MUSICA › WYNTON MARSALIS TOCA ESTA NOCHE EN EL TEATRO COLóN
Al frente de la Jazz at Lincoln Center Orchestra, con la que estableció un nuevo y discutido canon del jazz, el gran trompetista vuelve a Buenos Aires y su concierto promete reavivar el debate acerca de sus virtudes y defectos.
› Por Diego Fischerman
El 22 de octubre de 1990, la revista Time anunciaba en su tapa, con grandes letras, la llegada de “La nueva era del jazz”. Nueva York era allí una silueta donde todavía dos torres gemelas apuntaban al cielo. Delante, Wynton Marsalis con 29 años recién cumplidos, aparecía como el mesías al que refería la buena nueva. Una década antes, su técnica increíble, esa capacidad para variar el color del sonido en décimas de segundo y para articular con claridad cristalina cada nota, por breve que fuera, había hecho su irrupción de la mano de los Jazz Messengers del baterista Art Blakey. Y en 1982 la canonización temprana del prodigio llegaba con un disco llamado Quartet, donde Herbie Hancock lo había convocado para reemplazar a Freddie Hubbard (y, yendo un poco más lejos, a Miles Davis) en su proyecto junto al contrabajista Ron Carter y el baterista Tony Williams.
“El es jazzy de la misma manera en que alguien que maneja un BMW es sporty”, resumía su opinión, en la revista del New York Times del 9 de febrero de 1997, otro músico que también había comenzado sus pasos como “Joven Maravilla” en las huestes de Blakey, el pianista Keith Jarrett. “Es totalmente absurdo pensar que alguien pueda ser un gran instrumentista sólo por tocar rápido o por saber cómo hacerlo en 5000 estilos”, argumentaba. “He leído comentarios acerca de músicos nuevos que pueden juntarse con cualquiera o tocar cinco noches seguidas con cinco tipos diferentes de banda y todo el mundo anda diciendo que eso es positivo. Será bueno para el negocio, pero no para el arte. No se puede decir nada demasiado profundo de esa manera.” Y, categórico, afirmaba: “Wynton imita el estilo de otros demasiado bien. Nunca escuché nada tocado por él que sonara como si significara algo. No tiene voz propia y no tiene presencia. Y detrás de su discurso humilde hay una arrogancia increíble”.
Once años antes, en el Festival de Vancouver, Marsalis había aparecido de improviso en el escenario donde actuaba el grupo de Miles Davis, para sumarse en una zapada. El líder del grupo, con su proverbial bonhomía, pronunció apenas unas palabras: “Andate del escenario ya” (el original fue “Man, what the fuck are you doing up here on stage? Get the fuck off the stage!”). Jarrett y Miles habían tocado con muchos de los mismos con los que había tocado Marsalis. El joven trompetista estaba, por ese entonces (entre sus 25 y sus 30 años), en un ascenso inédito para el género, arrastrando con él, y con la categoría “young lions”, rápidamente usufructuada por el mercado, a toda una generación de jóvenes instrumentistas brillantes: Donald Harrison, Terence Blanchard (otros surgidos de la cantera de Blakey) y los hermanos Harper. ¿Qué era, entonces, lo que enojaba tanto a algunos de sus colegas mayores?
Aun si fuera cierto que Wynton Marsalis era un mal músico –y según Jarret “hace las cosas tan pero tan, pero tan mal que es imposible cagarla tanto a menos que uno sea muy malo”– es claro que había otros peores y no despertaban tamañas iras. Lo que molestaba de este trompetista atildado, elegante hasta el borde de la caricatura, cuidadosamente formalista y defensor de una zona del jazz –el viejo New Orleans– al que las generaciones del post bop habían relegado al museo –y un museo poco transitado, por añadidura–, era su renuncia a lo que las últimas décadas habían convertido en canon y, desde ya, una popularidad que excedía generosamente las siempre discretas fronteras del mundo del jazz (que un relevamiento del consumo discográfico acaba de caracterizar como el segundo género más impopular de los Estados Unidos). En las elecciones de Wynton Marsalis, y en el nuevo diseño del canon que estableció la Jazz at the Lincoln Center Orchestra, había mucho menos de las sombras y difuminaciones armónicas de Bill Evans que de Duke Ellington, muy poco de Ornette Coleman y nada de lo que el trompetista consideraba la peor de las traiciones perpetradas por el viejo Miles: su unión ilegítima con la electricidad del rock y con “el comercio” del funk.
Marsalis llegó por primera vez a Buenos Aires con su septeto, en 1994. Volvió con la Orquesta del Lincoln Center, con la que esta noche regresa, en 1998, 2000 y 2005. Sin embargo, su actuación de hoy a las 20 aporta una novedad insoslayable: será en el Teatro Colón. Como parte del Abono Quinto Centenario (un nombre por lo menos falaz, ya que conmemora la suspensión del cierre que la propia gestión de Macri había propiciado), el grupo –al que sintomáticamente, como Ellington, Marsalis llama “orquesta” y no “big band”– saldará una deuda. Y es que en 2005, en que su presentación integraba el abono del Mozarteum Argentino, las actuaciones también estaban previstas en el Colón, pero un conflicto gremial obligó a trasladarlas al Gran Rex. “Siempre voy a ser criticado”, decía Marsalis a Página/12. “En el jazz, el poder es del músico y los que escriben sobre música quieren tenerlo ellos. Por eso la relación de música y crítica es al revés de lo que debería. Los críticos tendrían que preguntarles a los músicos sobre la música y jamás lo hacen. Entonces critican y esas críticas, la mayoría de las veces, tienen más que ver con mis actitudes personales que con aspectos artísticos. A mí me interesa la música y no los juegos políticos alrededor de ella.”
