MUSICA › EL REGRESO DE FACUNDO CABRAL A LOS ESCENARIOS PORTEÑOS
Tiene 69 años, grabó 120 discos, conoció 165 países. No se considera músico, sino “un cronista que a veces usa una guitarra”. Este fin de semana se presenta en ND Ateneo.
› Por Cristian Vitale
Facundo Cabral da una contraseña para acceder a su habitación de hotel: “Cuando yo digo ‘Si Evita viviera’, usted responde ‘Isabel sería soltera’. Después entra”. Es un hecho: suena el timbre, del otro lado se oye “si Evita viviera” y hay que contestar. Recién ahí, el trovador nómada abre la puerta. Está solo y un poco viejo, pero mantiene su sonrisa entre irónica e ingenua de siempre. No dice nada del chiste, se sube al bastón, camina unos pasos y se sienta tras un escritorio poblado de lápices y útiles de oficina. Hay una lupa, que usa para leer “letras chicas”, algunos discos de Tony Bennett y muchísima amabilidad. “Yo fui analfabeto hasta los 14 años. Mi madre creyó durante tres años que iba a la escuela, pobre”, dice con esa r resbalosa que lo persigue. La enorme cantidad de libros que atiborra la suite no parece propiedad de un “letrado tardío”. Conviven Thomas Mann con Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández con Walt Whitman y T. S. Elliot, y textos de autores anónimos y vagabundos que conoció vaya a saber en cuál de los 165 países que pisó en 69 años. “Siempre viví solo, pero tengo a todos mis amigos acá. Estoy rodeado de felicidades, por eso he pasado cosas terribles matándome de risa”, sostiene el creador de la multiversionada “No soy de aquí ni soy de allá”.
–¿Usted compró todos esos libros?
–No. ¿Sabe qué soy yo? Un traficante de libros. Hice un montón de amigos en el mundo para trocarlos. Daba un Rulfo y me daban un Yourcenar. O llevaba a Jacobo Fijman a lugares insospechados. Iba a Vietnam y en la maleta llevaba una camisa, un calzoncillo y uno de Borges.
Es atípico que un artista se desvíe tan fácilmente del objetivo específico. En su caso, la presentación de Antología en un ND Ateneo triple (arrancó anoche, sigue hoy y cierra mañana). Pero no podría esperarse otra cosa de alguien que marca su momento de fama como “un accidente” o que, pese a haber grabado más de 120 discos desde 1970 hasta hoy, descree de su condición de músico. “Yo no soy músico, soy un cronista que a veces usa una guitarra”, focaliza. No es casual, entonces, que la generosa repartija de material –mano a mano– empiece por dos libros propios. Uno es un diario de viaje escrito en cursiva y con dibujos, llamado Terriblemente solo, maravillosamente libre. Otro, más viejo y formal, que tituló Ayer soñé que podía, y hoy puedo. Y dos audiolibros de reciente edición: El libro de Juan Francisco y No estás deprimido, estás distraído. Recién a lo último llega el (casi) flamante CD Este es un nuevo día, del que seguro extraerá canciones para la presentación. “Mi obra de arte es mi vida –direcciona–. La gente va a escuchar a un tipo que sigue siendo libre y feliz. Mi madre me diría ‘no seas imprudente, no te expongas. La gente se pone loca cuando se entera de que existe alguien solo y feliz’.”
–¿Cuándo murió su madre? Parece alguien fundamental en su vida.
–Hace 20 años, pero sigue conmigo. Ella es mi faro. Aparece seis o siete veces por concierto. Está, porque yo amaba su valentía. No permití jamás que el miedo entrara en mi vida, porque es la antítesis del amor. Ella era eso: sola con siete hijos y nunca la vi llorar.
–¿Y sus hermanos?
–Ni idea.
–¿Nunca los vio?
–Casi nunca. Creo que hay uno solo vivo. Andá a saber, a lo mejor está en Japón. Los conocí poco, porque nos íbamos salvando como se podía. Como familia, los Cabral no existimos nunca. No sé qué son las familias. No puedo extrañar lo que no conozco, porque lo único que conocí fueron el vagabundeo, los cirujas y los poetas que me volvieron loco.
–¿Y a su padre?
–También. Lo conocí a los 46 años y fuimos amigos. Todo es muy atípico en mi familia. Por ejemplo, yo antes me metía mucho en los temas sociales hasta que me di cuenta de que no tenía sentido, porque no tengo nada que ver con la sociedad. Para mí es otro canal. ¿Seré un holding? (risas).
–¿Descree de la protesta? No parece el mensaje que emana de “Vuele bajo”, uno de sus clásicos...
–Bueno, era lo que cantaba antes. Pero hoy pienso que un tipo al que le va mal y lo grita a los cuatro vientos se parece al maricón que le dice a la maestra ‘ése me pegó’. Yo iba y le cortaba los huevos, lo mataba con un palo.
–Entonces es un anarquista a la Di Giovanni...
–¡Pero claro! Mi abuela leía a los gritos y en la calle los libros de Bakunin y Malatesta. Y su sueño juvenil era conocer a Di Giovanni.
–Decía que fue analfabeto hasta los 14 años y que nunca concurrió a la escuela. ¿Quién le enseñó a leer y a escribir?
–Un cura jesuita de Tandil. A esa edad, me habían llevado a un reformatorio por romper vidrios en el pueblo y él me metió en el universo de Thomas Mann. Me enseñó a escribir con unas letras de chapa enormes. Las lavábamos, íbamos al techo para secarlas y me decía “se están secando, mirá cómo brillan”. Yo quedaba absorto, y él agregaba “ahora mirá la comisaría, ¿parece un lugar alegre? Mirá las palomas, ¿no son más lindas?... estas letras rompen los muros de la prisión y las ventanillas de los bancos”. Yo le creí y le sigo creyendo, porque me podés partir por la mitad con una frase y no con una ametralladora. Y el jesuita tenía esas frases. De repente me tiraba que William Shakespeare era el padre de la psicología, no Freud.
–Parecido a lo que intenta hacer usted en sus espectáculos: sorprender.
–Por eso no tengo público sino compinches. He tenido en la platea a revolucionarios, asesinos, ladrones. Y fracasos tan grandes que eran éxitos. Llegué a ser nota de tan grande que era mi fracaso. Un sábado, en un teatro de la calle Corrientes, canté para una sola persona. Hice de todo: amé, me amaron; odié, me odiaron; comí de la basura y con Rainiero; bañé leprosos, y llegué a ver a mi madre comer dignamente en una mesa. Ya se terminó.
–¿Por qué? ¿Presagia la muerte?
–Sé que estoy aterrizando, porque vino la orden de arriba. Pero aterrizo despacito. Una señora me dijo el otro día: “Yo pensé que había muerto hace años, qué jodido se lo ve”. Me quedé pensando: ¡si yo soy todo pasado!
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