MUSICA › OTRA NOCHE INTENSA EN EL CLUB CIUDAD
El grupo mexicano vivió lo mismo que El Otro Yo el miércoles pasado: dentro de un cartel con otro cariz estilístico, luchó contra la indiferencia. Los uruguayos dieron un show inolvidable.
› Por Cristian Vitale
A 15 minutos de haber empezado su show, Jonaz, cantante de Plastilina Mosh, propuso “¿seguimos?”. El 70 por ciento de las casi 19 mil personas que asistieron a la octava jornada del Pepsi Rock ni se enteró. O estaba de shopping-rock trashumando puestitos, o clavándose un paty o procurando los primeros lugares del escenario principal. Del resto, la mitad –poco sutil– dijo “nooooo” y apenas un puñado –gente glam, de dancing– optó por la afirmativa. Jonaz acusó el golpe, respiró profundo y, profesional, piloteó el set airoso. No era fecha para su estética lounge-hip-hopera-electrónica, y arremetió con un retorno a los ’80: Peligroso Pop, que produjo una sensación dual: interesante y ninguneado a la vez. Habían pasado tres temas que, a ojo chabón, podrían ser macartizados de mirandismo internacionalista –o mexicano, al menos–. Dos personajes vestidos de árabes, tres sintetizadores –casi– superfluos y un guitarrista travestido, con bufanda de piel de oso, plagiando coritos femeninos y bailando como un fundamentalista de la joda. “Quiénes son estos muñecos”, comentó, hastiado y a tono bajo, un hombrecito con remera de los Guasones. Plastilina continuó, pero era una quijotada esperar que provocaran algo. Ni siquiera alcanzó con el cuelgue de reminiscencias negras –Afroman– que repite como un mantra la frase: “Afroman, se te sube a la cabeza”. Menos con “Nalguita”, que sólo hubiese sido efectivo como entretiempo de Los Auténticos Decadentes. Las almas barriales habían quedado calientes con La Mancha de Rolando, y La Vela Puerca, sólo La Vela, podía saciarlas.
Con puntualidad de cronómetro, el octeto oriental hizo olvidar rápidamente otro desliz de la organización. Plastilina es a La Vela, La Mancha, Karma Sudaca, Guasones, Nativo o los muy buenos Naranjos, lo que el aceite al dulce de leche. Los mexicanos, pese a sus pergaminos, apenas operaron como ‘aguante’ para que los plomos rearmaran el escenario principal, ese que el paquete marketinero bautizó Pepsi. Y ahí, sobre terreno firme, La Vela ratificó su estupendo momento. Dos horas y media, 28 canciones y uno de los recitales más inolvidables de los varios que dio el grupo en su segunda –¿segunda?– tierra. Hace dos años que no editan disco –el último fue A Contraluz– y sin embargo convierten cada presentación en una situación irrepetible. ¿Razones? 1) Son una máquina de “hits”, pero no de esos que pasan en las radios mainstream. 2) Transcurren años y Sebastián Teysera, el frontman, jamás pierde su carisma hipernatural. El “enano”, con esa aura de Joe Cocker rioplatense, no necesita de discursos artificiales, arengas populistas ni poses forzadas. Apenas con su voz levemente rasposa, la mano derecha en el bolsillo –como si estuviera hablando de fútbol en una esquina del Parque Rodó– y una llegada llana, “de atorrante bueno”, le basta para meterse al público en el bolsillo. 3) La banda suena sencillamente “impecable”, gusta muchísimo porque es plurigeneracional, multiemotiva y absolutamente popular.
Difícil encasillar a un grupo cuando se mete en los poros de una muchedumbre desigual. Hijos, padres, rockeros –medio– pesados, rolingas, algún punky nostálgico, skalíticos, fumones inquietos o curiosos de toda laya levitan, cantan, disfrutan. La Vela no es rock forzadamente ATP, no deviene de los megafestivales sino que los anticipa. Es, palpablemente, rock que sale de adentro. Es cierto que un leve aire ska subyace en casi todo el repertorio –la sesión de vientos es un reloj–, pero sólo prolifera en un puñado de canciones (“Rebuscado”, “El Gavilán”, “Alta magia”). El resto es una cadena de melodías frescas, muy rítmicas, pegadizas –en el sentido menos complaciente posible–, y catárticas. Hasta letras abrumadoras como la de “Claroscuro” (“Será culpa de todos / no encontrar el modo pa’ poder sentir / Y el que da la anestesia / ríe con demencia y se escucha al morir”), provocan ese cuadro de ojitos relajados, que ocurre cuando un sonido explota en el alma. Y así con “Un frasco”, “Zafar” –cantada sólo por el público–, “De atar”, el dulzón “Sin palabras”, “Va a escampar”, “Mi semilla” –que Teysera, sosegado y en plan de trova, cantó sentado al borde del escenario–, o ese bálsamo que direcciona todos los sentidos hacia la libertad total llamado “Llenos de magia”.
Precediendo a La Vela y Plastilina Mosh, y después de Guasones, Chancho en Piedra y Súper Ratones –que se despachó, temprano, con una buena remake de “Sábado a la noche”, de Moris–, La Mancha de Rolando desplegó una catarata de canciones sin pretensiones. Sinceras, espontáneas, genuinas. Manuel Quieto dedicó “Arde la ciudad” a los desaparecidos: “Ante tanta modelo top, RR.PP. y HdeP, no olvidemos que ellos dieron la vida por la patria”. Se puso en criollo-militante y mencionó a Larralde, Cafrune y Ricardo Iorio como musas del malambero “Vagabundear”. Llamó a convertir el porteñísimo Ciudad de Buenos Aires en una peña gigante y se despidió con “Calavera” acompañado por Facundo de Guasones –¡jefe del partido rolinga de los trabajadores!– y “A vivir”. Hay pasiones, claro, que sólo el rock and roll popular y rioplatense puede explicar. Y si no habrá que preguntarle a Jonaz, el chicano de Plastilina Mosh, que viajó miles de kilómetros para ver cómo la gente paseaba, pancha y a lo lejos, por las góndolas del supermarket rockero.
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