MUSICA › UN EXTRACTO DE CHAPTER AND VERSE, EL LIBRO DE MEMORIAS DE BERNARD SUMNER
El 18 de mayo de 1980, el suicidio de Ian Curtis sacudió la escena inglesa, donde Joy Division ya era un nombre conocido y respetado. Sumner, guitarrista y tecladista de la banda, publicó un libro sobre esos años: aquí se ofrece un fragmento que recuerda aquel día trágico.
› Por Bernard Sumner *
Joy Division terminó los 70 en un punto alto. Nuestro álbum debut, Unknown Pleasures, estaba teniendo una buena respuesta; acabábamos de terminar una gira exitosa y altamente disfrutable; el perfil de la banda estaba más alto que nunca y parecía crecer día a día. Nos embarcamos en los 80 entusiasmados por lo que iba a venir. Entramos al estudio en marzo de 1980 para grabar nuestro segundo disco, Closer.
Ian (Curtis) no disfrutó Closer tanto como disfrutó Unknown Pleasures. Para dar un ejemplo, pensaba que los teclados “lo hicieron sonar como el maldito Genesis”, pero también estaba pasando un mal momento en su vida personal y muy a menudo se dejaba ganar por un estado de ánimo confrontador.
Empezó una relación con Annik Honoré, una periodista musical de Bruselas que trabajaba para la embajada belga en Londres, y cuando estábamos en la capital estaba con un ánimo vulnerable. Era otra contradicción de Ian: se sentía culpable por el romance porque él estaba casado con Debbie y tenían una bebé, Natalie, de pocos meses; pero al mismo tiempo quería estar con Annik. No era muy de Ian tener un romance, y con eso, además de su epilepsia, estaba siguiendo un camino peligroso.
Estábamos parando todos juntos en un piso no muy lejos del estudio, en el que los dormitorios estaban en dos puntas opuestas. Steve (Stephen Morris, baterista), Hooky (Peter Hook, bajista) y Rob Gretton, nuestro manager, estaban en una parte, mientras que el productor Martin Hannett, Ian y yo compartíamos el otro lado. Annik vino y se quedó un tiempo, pero desde el momento en que llegó Rob y Hooky empezaron a tirarles una especie de vibración de “Uh, miren, son John y Yoko”. Empezaron a hacerles toda clase bromas. De manera inevitable, cuando Ian se cansó empezó a haber una distancia cada vez más grande. Por extraño que suene, no fue hasta después de su muerte que realmente escuchamos las letras de Ian y oímos claramente la confusión en su interior, que podía rastrearse en su manera de escribir letras en el comienzo. Sólo puedo imaginar lo que sucedía en su cabeza. El nunca nos habló ni dio indicaciones sobre los problemas profundos que podía tener pero, tristemente, estaban allí en sus palabras, desde el principio.
Un día a comienzos de abril, sólo unos pocos días después de volver de Londres, recibimos un llamado de Rob, quien nos dijo que Ian había tenido una sobredosis. No había muerto, él mismo había llamado a una ambulancia, pero estaba en el hospital.
Cuando salió, lo invité a venir y quedarse conmigo. Traté de hablar con él sobre lo que estaba pasando. Le hablé de toda clase de cosas, por ejemplo de los libros que le gustaban; simplemente tratando de ayudarlo lo mejor posible, de mantenerlo estimulado. En un momento le pregunté directamente si realmente había intentado suicidarse o si era el clásico pedido de auxilio. El fue inequívoco. “Definitivamente, intenté matarme”, dijo. “La única razón por la que me eché atrás fue que pensé que no tenía suficientes pastillas y había escuchado que, si no tomás suficientes como para matarte, podés terminar con daño cerebral.”
Pero con Ian nunca sabías si realmente quería decir lo que estaba diciendo. Traté de ser directo con él, de sacarlo de ahí. Una noche estábamos volviendo del ensayo a la casa donde yo vivía en ese momento, en un lugar llamado Peel Green en Salford, y a propósito tomé un camino que atravesaba un gran cementerio. Y le señalé las lápidas: “Es una estupidez, Ian. Imaginate lo que sería ver tu nombre escrito en una de ésas. No puedo decirte qué camino tomar en tu vida, pero definitivamente matarte no es la respuesta”. Yo estaba tratando de hacerle ver qué tremendo desperdicio hubiera sido que tuviera éxito en su intento, pero no obtuve una mayor respuesta de su parte.
