Jueves, 16 de julio de 2015 | Hoy
MUSICA › CAVALLERIA RUSTICANA Y PAGLIACCI, EN EL TEATRO COLóN
Con pintoresquismo de postal, la puesta en escena de estas dos óperas que funcionan, a priori, como mecanismos perfectos, lejos de aportar significados nuevos o de iluminar el drama desde otros ángulos, puebla la acción de contradicciones.
Por Diego Fischerman
Entre las muchas equivocaciones en que puede incurrir un puestista en escena hay una imperdonable: no confiar en la obra que se tiene entre manos. Cavalleria rusticana (caballerosidad rústica, o, eventualmente códigos de pueblo), de Pietro Mascagni, y Pagliacci (payasos), cada una a su manera, son mecanismos perfectos. En ambas, acabaron destruidos por la pretensión de mostrar demasiado, por la necesidad de rellenar silencios, un sobre énfasis tan abundante como innecesario y una adaptación de época y lugar decorativa y exterior que, lejos de aportar significados nuevos o de iluminar el drama desde otros ángulos, pobló la acción de contradicciones y lo hizo a cambio de nada.
En la primera, una narración fragmentada, contada a varias voces y, en dos momentos esenciales, desde fuera de la escena, construye una infalible crónica de muerte anunciada. Ni el romance adúltero ni el duelo final se muestran. Son contados por otros. Una serenata, a telón cerrado, y un grito lejano, al final, alcanzan para que ese relato casi cinematográfico se cargue de potencia. En la segunda, la comedia que representan los payasos se parece demasiado al drama de la vida real y uno acaba tomando el lugar de la otra. Las adaptaciones no son buenas ni malas en sí mismas. Don Giovanni como un yuppie incapaz de satisfacerse, en la mirada de Marcelo Lombardero presentada por Buenos Aires Lírica el año pasado, y el contracanto de la Pepita Jiménez de Isaac Albéniz dirigida por Calixto Bieito en el Argentino de La Plata en 2012, para utilizar dos ejemplos relativamente cercanos, producían, con esas operaciones, sentido teatral. La ubicación en la calle Caminito de La Boca de estas dos óperas esencialmente sicilianas, por temática, idiosincrasia de los personajes y un entorno profusamente mencionado en sus textos, no pasa de ser una postal pintoresca. Y, para peor, una postal llena de errores.
En el programa de mano se anuncia que la puesta es un “homenaje a la inmigración italiana del 1900”. Y el vestuario remite, en efecto, a esa época. No así el mural de La Boca reproducido en escena, otro recordatorio del pasado que mal podría haber estado allí cuando ese pasado era aún el presente. Alfio, el carretero, llegando en una moto y hablando de cómo manejar los caballos y las alusiones a las labranzas del campo en un medio absolutamente urbano podrían ser pasados por alto, finalmente, si la moto, la ciudad o el mural guardaran alguna relación con un nuevo drama entretejido con el original. Pero no es así. Un escenario absolutamente frontal, con una perspectiva simétrica, obliga a que todo suceda en el centro del escenario; los movimientos de masas, que aparecen y desaparecen súbitamente, son forzados y el hecho de que la puesta sitúe la vivienda de Alfio y Lola sobre la taberna de Mamma Lucia (aquí Bar Caminito-Tango), cuando en el texto se habla de que se ha visto a Turiddu rondar esa casa, en la lejanía, provoca nuevos problemas. Lo peor, no obstante, es haber puesto en escena todo lo que Mascagni buscó ocultar. El adulterio se explicita, en el bellísimo Intermezzo orquestal una pareja vestida como Lola y Turiddu baila un tango acrobático y, a cuento de nada, un acordeón duplica la melodía sobre el escenario y, en el final, en lugar del grito llega Santuzza para decir “han matado a Turiddu”. Como si hiciera falta, en el comienzo y antes de la aparición de la orquesta se escucha desde un disco “Caminito”.
La iluminación tampoco ayuda a crear climas y, en el caso de Pagliacci, donde la función repetidamente se anuncia “a las 23”, el cielo quedó congelado en un pertinaz atardecer, como si la acción, en lugar de La Boca, transcurriera en el verano noruego. A favor de Cura deben contabilizarse las pequeñas acciones que desarrolla cada una de las personas en escena y su intento de unir ambas historias (la segunda comienza con el entierro del héroe de la primera) que, si bien no aporta nada trascendente, tampoco molesta en demasía.
Con un elenco correcto en Cavalleria, donde se destacaron un solvente Enrique Folger (como Turiddu) y Guadalupe Barrientos (Santuzza) que ganó seguridad y expresividad a lo largo de la ópera, fue Pagliacci, sobre todo, la que no llegó a articularse musicalmente. Parte de la responsabilidad fue del director, Paternostro, que nunca llegó a hacer suya ninguna de las dos obras y que mostró serios problemas de marcación, ocasionando frecuentes desajustes en las entradas de la orquesta. Y parte tuvo que ver con un reparto poco adecuado: José Cura intenso aunque con poco control de su voz, oscilando entre el grito y lo inaudible y Mónica Ferracani muy lejos de la pasión que se esperaría en Nedda. La Orquesta Estable, aun con la falta de brío que supo imprimirle el director, tuvo algunos momentos sumamente bellos en las maderas –más allá de algún traspié del clarinete– y cuerdas y el Coro Estable tuvo una participación irreprochable.
5-CAVALLERIA RUSTICANA, de Pietro Mascagni, con libreto de Giovanni Targioni-Tozzetti y Guido Menasci.
PAGLIACCI, de Ruggiero Leoncavallo, con libreto propio.
Dirección musical: Roberto Paternostro.
Dirección de escena, diseño de escenografía e iluminación: José CuraOrquesta Estable, Coro Estable (dirigido por Miguel Martínez) y Coro de Niños del Teatro Colón (dirigido por César Bustamante).
Elenco en Cavalleria rusticana: Enrique Folger, Guadalupe Barrientos, Leonardo Estévez, Anabella Carnevali y Mariana Rewerski.
Elenco en Pagliacci: José Cura, Mónica Ferracani, Fabián Veloz, Gustavo Ahualli, Sergio Spina, Reinaldo Samaniego y Gabriel Vacas.
Teatro Colón. Martes 14.
Nuevas funciones: hoy, mañana, sábado 18 y martes 21.
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