Lun 19.01.2015
espectaculos

MUSICA › NOTABLE RECITAL DE DINO SALUZZI EN CAFE VINILO

Un pasado que siempre está por suceder

Al frente de su Quinteto, con fuerte representación “familiar”, el bandoneonista y compositor salteño ofreció el fin de semana un espectáculo que no necesitó estrépitos para sonar intenso. Pero el milagro se produjo cada vez que Dino se soltó en sus fraseos.

› Por Santiago Giordano

La música de Dino Saluzzi está, sin dudas, entre las representaciones más vigorosas de un posible sonido argentino. Tradición e invención, historia y presente, dialogan sobre una identidad precisa, lejos de artificios, y ceñida a una memoria en continuo movimiento. Ajena a las pujas para imponer a través de plazas y multitudes lo que deberían ser los oropeles sonoros de la patria, la obra de Saluzzi es una declaración de pertenencia íntima, sustanciosa y cabal. Su música no es un simple adorno, una herramienta del pintoresquismo o de las coincidencias transitorias del éxito industrial. Es más bien un territorio ancho, bello y profundo, una manera de escuchar e interpretar para delimitar con claridad un espacio original, hecho de herencias y adquisiciones y sostenido en la tenaz convicción de un sonido propio. Un universo acreditado por la libertad que suelen otorgar los márgenes y la autoridad de la experiencia.

El viernes en Café Vinilo, el bandoneonista y compositor salteño ofreció el primero de una serie de tres conciertos. Al frente del grupo esencialmente familiar que se completa con su hermano Félix en saxo y clarinete, su hijo José en guitarra, su sobrino Matías en bajo, además de Quintino Cinalli en batería y en esta oportunidad la participación de Jorge Savelón en percusión, Saluzzi hizo su música. Ni más ni menos.

Mientras afuera el verano porteño amenazaba con la tormenta que nunca llegaba, poco después de la hora señalada para el comienzo la oscuridad de la sala ponía fin al murmullo de la previa entre las mesas. Desde el escenario un solo de bandoneón hilvanaba las frases de lo que enseguida será una evocación de “Loca bohemia”, el tango de Francisco De Caro. Con ese llamado sutil y encantador comenzaba el viaje por el universo del Dino Saluzzi Quinteto. Las actuaciones del bandoneonista y su grupo en Buenos Aires no son frecuentes y el viernes –como sucedió también en las noches sucesivas (de sábado y domingo)– la expectativa se tradujo en una sala llena y un público atento que, entre el silencio y el aplauso encendido, fue partícipe.

El romanticismo de aquel De Caro pianista transformaba su filigrana lírica en energía rítmica y enseguida el grupo sonaba a pleno. Hay una energía particular en esa manera de hacer música. Saluzzi toca, escucha, dirige. Baja los brazos para estirar el fuelle y al mismo tiempo levanta la cabeza para empujar sus ojos que se abren de par en par escuchando hacia adentro. Marca a sus compañeros, indica, pide y otorga, propiciando diálogos que van dosificando una dinámica que no necesita estrépitos para sonar intensa. Matías y Cinalli saben ser consistentes sin ser pesados y sobre ese sostén Félix, José y Dino trazan sus huellas. Se escucha el goce de la música: hay riqueza de recursos, numerosos matices, sensibilidad común. Pero el milagro se produce cada vez que Dino se suelta en sus fraseos. Saluzzi es de los que frasea desde la sala de máquinas del tiempo: lo hace y lo deshace –al tiempo cronológico y al tempo musical– según su respiración, que es la de su música.

Es que hay una idea poderosa de tiempo en la música de Saluzzi, no sólo por los fraseos maravillosos. Una de sus fortalezas seguramente es la manera con que lo atraviesa o se deja atravesar por él. Saluzzi apela continuamente a esa otra manifestación del tiempo que es la memoria: a la memoria inmediata de sus discos, a la trascendental de sus experiencias y a la profundidad de sus raíces. Acaso la música de Saluzzi es una continua memoria que se persigue, que se pregunta a sí misma, que se recuerda sin melancolía desde un pasado que de todas maneras está por suceder.

En la segunda parte de la noche, Saluzzi está más locuaz. Conversa, reivindica la alegría por sobre la solemnidad, reflexiona sobre el aislamiento del creador y habla del riesgo como justificación de su música. Entonces presenta una nueva obra. Sucesos, se llama. “No se me ocurrió otro nombre”, se justifica y comienza a reflejar memorias que van urdiendo lo nuevo. Hacia el final, recuerda de dónde viene y su versión de “La arribeña”, que en la segunda se convierte en “La tristecita”, es un compendio ético y estético de esa parte del cancionero nacional que a fuerza de costumbre llamamos folklore. “Esto es sagrado –dice Saluzzi mientras ataja algunas palmas que llegan del fondo de la sala–. Aquí hay profundidad y la alegría no está en el grito, está en la belleza.” Enseguida bromea con los acentos de la chacarera como se toca en Salta, la toca así, como está en El valle de la infancia, su último disco, y se despide con el bis reclamado afectuosamente por quienes, satisfechos, probablemente guarden memoria de una noche escuchando a Saluzzi y su grupo.

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