Y los músicos, claro está, también son críticos y, de paso, dividen sus opiniones. El pianista, compositor, teórico y docente Ethan Iverson, fundador e integrante del trío The Bad Plus, entrevistó largamente a Marsalis en su blog dothemath (dodemath.typepad.com). Lo hace con respeto reverencial. Y allí reflexiona: “Cuando estuve enseñando en Banff el último verano, diez entre diez jóvenes pianistas andaban dando vueltas sobre su concepción post-Brad Mehldau/post-Keith Jarrett. Está bien. Yo mismo estoy lleno de post-Jarrett y de hecho estoy influenciado por Brad, también. Pero ninguno de esos mismos diez pianistas reconoció ‘Carolina Shout’, de James P. Johnson, cuando lo toqué para ellos en una clase magistral. Aquellos que son tan críticos con Wynton podrían recordar que ésta es una batalla que él está peleando para conseguir el respeto a gente como James P. Johnson. No sólo respeto como pianista excelente de la Era del Jazz sino, también, como un intelectual absolutamente vital para la identidad norteamericana”.
Más allá de su defensa de la especificidad musical y del rechazo a “los juegos políticos” a su alrededor, Marsalis es, sin duda, un personaje político. La política cultural de la ciudad de Nueva York, aun cuando no dependa directamente de ningún ente estatal, lo tiene como uno de sus protagonistas. No es un dato menor que el sonido de la ciudad sea, oficialmente, el de su Filarmónica y el de esta orquesta que trata de resolver con la máxima virtud la contradicción esencial entre la función del museo y un lenguaje en que la novedad y el riesgo son constitutivos. Y además el trompetista se ocupa de utilizar, más de una vez, metáforas políticas para hablar del jazz y de su orquesta. Por ejemplo cuando asegura que “una orquesta de jazz es como la democracia; en el sonido grupal está la suma de los individuos, pero sólo si son capaces de escucharse y respetarse entre sí. No puede haber improvisación colectiva si no se escuchan. Y si lo logran, lo que suena es mejor que lo que cada uno de ellos haría por separado. El sonido más hermoso del jazz no es el de los solos; es el sonido del grupo”.
En un momento en que la moda entre los entendidos era el free y las herencias del jazz rock, su reivindicación del jazz tradicional –que tomó en gran medida como una cruzada en favor de su ciudad natal, Nueva Orleans, en cuya reconstrucción, luego del huracán Katrina, tuvo participación activa–, lo llevó a ser visto como una especie de extraño niño viejo que venía a resucitar aquello que sólo los muy conservadores extrañaban. Lo cierto es que lo que pasó desapercibido fue que, desde el punto de vista formal, Wynton Marsalis era mucho más vanguardista que lo que parecía. De hecho, con un disco como Blue Interlude, con el que comenzó a bucear –siguiendo uno de los rumbos prefijados por Duke Ellington– en formas más grandes que la de la secuencia fija de acordes derivada de un tema y, en particular, en las posibilidades de la suite, marcó un rumbo que obras posteriores no hicieron más que consolidar.
Para Marsalis, la actividad al frente de la Orquesta de Jazz del Lincoln Center es una continuación natural de las clases de música que dio por televisión y de su pasión evangelista por recorrer escuelas de todo su país para difundir la que, según él, es “la más grande de las músicas”. La orquesta dedica más de medio año a sus giras y en esos casos Marsalis piensa en ella más como embajadora que como otra cosa. De lo que se trata, como lo demostró en sus tres actuaciones anteriores en Buenos Aires al frente de este grupo, es de ofrecer una especie de muestra de la tradición del jazz. Algo quizá poco atractivo para el público más avezado, pero que seguramente agradecerán los recién llegados.
Los objetivos están formulados con claridad. “La misión de Jazz at Lincoln Center es el espectáculo pero, sobre todo, enriquecer y expandir una comunidad global para el jazz a través de las actuaciones, la educación y la defensa de esta música. Creemos en el jazz como metáfora de la democracia. Porque el jazz es improvisatorio, celebra la libertad personal y estimula la expresión individual. Como el jazz tiene swing, busca que esa libertad encuentre y mantenga un piso común con los otros. Como el jazz tiene sus raíces en el blues, nos inspira a mirar la adversidad con persistente optimismo”. Y en lo puramente musical no es menos incisivo. “La modernidad no es imitar las imitaciones que los músicos de jazz hicieron en los ’60 de lo que los alemanes habían hecho en 1912. Nosotros tenemos eso, ese elemento de caos, pero también el groove de Nueva Orleans. Y el blues. Nuestra concepción es holística. No hacemos la música de un momento en particular. Hacemos la música de nuestro tiempo.”
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