MUSICA › LA FILARMONICA DE BOGOTA CERRO EL FESTIVAL DE MUSICA DE CARTAGENA
El encuentro que se realiza cada año en la bella ciudad colombiana cruza a músicos de música “culta” y popular.
› Por Diego Fischerman
Desde Cartagena
El hombre, que fue alguna vez una especie de ahijado artístico de Luigi Nono, saluda a la multitud que lo ovaciona en el Centro de Convenciones de Cartagena. Fue el cierre de un festival que, durante diez días, habitó la ciudad con las más diversas músicas y con el espejo lejano del Mediterráneo como idea rectora. La Filarmónica de Bogotá interpretó tres obras que refieren a su vez a otros cruces, a otras culturas. Tres composiciones de Leo Brouwer, quien condujo la orquesta con pasión por los matices y cuidado extremo en las relaciones internas entre las voces y, también, en las explosiones sonoras. Y si hubo alguna vez una música que puso en escena de manera ejemplar aquello de lo que Alejo Carpentier hablaba cuando escribía sobre el ángel de las maracas fueron esas composiciones atravesadas a la vez por el espíritu de modernidad de los ’60 y los ’70 y, a la vez, por la fuerza de lo afroamericano.
No hay culturas puras. Algunas no son conscientes de ello y pretenden una tersura tan irreal como imposible. Otras, como la caribeña, asumen esa impureza y construyen su identidad alrededor de ella. “Yo no hablaría de inspiración, una palabra tan difícil –reflexionaba Brouwer en un diálogo con Página/12– sino de motivación. Vivo en Cuba. Allí es donde descubrí La consagración de la primavera y, también, la guitarra que me apasionó. Me preguntan, a veces, cómo es que sigo viviendo allí. Y yo pregunto, a la vez, cómo podría no hacerlo. ¿Por qué, cuando se habla de un pueblo, hay que reducirlo a su gobierno? Los Estados Unidos no son Bush: son Mark Twain o Paul Auster. Y Cuba no son sus errores políticos, muchos de ellos innecesarios, sino el sentimiento de la gente. No defiendo los errores, pero sigo defendiendo la revolución. Nono decía, refiriéndose a las poéticas conservadoras que propiciaba la Unión Soviética, que no puede haber revolución política sin revolución estética. Lo mismo puede decirse a la inversa.” Sus tres obras orquestales presentadas en Cartagena refieren, más o menos explícitamente, a lo literario: Canciones remotas, surgida a partir de la lectura del poemario íntimo de un pintor cubano, Dagoberto Jaquinet; Las ciudades invisibles, que obviamente lee a Italo Calvino, y Canción de gesta, cuyo punto de referencia es Pablo Neruda. Dos de ellas, además, mencionan al canto en su título. “He escrito poco para la voz pero, sin embargo, la canción y la danza están en toda mi música”, reflexiona Brouwer.
Hubo dudas, cuentan los organizadores, acerca de si ese concierto era o no el más adecuado para clausurar el festival. Y es que esa noche final estaba programada en el Auditorio Getsemani del Centro de Convenciones, una magnífica sala con 1500 localidades disponibles. El hecho de que allí no quedara un milímetro libre y que los presentes aplaudieran de pie a Brouwer durante largos minutos sirvió para dejar las vacilaciones en el olvido. Una música llena de brillos y reflejos, que se despliega sin cesar en direcciones múltiples, sirvió como ninguna para escenificar ese mar reflejado en otro mar bajo cuya advocación tuvo lugar este encuentro. Un día antes, en el mismo auditorio, había actuado el notable guitarrista flamenco Vicente Amigo, junto a su cuarteto y la Filarmónica Juvenil de Bogotá, en una obra ambiciosa de Amigo, orquestada también por Brouwer. Allí el maestro cubano, más cerca de sus trabajos para el cine, se limitó a colorear aquello que el guitarrista creó. Todo resultó inimputable pero, paradójicamente –o no–, los mejores momentos, y los más potentes, fueron los pocos en que el cuarteto quedó solo: palmas, guitarras, un cantaor y cajón con esa rugosidad que la orquesta tendía a aterciopelar en demasía y sin la cual el flamenco se convierte en su cáscara vacía.
Esa velada había comenzado con la actuación del excelente arpista mexicano Angel Padilla, quien interpretó transcripciones de piezas para piano de Enrique Granados, y en la noche final también hubo una primera parte hasta cierto punto contrastante, con la presentación de la obra Spasimo, de Giovanni Sollima, escrita para la reapertura de una iglesia inconclusa, en Palermo, refaccionada por presos y convertida en centro cultural. Compuesta para violoncello, trío de cuerdas, piano eléctrico y percusión, fue interpretada con altura por Mario Brunello e integrantes de la Orquesta Mahler. Pero el festival no hubiera sido el mismo, tampoco, sin los talleres musicales en los barrios, sin la escuela de lutería que patrocina desde hace años y sin los conciertos como el que presentó a varios jóvenes músicos colombianos en la capilla de un antiguo monasterio, convertido actualmente en el Hotel Santa Clara, o el que, en la penúltima noche, agrupó en la plaza San Pedro a Brunello (que interpretó composiciones para cello solo de Judith Weir y de Gavin Bryars), al quinteto de Kudsi Ergüner, un virtuoso del ney (una flauta tradicional de caña) y experto en música sufi, y a la Filarmónica de Bogotá, conducida por Leonardo Marulanda. Música sin murallas en la más bella ciudad amurallada.
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