MUSICA › OPINION
› Por Eduardo Fabregat
En diferentes situaciones, en diferentes entrevistas, en las últimas semanas hubo una coincidencia conceptual: Charly García, David Lebon, Alejandro Medina y Héctor Starc apuntan que “el rock argentino de hoy es una garcha”, “Hay un vacío en el rock actual”, “No hay talento, son todos imitadores”, “Hay una falta total de talento, cinco mil bandas que suenan todas iguales”. Opiniones pesadas de nombres pesados, que podrían dar la impresión de una corriente de pensamiento o un diagnóstico de la realidad dictaminado por tipos que saben mucho, que hicieron mucho por el movimiento rock argentino.
Es una pena que sea todo tan falaz. Es una pena que gente que uno admira tanto se interne tan profundamente entre las tomateras.
Es comprensible, quizá hasta justificable: si se presta atención al limitado panorama que ofrece el mainstream –las principales compañías discográficas, la alta rotación de las radios de primera línea–, puede pensarse en un estancamiento, un vuelo bajo, una repetición de fórmulas o una apuesta al estribillo seguro que garantice a las empresas recuperar la inversión. Pero ocurre que esa punta del iceberg no delata todo lo que sucede por debajo. Para verlo hay que zambullirse, y para zambullirse hay que tener curiosidad, inquietud y pilas. En los años 90, en shows de Los Brujos o Peligrosos Gorriones o Babasónicos o Illya Kuryaki en pequeños antros de Buenos Aires, era habitual encontrarse mezclado entre el público a Gustavo Cerati, a quien su status de estrella multitudinaria no le había anestesiado las ganas de beber nueva música. El mismo Charly recorría la noche porteña y podía aparecer subido al escenario de Superchango. Se entiende, los problemas de salud de García no le permiten hoy tales trajines, pero la era de la hipercomunicación permite tener al alcance de un clic el enorme panorama de bandas con valores musicales, creatividad y pasión. Pero hay que querer. Hay que abandonar un poco el convencimiento de que –como cantó Spinetta, a quien Starc y Clarín irrespetaron esta semana con demasiada levedad en una nota deliberadamente escandalosa– todo tiempo por pasado fue mejor. Hay que bajarse un poco del caballo en el que se supone que uno es un genio y todo lo que vino después no tiene valor.
El rock argentino, el que vibra en infinidad de lugares cada fin de semana, en pequeños estudios de grabación, en los escasos lugares de difusión que se le brindan, vive un gran momento artístico. El mismo Medina debería tenerlo claro: su hijo Kubilai la descose en Mostruo!, una de las innumerables bandas que impulsan una escena platense pujante y excitante. Pero es injusto empezar a dar nombres, porque siempre queda alguien afuera. Lo esencial del asunto es la imponente vibración del rock de base. Ocurre que la industria ha cambiado radicalmente. Los grandes sellos se ven obligados a pocas apuestas, y la independencia que antes era elección de algunas bandas –Patricio Rey es el ejemplo más potente– es hoy el modo de trabajo por default. Ante el achicamiento de la industria, los músicos tomaron la producción por las astas y recorren el camino con las riendas en la mano. Con todo lo bueno y lo malo que eso supone: la libertad de decidir cada movida, los obstáculos de no tener un sólido respaldo que sostenga el proyecto. Pero que no tengan abiertas las puertas grandes y su música no se escuche en cascada no quiere decir que no existan, o que sus canciones no valgan tanto como para abrirse camino.
Las apreciaciones de los grandes valores del rock son una injusticia rayana en la falta de respeto. Quizá sería más humilde reconocer “yo no estoy muy al tanto, solo lo que sale en las radios, que me parece malo” antes que dictaminar sin ambages que aquí no pasa nada, que aquí se acabó el talento. La tragedia de Cromañón significó una devastación sin precedentes, y desde entonces una multitud de músicos puso el hombro y la inventiva para volver a sembrar, para volver a creer, sobre todo para volver a crear. Hay frutos. Hay una efervescencia y una calidad que supera largamente a los mediocres, que también los hay, como los hubo siempre. Pero a uno que labura de esto pero también lo disfruta, que ha visto y escuchado muchas cosas, que ha vivido los conocidos vaivenes de hacer música en la Argentina, le disgusta un poco el desdén injustificado. Ese subtexto de que la música buena se terminó con ellos. Esa pereza para prestar atención a lo que pasa por fuera de las luces más brillantes. Esa cosa de “música era la de mis tiempos” de la que todos se reían años ha.
A los jóvenes de ayer se les ha colado el discurso reaccionario que ellos mismos sufrieron cuando comenzaron. Es una pena. Los músicos que crecieron escuchándolos, aprendiendo cosas de ellos, continúan el profundo surco del rock hecho en la República Argentina con honestidad, con talento, con garra, con buenas canciones y grandes performances en vivo. No escuchándolos, ninguneándolos con soberbia, negando su existencia, se pierden la oportunidad no solo de disfrutar nueva y buena música, sino –sí, ellos también, que parecen saberlo todo– de aprender algo.
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