MUSICA › NOTABLE RECITAL DE FITO PAEZ EN LA BALLENA AZUL, DEL CENTRO CULTURAL KIRCHNER
Además de los clásicos de su repertorio, el rosarino atravesó el mapa de América latina con versiones exquisitas de canciones de Milanés, Yupanqui, Buarque, Troilo y Jara, entre otros. Fito estuvo respaldado por la impecable Kashmir Orchestra, conducida por Mariano Otero.
› Por Yumber Vera Rojas
Cuando promediaba el último tramo del show, el público, en un ínterin entre un tema y otro, de pronto se deshizo espontáneamente en agradecimientos a Fito Páez por rendirle ese siempre merecido, y también adeudado, tributo a la emoción. A lo que el músico respondió: “No me den las gracias, me tocó a mí. Intento dar lo mejor que tengo”. A pesar del arrebato de modestia, el ídolo rosarino, en el flamante, imponente y colmado auditorio La Ballena Azul, del Centro Cultural Kirchner, se vistió de chamán moderno, más allá de la formalidad de su traje y del protocolo (que obvió apenas largó), para presentar un recital histórico. Y es que Fito no sólo se reconcilió con la mejor versión de sí mismo, sino que se consagró como hito de la música popular latinoamericana. Si bien desde el río Grande hasta la Patagonia, incluso en el tan receloso Brasil, el cantautor es un ídolo de rock indiscutido, a partir de ahora integra ese Olimpo de juglares de la canción idiosincrásica y de raíz, de la que forman parte figuras del calibre de Rubén Blades, Silvio Rodríguez e Ivan Lins.
Pero para subirse a ese pedestal de lo absoluto en la Patria grande, como bien llamó Manuel Ugarte a ese imaginario panregional, o la también llamada La raza cósmica, acuñado por el filósofo mexicano José Vasconcelos Calderón, Páez tuvo que atravesar una prueba determinante. Aunque flirteó con ese desafío desde el alba misma de su trayectoria, cuando grabó una versión de la “Rumba del piano” junto a Caetano Veloso (para el maxi simple Corazón clandestino), finalmente se animó a consumarla el año pasado, a comienzos de octubre, al aceptar un convite del Festival de Cámara Leo Brouwer, de La Habana, en calidad de invitado especial. Se trató de un recital, en el Teatro Karl Marx, de la capital cubana, en el que, aparte de revisitar su propio repertorio, se paseó por parte de la historia de la música popular latinoamericana, a través de canciones de Charly García, Hugo Fattorusso, Aníbal Troilo, Chico Buarque, Víctor Jara, Luis Alberto Spinetta, Antonio Carlos Jobim, Pablo Milanés, Jorge Drexler, Silvio Rodríguez, Caetano Veloso y Violeta Parra.
Con el nombre de Páez en América, el artista recreó esa fabulosa travesía sonora en la noche del miércoles, y frente a una audiencia que accedió gratuitamente al evento, después de que las entradas se pusieran a disposición del público el pasado 25 de julio en la antigua sede del Correo Central. No obstante, mientras que en la isla caribeña lo acompañó la Orquesta de Cámara de La Habana, dirigida en esa ocasión por Dayana García, Páez estuvo respaldado en esta oportunidad por la impecable Kashmir Orchestra, conducida por Mariano Otero, quien, frente a la solemnidad que significa el trabajo orquestal, y más allá de su vasta trayectoria, fungió en una suerte de coequiper del cantautor. Lo evidenciaron aquellos pasajes en los que el exponente de 52 años, al piano, hacía indicaciones con sus manos, que bien supo captar la acertada batuta, al igual que sus dirigidos. Todos ellos, más allá de su responsabilidad, se permitieron disfrutar de un espectáculo del que ellos también fueron protagonistas.
Apenas ingresaron al recinto, Páez se paró delante del micrófono, ubicado casi al borde del escenario, y, tras el saludo al público, interpretó, primero a cappela, y amparado más tarde por la Kashmir Orchestra, “Y dale alegría a mi corazón”, para luego sentarse al piano y cantar “Cadáver exquisito” que, pese al contexto, no se privó ni de la batería ni del órgano. La propuesta del recital desde el vamos parecía explícita: apelar a la riqueza orquestal para embellecer la canción pop. El músico rosarino traspasó su clásico “11 y 6” mediante el caleidoscopio de matices de Nelson Riddle (arreglador histórico de Frank Sinatra), lo mismo que hizo más adelante al demostrar lo esencial que aún sigue siendo Heitor Villa-Lobos en la música popular latinoamericana en “Detrás del muro de los lamentos”.
