MUSICA › DANIEL BARENBOIM, MARTHA ARGERICH Y LA ORQUESTA WEST-EASTERN DIVAN
El sonido y el fraseo formidables de la pianista y la claridad conceptual del director volvieron a unirse en el festival Barenboim, con la interpretación del Concierto Nº 2 de Beethoven y la Sinfonía Nº 4 de Tchaikovsky.
› Por Diego Fischerman
Mueve los dedos de sus manos. Las restriega. En un momento, como si la música la invadiera de golpe, hace un movimiento casi de baile. Martha Argerich espera el momento de su entrada. La orquesta, precisa, presenta el tema principal del primer movimiento y delinea la frase con extrema elegancia. Ella y el director ya han salido al escenario, ya han recibido la ovación del público que colma el Teatro Colón y que, particularmente en las localidades altas, muestrea una excitación y un entusiasmo infrecuentes. Ahora es el momento de la música. Suena el Concierto Nº 2 de Ludwig Van Beethoven y cuando Argerich toca, con la claridad de un pequeño juego de campanas, sus notas iniciales, un nuevo sortilegio tiene lugar.
Este concierto es, en realidad, el primero entre los que escribió Bee- thoven y se conservan completos (de uno anterior apenas quedó la parte de piano y unos pocos apuntes para la orquesta). El hecho de que lleve el número 2 se debe, exclusivamente, a que el siguiente fue publicado primero. Pero es, de una manera mucho más explícita que en las obras posteriores, una obra de tensión estilística. Allí están las disonancias de las apoyaturas sobre los acentos y las bordaduras alrededor de una línea melódica diáfana como huellas del estilo galante. Y allí están también los contrastes dinámicos extremos, la instrumentación en la que los vientos no se limitan a subrayar algunos aspectos sino que entran en diálogos francos con las cuerdas y, por supuesto, una libertad armónica que los compositores del rococó no hubieran imaginado jamás.
Argerich y Barenboim, en un entrelazamiento ideal, íntimo y al mismo tiempo expansivo, dibujaron esa tensión y la sostuvieron admirablemente a lo largo de todo el Concierto. Como prueba bastarían las transiciones hacia y desde la cadenza solista del piano, en el primer movimiento y los increíbles, paralizantes pianísimos del final del segundo.
El sonido y el fraseo formidables de Argerich y la claridad conceptual de Barenboim tuvieron, en la apertura de este nuevo encuentro del festival que viene llevándose a cabo en el Teatro Colón, a una orquesta de virtuosismo y flexibilidad notables. La West-Eastern Divan, fundada como orquesta juvenil integrada por instrumentistas provenientes de países del Medio Oriente y de Irán y Turquía, ya no es con exactitud ni una cosa ni la otra. Se ha convertido en un organismo profesional, donde muchos de los integrantes permanecen varios años y además, independientemente de las tierras en que nacieron, forman parte desde hace tiempo de importantes orquestas europeas. Es, sí, una orquesta con una mayoría de integrantes muy jóvenes. Y su peso simbólico, como ejemplo de una posible concordia, sigue intacto. Pareja en sus filas, con solistas magníficos y un sonido grupal de alto impacto es hoy, sencillamente, una de las grandes orquestas del mundo. Y si el Concierto Op. 19 de Beethoven fue antológico, también lo fue, aunque por razones muy diferentes, la pieza fuera de programa. “Lo que vamos a tocar no es un bis”, anunció Barenboim. “Hace pocos días murió la gran maestra Pía Sebastiani y en su homenaje vamos a tocar con Martha una obra que a ella le gustaba mucho, el ‘Bailecito’ de Guastavino.” El director y pianista pidió, además, que la gente no aplaudiera para “irnos con esa música y con ella en el recuerdo”. Por supuesto, hubo varios –tal vez los mismos que no pudieron dejar de mirar sus celulares en ningún momento– que aplaudieron de todos modos.
En la segunda parte la orquesta, conducida por Barenboim, interpretó la Sinfonía Nº 4 que Piotr Ilich Tchaikovsky escribió en 1878. Existe una relación estructural entre la música y un supuesto programa que expresaría, en palabras del compositor, la “lucha contra el destino” y la “imposibilidad de ser feliz”. Su momento más logrado fue el oleaje de las cuerdas pulsadas en el Scherzo pizzicato. Pero la obra, dentro de un parámetro de excelencia indudable, se vio perjudicada por un cierto afán de objetivismo. Barenboim buscó reforzar los parentescos temáticos, los juegos rítmicos de las síncopas en el primer movimiento, los contrastes entre secciones. Faltó, tal vez, una mayor flexibilidad en la dinámica, que fue escalonada casi en terrazas. La explosión final, no obstante, fue memorable. La orquesta, largamente ovacionada, tocó dos bises: Valse triste, de Jan Sibelius, y dirigida por Lahav Shani, un joven conductor israelí que Barenboim presentó efusivamente, la Obertura de la ópera Ruslán y Ludmila de Nikolai Rimsky-Korsakov.
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