Como seres humanos, todos maduramos físicamente de la niñez a la adolescencia y de allí a la adultez, pero nuestras emociones se quedan atrás. Los veinte años son un período particularmente difícil: atravesás una secuencia de tormentas emocionales en tus relaciones. Pero aún no estás equipado con lidiar con parte de la mierda que la gente te tira. Creo que si podés atravesar los veinte años, más o menos podés lidiar con todo. Tristemente, Ian terminó siendo una de esas personas que no lo consigue.
Todos tratamos de alejarlo de la mínima idea de cometer suicido. Mientras Ian estaba en el hospital escribimos dos canciones nuevas, “In A Lonely Place” y “Ceremony”, que pensamos que podían alegrarlo, hacer avanzar las cosas, hacer que dejara de colgarse con el pasado. Tocamos esas dos canciones por primera vez en Birmingham. Después de eso, teníamos programado encarar nuestra primera gira por Estados Unidos. Todos estábamos excitados. Fuimos con Ian a Manchester a comprar ropa para ese tour. El se compró unos zapatos horribles, polainas de terciopelo con lazos en los tacos. Le dije “Ian, parecen los zapatos de un muerto”... No sé por qué carajo le dije eso.
Justo antes de irnos a Blackpool, recibí una llamada en la que me dijo que quería ir a ver a Debbie antes de ir a América. Arreglamos encontrarnos en el aeropuerto. Me fui a ver a unos amigos de una banda llamada Section 25. Vivían justo a las afueras de Blackpool, cerca de un río; pasamos un día hermoso. Uno de los pibes de Section 25 tenía las llaves de la lancha de su padre y fue fantástico; aprendí a hacer esquí acuático –mal– y fue fantástico, realmente divertido, en un hermoso y soleado día. Después de eso volvimos todos juntos a su casa y, a eso de las cuatro de la tarde, estaba en la cocina cuando sonó el teléfono. Uno de los chicos de la banda atendió y dijo “Bernard, es para vos, es Rob”.
“Hola Rob, ¿cómo estás?”, dije.
Estaba a punto de empezar a contarle qué gran día había tenido cuando lo escuché decir algo sobre Ian suicidándose. “Oh, mierda”, dije. “No lo habrá intentado de nuevo, ¿no?”
“No, Bernard”, dijo Rob. “Esta vez lo hizo, se suicidó. Está muerto.”
La habitación giró frente a mis ojos y quedé atontado por una ola de shock. Dije de nuevo: “Qué, ¿lo intentó de nuevo?”
“No”, dijo Rob. “Realmente lo hizo, Bernard. Está muerto. Ian está muerto.”
Pobre Rob: tuvo que decírmelo un par de veces hasta que caí. Me deslicé al piso, shockeado. No hablé, no quería decir una sola palabra a nade. Los Section 25 me apoyaron mucho; fueron todos muy buenos conmigo, también los músicos de A Certain Ratio, pero realmente no hablé, no dije nada hasta el funeral. Todos los demás fueron a ver a Ian en el ataúd, pero yo no pude afrontar eso. Quería recordarlo como era cuando estaba vivo.
Una cosa muy curiosa sucedió el día anterior a que Ian muriera. Había estado en Heaton Park, en Prestwich, con Simon Topping de A Certain Ratio, y era un día luminoso y bello. Hay una gran colina en Heaton Park y, mientras mirábamos hacia allí, un hermoso caballo blanco apareció galopando. No tenía jinete ni montura, era sólo esta asombrosa criatura de puro blanco que bajaba por la colina hacia nosotros. El parque estaba lleno de gente disfrutando la luz del sol, pero el caballo vino directamente hacia donde estábamos. Se paró frente a nosotros, sacudió su melena, balanceó su cabeza un par de veces, y nos quedamos mirándonos por un minuto o algo así. En el momento me pareció muy raro pero, dados los acontecimientos de la noche que tendríamos por delante, me pregunto si no habrá sido alguna clase de profecía.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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