Martes, 13 de enero de 2015 | Hoy
MUSICA › RAúL BARBOZA, TODOS LOS JUEVES EN EL CAFé VINILO
Radicado en Francia desde hace casi treinta años, el notable músico “guaraní porteño” está de visita para presentarse en el Festival del Chamamé y llevar a cabo un ciclo en la ciudad. Pero todo es relativo: “En realidad, vivo en los dos lugares”, dice.
Por Cristian Vitale
Suena “La tierra sin mal”, un clásico. En los momentos calmos de la versión, que Raúl Barboza adapta in situ para su trío argentino (Nardo González en guitarra y Roy Valenzuela en contrabajo), irrumpe una especie de “ruido del calor”. Una manifestación sonora del verano porteño, dicho de otra forma, que no tiene que ver con lo que pasa arriba del escenario, más bien debajo: el apurado sonido de la cerveza que cae dentro de los vasos, el de las copas que chocan con las botellas o el de los improvisados abanicos de las damas que pueblan el Café Vinilo. El crescendo posterior de la pieza –por suerte– torna ínfimo tal barullo ambiente, y el acordeonista transforma el calor en lenguaje musical. En belleza milenaria y guaraní, como si buscara los cuarenta grados promedio del litoral entre el cemento de la urbe. “Un instrumento es un traductor de emociones”, lanza, una vez conducido el tema. Y va por más: “El baile del duende”, “Luz de amanecer”, “Nazareno, el artesano” o dos valses que hacen crepitar a la platea: uno sincopado (“Que nadie sepa mi sufrir”) y otro con ponzoña: “Confidencias de nacre”. “El arte es comprender la sensibilidad de la gente para que la música sea realmente la expresión del alma”, dice el hombre, en otro cuarto intermedio del concierto.
El plan de Barboza es capear el feroz enero argentino entre algunos festivales –el de chamamé, por caso, donde tocará el lunes 19– y más fechas en el Café Vinilo (Gorriti 3780), todos los jueves del mes. “Viniendo al verano del Continente Sur me veo felizmente obligado a dejar el invierno, porque no soy hombre de los fríos. Hay animales que se sienten mejor con el frío y otros que no, que duermen... Y yo soy de los primeros... estoy acostumbrado a soportar con cierta tranquilidad temperaturas de 45, 50 grados”, desarrolla Barboza, ya más distendido, tras el primer concierto del año. Y recién llegado del frío parisiense. “La primera vez que fui a Francia hacía 15 grados bajo cero y yo no estaba acostumbrado a esa temperatura: se me secaron la laringe, la faringe y no podía respirar del dolor hasta que me acostumbré. En fin, estoy feliz de poder venir. Son catorce horas de viaje, hay que tener paciencia, pero vale la pena”, cuenta el acordeonista que, como buen animal de costumbre, se adecuó al clima hostil que le permitió desarrollar buena parte de su carrera, a 11.049 kilómetros de Buenos Aires.
El clima de París, claro. “En realidad, vivo en los dos lugares. Aquí tengo un pequeño departamento con mi mujer, y cumplo con mis obligaciones ciudadanas, y en Francia, porque se me dio documento como ciudadano extranjero. No puedo votar allí, pero sí ser atendido por cuestiones de salud y esas cosas. Ahora paso más tiempo allá, porque sacamos un disco (Chamamé Musset II)”, cuenta Barboza sobre el decimocuarto trabajo discográfico que publica en la ciudad de las luces. “Se llama musset porque viene de la cornamuse, que es una especie de gaita, un instrumento que tiene una vejiga que se infla por un lado, se aprieta con el brazo, y de ahí sale el sonido. Con ese instrumento se tocaba el vals musset, el vals parisiense que refleja una identidad francesa”, explica el guaraní porteño que, de 76 años que lleva viviendo, casi 30 los pasó en tierras europeas. “No me fui con la idea de quedarme, pero me terminé quedando. Aquí, en esa época (mediados de los ochenta), mi chamamé no se adaptaba a un criterio comercial o de moda, y por lo tanto no era requerido... se me cerraban muchas puertas por tocar lo que me gustaba y lo que hice fue manejar taxis y repartir caños de gas. Después me fui, cansado y cuando llegué a París alguien me ofreció trabajar en Le Trotuar de Buenos Aires, una casa que habían organizado Julio Cortázar y Susana Rinaldi.”
Excedería largamente la extensión de esta página contar qué pasó con Barboza en Francia. Una breve síntesis da que publicó catorce discos (Trop de routes, trop de trains, y La tierra sin mal, entre otros); que ganó varios premios (el Chevalier de l’Ordre des Arts et des Lettres, que otorga el Ministerio de Cultura y Educación francés, por caso), y que se hizo muy amigo de Astor Piazzolla, cuando éste era una eminencia por esos lares. “Cuando recién llegué le preguntaron si me conocía, y él respondió por carta, con elogios hacia mi musicalidad. ‘Yo sería incapaz de tocar un chamamé’, dijo Astor y eso me dio la pauta de que era un hombre pleno de sabiduría y conocimiento. La primera vez que toqué allí, él estaba en la platea y la emoción fue tremenda, claro. Después me dijo ‘no te va a ser fácil, te va a ser jodido, negro, pero metele para adelante’... fue la última vez que hablamos”, evoca Barboza, bajo el apriete constante de un cielo caldoso.
Fue Piazzolla entonces una de las puntas del iceberg que posicionó a Barboza en París, donde concibió “La tierra sin mal”. “Que es una creencia más que una leyenda, ¿no?”, aclara él. “Una creencia que deviene de la idea de creación del universo que tienen los guaraníes, que se divide en dos: una primera perfecta, sin mal, que los hombres transgredieron y recibieron como respuesta un diluvio que hizo desaparecer gran parte de la vida en el planeta, y una segunda donde ya estaba el mal. Por eso es que los guaraníes viajaron mucho buscando esa tierra sin mal. Yo escuché esa historia y se me ocurrió hacer una melodía que terminó recibiendo cuatro premios en Francia”, desarrolla el acordeonista, que también se abrió puertas para tocar en grandes festivales: el Alte Oper de Frankfurt, Alemania; el de Jazz de Montreal (Canadá), el de Montreaux (Suiza), o el Womad, que Peter Gabriel, su organizador, traerá a Chile en febrero próximo. “Yo toqué en el Womad porque Gabriel sabía de mí y quería que fuera a tocar, e incluso toqué después de él. Es un festival donde van importantes figuras, van miles de personas y donde tuve la oportunidad de ver y conocer personalmente a Cesária Evora”, evoca Barboza, que terminó grabando un disco con la cantante caboverdeana, en 1995. “En esos festivales me sucede a menudo que me dicen ‘¿qué clase de argentino es usted que no toca tango ni bandoneón, toca chamamé, y tiene los ojos achinados?’”, se ríe él, y remata con una sentencia acorde con sus genes: “Me enorgullece que me digan aborigen”.
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