MUSICA › QUARTETT, OPERA DE LUCA FRANCESCONI MONTADA EN EL TEATRO COLON
Música, interpretación, texto y escena parecen pertenecerse mutuamente en esta ópera basada en la pieza Quartett, de Heiner Müller, inspirada en Las relaciones peligrosas, de Chordelos de Laclos. Excelentes la dirección musical de Brad Lubman y la dirección escénica de Alex Ollé.
› Por Diego Fischerman
Dos personajes hablan de sí mismos y para sí. Representan también a otros, imaginan sus manipulaciones sobre ellos. Se trata de un juego perverso. Esos dos personajes no establecen, finalmente, ninguna clase de relación. Ni entre ellos ni con el mundo, cuyos temblores no logran sacudirlos. Del texto original de Choderlos de Laclos, escrito en 1782, persiste la crítica a una clase social. En aquella novela epistolar la decadencia aparecía instalada en la nobleza. La burguesía era el factor de cambio. En la de Müller –y en la brillante relectura de Luca Francesconi y en la notable concepción escénica de Alex Ollé– es la burguesía la que se ha anquilosado en el poder. La que se ha quedado sin cuerpo y vive suspendida –literalmente, en este caso– sin tocarse con el mundo.
Raro e impactante ejemplo de obra en que música, interpretación, texto y escena parecen pertenecerse mutuamente hasta el punto de que ninguno de ellos es siquiera imaginable sin los otros, este Quartett construye una especie de tensión circular, obsesiva. No hay acción ni enigma, en todo caso, sino repetición, apenas variada. Y, no obstante, el funcionamiento teatral es extraordinario. El dispositivo escénico es tan asombroso que podría eclipsar al resto. Ese cubo que flota en el aire, a metros del escenario, y donde transcurre toda la escena, podría verse como un elemento algo exterior. Como un mero recurso visual, algo superfluo. Como un efecto. Pero es tal la dimensión de las actuaciones de Allison Cook y Robin Adams, quienes además pasan con fluidez de un “recitar cantando” a la manera monteverdiana, a un estilo altamente ornamentado (que también refiere al estilo del seicento) y del mayor de los lirismos a la más fiera crudeza, que se asiste, en rigor, a teatro del más alto nivel. La habitación suspendida –en realidad está sostenida con infinidad de delgados cables en tensión– es rodeada por proyecciones que a veces repiten lo que allí sucede, en ocasiones lo espía y en otras lo completa. La música, espacializada alrededor de la sala, funciona exactamente de la misma manera, estableciendo distintos planos –con diferentes texturas y hasta estilos contrastantes– entre lo que sucede adentro, lo que pasa afuera y lo que discurre en las mentes de los personajes. El lenguaje de Francesconi es de una riqueza y una originalidad llamativas. Y la dirección de Brad Lubman, creador del grupo Signal y ligado a los compositores e intérpretes del colectivo Bang on a Can, es de una precisión apabullante. La Orquesta Estable del Colón cumplió, por su parte, una tarea encomiable.
En la función del estreno, algunas pocas personas se retiraron de la sala. Los momentos en que esto sucedió coincidieron con las menciones más o menos explícitas a cuestiones sexuales. Llama la atención que lo que es corriente en el cine y el teatro desde hace más de cuarenta años sea resistido por parte del público de ópera como si se tratara de una traición a los fundamentos mismos del arte. Puede aventurarse que parte de esta audiencia adora un lenguaje del pasado y lo hace esperando que se vea rodeado de todos los atributos del pasado. Ya la persistencia de la “función de gala”, en la que los asistentes a palco y platea se disfrazan de damas y caballeros de otra época, es una especie de celebración carnavalesca de esplendores de clase algo olvidados. En ese sentido algunos, con gozo, de poder hacerlo llegarían al teatro en carruaje. La ovación de quienes ocupaban las localidades altas fue, en todo caso, tan notoria como las deserciones de los plateístas, y mucho más nutrida. Que una minoría –unas veinte personas, todas situadas en localidades cuyo costo asciende a un poco más de 2000 pesos– reaccione contra una obra de arte actual (aunque basada, en este caso, en un texto de hace más de doscientos años) no habilita a pensar en controversias sino, apenas, en cuestiones de gusto. O, eventualmente, de clase.
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