MUSICA › MARTHA ARGERICH Y DANIEL BARENBOIM ACTUARON EN EL TEATRO COLóN
Una pianista única y un músico excepcional, con dos conceptos interpretativos. Las dos estrellas volvieron a Buenos Aires y por momentos dieron brillo a un festival que hasta ahora no trasciende el peso de sus nombres propios.
› Por Diego Fischerman
Hay grandes pianistas. Y existe, también, Martha Argerich, alguien capaz de lograr que todo suene como si fuera inevitable y, al mismo tiempo, como si no hubiera allí la menor premeditación. Todo parece obedecer a un impulso. Todo tiene la cualidad de lo repentino y sorprendente. Su control técnico, y la manera en que ese dominio asombroso está incorporado a su propia esencia, hace que ella pueda arrojar impulsivamente su mano sobre el teclado –o que eso sea lo que parezca– y conseguir una ráfaga de sonido donde cada nota tiene una precisión cristalina. Nada de lo que toca parece escrito hace más de cien años.
Y todo parece ser tocado, cada vez, por vez primera. La delicadeza, el balanceo sutil que logra en el fraseo, la manera en que aún las notas más breves aparecen delineadas desde su ataque hasta la extinción del sonido, un impulso rítmico que jamás resulta pesante y una riqueza dinámica exrema son parte, en todo caso, de ese efecto Argerich ante el cual sucumben, desde hace cincuenta años, los oyentes de todo el mundo. Cada actuación de Martha Argerich es única e irrepetible. Su relación con el piano es interna Uno y otra se completan mutuamente, podría decirse, y ambos, piano y pianista, alcanzan su máximo grado de expresión y soltura al encontrarse.
En ese sentido, todo dúo con Argerich es injusto. Cualquier otro –salvo quizá Freire o Kovacevich, individuos de su misma y extraña especie– suena tosco o, por lo menos, falto de soltura. El dúo con Daniel Barenboim sufre en algo este síntoma, sobre todo en cuestiones de sonido, donde las diferencias son ostensibles, y de fraseo, un terreno en el para Argerich jamás hay forzamiento y donde Barenboim, en cambio, suele acentuar las tensiones. Y, sin embargo. Aún con las imperfecciones del caso, el dúo funciona precisamente por sus diferencias.
En su nueva presentación en el Colón, si bien lejos de la altura interpretativa que lograron el año pasado con los Estudios Op. 56 de Schumann, brindaron un concierto con algunos puntos altísimos, en particular en la obra que abrió la actuación, la Sonata para piano a cuatro manos en Fa Mayor, de Mozart, y los dos bises que la cerraron, después de una descomunal ovación: el segundo y tercer movimiento de otra composición de Mozart, su Sonata para dos pianos en Re Mayor, K 448. Y es que además de los pianistas, también hubo diferencias en los pianos. Uno de ellos, el de Barenboim, sonó muchas veces estridente y falto de dulzura. Mozart parece haber operado como un contenedor natural y allí, en ese mundo de pequeños filigranas y rupturas estéticas nunca declamadas en voz demasiado alta, los dos intérpretes encontraron lo mejor de sí y de sus instrumentos. Las dos obras de Liszt que ocuparon la parte central de la actuación, el Concierto patético, compuesto para dos pianos, y las Reminiscencias de Don Juan –original para piano y arreglada para dos pianos por el propio compositor– tuvieron, en algunos de sus preguntas y repuestas, una claridad notable pero tendieron por momentos al amontonamiento y a un gesto más atolondrado que pasional.
El concierto de Argerich y Barenboim coronó la primera semana de actividades del pianista y director en el festival que el Colón programó por tercer año consecutivo. En la que comienza llegarán algunos de los platos fuertes, en particular los dos conciertos de la orquesta de Barenboim, la West and Eastern Dival, que tendrán como solistas a Argerich (el jueves) y al tenor Jonas Kaufmann (el sábado). Se espera que compensen la sensación de que lo que hasta ahora tuvo lugar no llegó ni a sorprender ni a seducir. Luego de la apertura con las tres últimas sinfonías de Mozart, Barenboim actuó en trío con su hijo Michael como violinista y el excelente cellista Kian Soltani. Un Trío de Mozart –el K548– donde el resultado fue menos que la suma de las partes, sin cohesión ni demasiadas complicidades, y un Tchaikovsky (el Trío Op. 50) que evidenció problemas técnicos y falta de un concepto colectivo de obra, presentados para el Mozarteum, dejaron gusto a poco. Y el concierto en que la orquesta rindió homenaje a Ginastera y Salgán, no logró trascender el evento social y el peso de los nombres propios.
El Concierto para violín y orquesta escrito por Ginastera en 1965, con Michael Barenboim como solista, sonó mucho menos inspirado –y menos claro– que en la versión que este mismo año presentó la Filarmónica de Buenos Aires con Enrique Diemecke en la dirección y su hermano Pablo como solista. Y a la segunda parte, con arreglos orquestales de tangos de Salgán firmados por José Carli, la idea de lo cursi le queda chica. Con énfasis en el lucimiento orquestal –y no en el lenguaje– y profusión de tubas para los bajos, fanfarrias de trompetas y toques de triángulos y timbales, nada podría haber sonado más cercano a una banda de circo. César Salgán, como pianista, hizo lo que pudo para salvar al conjunto del ridículo. Y, por supuesto, un pequeño detalle que trascendió en mucho su utilización como condimento exótico: los tres temas que tocó el Quinteto Real en el escenario del Colón antes de la aparición de la orquesta.
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