MUSICA › EL ELIXIR DE AMOR, DE GAETANO DONIZETTI, EN EL TEATRO COLóN
Con dirección escénica de Sergio Renán y dirección musical de Francesco Ciampa, esta nueva puesta de la ópera de Donizetti resultó entretenida y con un gran nivel de realización. Tuvo, además, un pasaje inolvidable: el aria “Una furtiva lágrima”.
› Por Diego Fischerman
El entretenimiento y el arte se comportan, desde la consolidación de la burguesía como clase, como planetas cercanos y con órbitas similares. Suelen mirarse mutuamente; en ocasiones es uno el que proyecta la luz sobre el otro y, a veces, sucede lo contrario; tienden a tocarse, aunque nunca lo hacen del todo. Y, también, puede pasar que, por momentos, uno de ellos quede absolutamente oculto en el cono de sombra de su compañero de periplo. En realidad, nadie sabe exactamente cuál es cuál. Es posible que lo que en un momento era visto como mero entretenimiento, con el tiempo se perciba como arte y, desde ya, lo contrario. Y en uno y otro caso los cambios en las reglas del mercado y las prácticas colectivas de la propia burguesía modifican radicalmente la baraja.
Que lo que a comienzos del siglo XIX era un divertimento sofisticado y con una alta cuota de artesanía, destinado a esa nueva clase que se adueñaba de los espacios ciudadanos –y de los teatros, obviamente–, sea hoy leído como arte, origina tensiones y conflictos. Y es que si la música de esa época, gracias al uso de la palabra “clásica” –una palabra “de clase”, qué duda cabe– se acogió sin matices a los beneficios sociales del universo del Gran Arte, mezclándose valses, contradanzas y piezas de exhibición virtuosa con severos cuartetos de cuerdas y sinfonías, con los libretos de las óperas, comedias y comedietas en boga hace doscientos años, la situación es más compleja. Al fin y al cabo su tema, en la casi totalidad de los casos, era el que obsesionaba a ese público: los advenedizos, el ascenso de clase y el acceso al dinero de las clases populares. ¿Cómo justificar la pertenencia al Parnaso, por ejemplo, de una pieza en que un campesino compra un elixir a un charlatán de feria, pretendiendo enamorar, gracias a sus inexistentes efectos, a la mujer más bella –y pretendida– del pueblo? El mayor acierto de la puesta de Sergio Renán de El elixir de amor, de Donizetti, que se presenta en el Colón, es no plantearse esta pregunta y jugar a favor de las limitaciones de la obra. Con algunos gags efectivos, la acentuación del aspecto naïf, el uso de proyecciones para lograr una posible representación de la subjetividad (en esos primeros planos se ve lo que ven, o lo que imaginan, los dos personajes principales), la traslación de la historia a una Italia familiar, la de la década de 1950 y la del neorrealismo cinematográfico, y una escenografía deslumbrante, con un nivel de detallismo, exactitud y fantasía pocas veces visto, más un elenco muy correcto, alcanza, en todo caso, para lograr un espectáculo entretenido y con un gran nivel de realización. Y, por añadidura, con un pasaje musical inolvidable: el aria “Una furtiva lágrima”.
Francesco Ciampa dio un tono ágil a la obra y logró algunos matices interesantes en la orquesta, que brilló en las maderas. Los cornos tuvieron algunos desajustes importantes en los ataques, durante la obertura, y las cuerdas lograron esa cualidad lírica que resulta imprescindible en este repertorio, en que, frecuentemente, cantan junto a las voces solistas. El coro, por su parte, tuvo un desempeño ejemplar no sólo en lo musical sino en la infinidad de pequeños detalles con que compusieron sus personajes y en la naturalidad de sus movimientos en escena. Las escenas de los niños figurantes y en las que los personajes bailan estuvieron igualmente bien resueltas.
El único traspié, eventualmente, fue el paso excesivamente farsesco de la guarnición militar, al entrar en escena, que al eliminar el contraste con las acciones posteriores ablandó su posible comicidad. Un vestuario que cumple con los requerimientos de la puesta y un diseño de iluminación ajustado fueron el marco para el extraordinario trabajo de Emilio Basaldúa, capaz de conseguir que el más extraño de los realismos –las paredes y puertas de las casas del pueblo en el primer cuadro del segundo acto, por ejemplo, gracias al juego con las perspectivas y las sombras– tuviera siempre un efecto de inquietante irrealidad.
Adriana Kucerová, de voz ágil, afinada y precisa en los pasajes de coloratura, abusó de algunos movimientos demasiado expansivos en su composición de Adina. Su enamorado, Nemorino, tuvo en el tenor siciliano Ivan Magri un intérprete adecuado, medido en lo actoral y progresivamente sólido en lo vocal, con un mal comienzo y un muy buen final en la lágrima furtiva que fue ovacionada por el público. Simón Orfila, como Dulcamara, fue un estafador más elegante que chanta pero su personaje, magníficamente cantado, acabó siendo creíble. Giorgio Caoduro fue un Belcore un tanto deslucido y Jaquelina Livieri fue convincente en lo escénico y excelente en su breve intervención vocal.
Opera de Gaetano Donizetti con libreto de Felice Romani.
Director musical: Francesco Ciampa.
Director de escena: Sergio Renán.
Diseño de escenografía: Emilio Basaldúa.
Diseño de iluminación: Sebastián Marrero.
Diseño audiovisual: Alvaro Luna.
Diseño de vestuario: Gino Bogani.
Coreografía: Julián Galván y Noemí Szleszynski.
Coro Estable (director: Miguel Martínez) y Orquesta Estable del Teatro Colón
Elenco: Adriana Kucerová, Ivan Magri, Giorgio Caoduro, Simón Orfila y Jaquelina Livieri.
Teatro Colón. Viernes 8
Nuevas funciones: mañana y jueves 14 a las 20.
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