo de quienes disfrutan de esas ceremonias. O el que ganó un Grammy por “Up Where We Belong”, durante el primer lustro de los ochenta. Fueron muchos más, claro. Por empezar –y cómo olvidarlo– su interpretación de “St James Infirmary”, en épocas de sueño terminado. Cierto, la historia de la música occidental registra versiones increíbles de ese aciago blues primigenio, que las fuentes serias no saben si atribuirle a Irving Mills o a nadie, pero que tomó formas, giros y fugas diversas en Janis Joplin, en Arlo Guthrie, en Hugh Laurie, o en los White Stripes. Pero sobre todo, en la imponente recreación de Cocker, que parecía agonizar en ese maldito hospital, mientras la cantaba entre capelinas, pelos largos y humos de marihuana.
También murió el que, nacido en el ‘44 del siglo pasado en Sheffield, Inglaterra, hizo las divisiones inferiores del rock cuando había que hacerlas. Cuando todo era –casi– nada en la que se convertiría –a velocidad meteorito– en la mayor revolución musical de tal siglo. El que se hacía llamar Vance Arnold en épocas de los Avengers, su primera bandita. El que asomó, tímido, casi cándido, en los Big Blues del primer lustro de los sesenta. Y luego se envalentonó cuando sus amigos le alabaron sus versiones beatles en tiempos de “I’ll Cry Instead”, canción propia que también tocó en Woodstock, como “Delta lady”, la maravillosa “Let’s Go Get Stoned” o “Some Things Goin’ on”. El que se calentó con “Cry Me a River”, vieja canción de Arthur Hamilton, y ensombreció no sólo su primera versión conocida –la de Julie London (1955)– sino también –incluso– la de Ella Fitzgerald, pese a lo que marque la ortodoxia jazzera. Fue, aquella, la pieza principal de su primer disco solista en vivo (Mad Dogs and Englishmen, 1970). Y la confirmación ante el mundo rocker de que Cocker, ya atravesando el umbral de los 25, no era sólo un empedernido cazador de joyas a favor de su voz.
Era un crooner aguerrido, y con la suficiente estrella, el suficiente talante como para bancar un devenir intenso después de Woodstock. Después de ese parteaguas que no lo hundió en el anonimato –como sí pasó con la misma Melanie Safka, por caso, o con los poco recordados Sweetwater y Bert Sommer– Cocker recorrió con dignidad artística las décadas siguientes. Tal vez no haya quedado en un lugar tan cerca del cosmos como sí lo estuvieron Hendrix, Joplin o los formidables Grateful Dead, pero la vida musical le proporcionó un buen paso por este mundo. Así lo marcan –más que el Grammy, más que la condecoración de la reina, más que el “che, qué grosso este tipo”, que habitualmente aparece después de las muertes– su voz brillando en “The Letter”, gema de Wayne Thompson, clave durante la guerra de Vietnam y popularizada por The Box Tops. O en “She Came in through the Bathroom Window” que no alcanza el bello brillo de la original (la del Abbey Road beatle) pero tampoco le va muy en zaga.
Es cierto que Joe Cocker cayó en un pozo. Que en los primeros años de la década del setenta se sumergió en las garras de drogas de todas formas, olores y colores, y del alcohol, incluso. Es cierto, también, que tal estado provocó algún que otro hecho lúcido como el disco I Van Stand a Little Rain, de 1974, o el sorpresivo Jamaica Say You Will, publicado al año siguiente, pero más lo es que la vida le volvió a sonreír en los ochenta cuando, algo más calvo y avejentado, recobró status rocker ATP, a través de temas que se zamarrearon lindo por Occidente: “Unchain My Heart”, por caso. O “You Are So Beatiful”, tema de la dupla Billy Preston-Bruce Fisher, que Cocker lentificó y sacó del anonimato, apenas recuperado del reviente. La década del noventa, no tan infame por sus lares, lo tuvo como figura histórica en el Woodstock de 1994 –el Mudstock–, una especie de correlato a escala bussiness del original, que congregó medio millón de personas mediando agosto. Y que Cocker legitimó –al menos con su presencia– cuando le tocó abrir el escenario norte, un sábado al mediodía, antecediendo a Blind Melon y Cypress Hill.
Uno de sus últimos jirones, ciertamente agotado ya, no pudo ser otro que una rémora beatle. Fue uno de los partícipes necesarios de Across the Universe, musical basado en los genios de Liverpool, claro, y que cuenta la historia de Jude, un laburante que encuentra el amor en plena guerra de Vietnam, con la psicodelia como fondo y trasfondo. Joe Cocker no sólo se mandó con una pasable versión de “Come Together”, sino que hace las veces de proxeneta, vagabundo y hippie. No todo, pero algo de eso le había pasado en la vida. Y apenas le quedaba algún tiro del final. Fire It up, su último disco, por caso. O su visita a la Argentina.
Ya había tocado dos veces en este país: la primera había sido cuando muy pocos rockeros ingleses o estadounidenses lo hacían (1977), la otra, en 1992, y la última hace muy poco: en marzo del 2012, cuando lo que estaba en foco no era precisamente él, sino los nueve River de Roger Waters. “Es la primera vez que ustedes van a verme sobrio; dejé la bebida hace once años. Es muy cierto que a medida que uno envejece no puede mandar en escena la misma energía que en sus años jóvenes, pero yo aprendí muchísimo, crecí mucho en mi sobriedad. Me parece que hoy, en cierta forma, soy capaz de hacer un show mucho mejor que el que hice aquí hace veinte años”, dijo a Página/12, en la previa de aquel show en el que presentó su penúltimo disco: Hard Knocks. Cuando Gloria Guerrero, la entrevistadora, le preguntó por qué seguía haciendo shows, la respuesta tuvo una sola excusa: la gente. “En otros tiempos era simplemente salir al escenario... y vivías una noche brutal y te decías: ‘Es por esto que lo hago’, pero, ahora... no sé. Mientras la gente siga respondiendo, es por eso: mientras siga existiendo esa interacción con el público”, remató, y se fue.
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