Pero el Joe Guercio de Fito fue sin duda Gerardo Gandini, a quien invocó, además de contar que su hija y su nieto se encontraban en la sala, en la versión casi cinematográfica de “Ambar violeta” y, posteriormente, en “Canción para mi muerte”, cuya historia se remonta a 1995, es decir los 20 años del Adiós Sui Generis. Sin embargo, antes de llegar a esa anécdota, y luego de advertir que sería un recital muy largo, Páez presentó “Te recuerdo, Amanda”, de Víctor Jara, a la que catalogó como “inmensa”, y a continuación hizo “Parte del aire”, incluida en el álbum La la la, que grabó en sociedad con Luis Alberto Spinetta (1986), al que recordó al momento de evocar “Muchacha ojos de papel”. “Pese a que ésta es ‘la’ canción’, no se puede medir un tema en términos de mejor o peor. Se trata de una pieza fundamental”, señaló, ante la atenta mirada de Rodolfo García, ex Almendra, quien se encontraba sentado a dos filas del escenario, y para el que pidió un aplauso. “En ese sentido, la obra de Luis fue muy parecida a la de Xul Solar”.
A lo largo de las dos horas de espectáculo, el autor de Rock and Roll Revolution, último disco de estudio, que salió a la venta en 2014, también tributó a su paisano Litto Nebbia, al que no mencionó, pero sí introdujo con la afirmación: “Con él comenzó todo...”, la cual secundó con una fantástica adaptación de “Viento, dile a la lluvia”, de Los Gatos. Igual sucedió con Charly García al que, aparte de celebrar con “Canción para mi muerte”, a la que adjetivó como el tema que “lo despertó”, le dedicó, luego de advertir que “lo amo con todo mi corazón”, un increíble cover de “Desarma y sangra”. Ya para ese momento del show, La Ballena Azul no sólo estaba rendida a los pies de Páez, sino conmovida colectivamente. Aunque ciertamente hubo quienes no pudieron domar su emoción frente a ese “seleccionado de éxitos”, tal como el propio artista denominó a un repertorio cuyos autores lo impactaron lo suficiente para que abandonara la Facultad de Ciencias Agrarias de Rosario, y se viniera a Buenos Aires a medir su talento.
Si bien no es una rareza que una banda o solista del rock argentino se presente en vivo soportado por una orquesta, lo que ya patentaron artistas como Gustavo Cerati o Vox Dei, sí es una grata sorpresa que una figura que hizo su carrera en el género ponga un pie de esa forma en la música popular. Y es que, al mismo tiempo que redimía a sus héroes de la escena, Páez dejó de manifiesto su debilidad por la trova, al incluir “El breve espacio”, de Pablo Milanés, por el folklore nacional, con una erizante traducción de “Los ejes de mi carreta”, de Atahualpa Yupanqui, y hasta por el tango, por intermedio de una estupenda versión de “La última curda”, del tándem Troilo y Castillo, al igual que por su “Tumbas de la gloria” y “Carabelas de la nada”. Además de encontrarse enlazados por el gran Chico Buarque, lo que aúna a este último tema de su adaptación de “Construcción”, del genio brasileño, es que fueron dos momentos cumbres de la noche, en los que Fito, más que mostrar su cualidad para el desdoblamiento musical, se graduó de cantor de raigambre.
Después de volver al formato a capela con “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, Páez se despidió por primera vez de su público. Al regreso, con un auditorio vibrante, agradecido, feliz, eufórico, y palpitando al mejor estilo “religion song”, el músico, que durante la velada osciló entre el rol de crooner al micrófono y el de cantautor con el piano al frente, encarnó su ADN rockero con una visceral “Ciudad de pobres corazones” que progresivamente fue tomando forma del “Kashmir” de Led Zeppelin (para que la Kashmir Orchestra hiciera honor a su nombre). Y si antes se había resistido a mostrarse vulnerado por la emoción, este hijo prodigio de Rosario no daba más, pero del corazón, que estaba por estallarle de pasión. Por lo que no se le ocurrió mejor manera que aludir a Violeta Parra para despedirse: “¡Gracias a la vida, que me ha dado tanto!”. Ahora sí: todos completos. Lo que dio pie a “Mariposas Technicolor”, que, más que una despedida, sirvió de bienvenida, de buen augurio, para una nueva dimensión: la de Páez en América.
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