Lun 10.10.2016
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MUSICA › NEIL YOUNG Y PAUL MCCARTNEY, SEGUNDA FECHA DE LUJO EN EL DESERT TRIP

La noche en que mil semillas germinaron en el desierto

El encuentro entre los dos músicos para “A day in the life”, “Give peace a chance” y “Why don’t we do it in the road?” fue la cumbre de una noche para la historia, en la que cada uno construyó shows que dejaron a 75 mil personas entre exclamaciones entrecortadas.

› Por Eduardo Fabregat

Página/12 En Estados Unidos

Desde Indio, California

Dice el diccionario de la Real Academia Española: “Apoteosis. f. Manifestación de gran entusiasmo en algún momento de una celebración o acto colectivo”. Las palabras dan una descripción clara y ajustada, sí, pero son absolutamente insuficientes para describir el estado de delirio que acaba de ganar a las 75 mil personas que abarrotan el Empire Polo Club. Paul McCartney y Neil Young ocupan el centro del escenario, se desgañitan cara a cara en una incendiaria versión de “Why don’t we do it in the road?” que alcanza su punto de fisión con un arrasador solo de guitarra del Caballo Loco. Se dijo ayer en estas páginas: el gesto de los Stones tocando “Come together” abrió presunciones sobre lo que cada artista podría hacer para poner una nota distintiva en el Desert Trip. Young y Macca, protagonistas cada uno por su lado de sets demoledores, generaron en el primer cruce del festival una postal -y una banda sonora– para la historia.

Hubo para dar y repartir en la segunda fecha del encuentro que al cierre de esta edición daba las hurras con Roger Waters y The Who. Lo de Neil Young fue un viaje de la calma a la furia, de la delicadeza melódica al groove desgarrado. Podría decirse “de menor a mayor” pero eso sólo aludiría a los vúmetros y no a la calidad de lo que sucedía. Lo que hizo el canadiense fue de mayor a sencillamente increíble: cuando llegó el final y “Rockin’ in the free world” se estiró en finales épicos y nuevas vueltas de estribillo, el predio situado en el desierto de Sonora pareció ganado por un sismo digno de la falla de San Andrés. Con ello el guitarrista y cantante cerró una faena de las que dejan marca, con una narrativa de intensidad ascendente que fue llevando al público de las narices hasta la convicción de estar presenciando un hecho irrepetible.

¿Cómo eligió Neil abrir ese recorrido que terminó en semejante desquicio eléctrico? De la manera opuesta: 25 minutos después de lo anunciado, en el escenario flanqueado por seis teepees de nativos originarios aparecieron dos mujeres en overol desparramando semillas, una acción relacionada con la militancia ecológica de Young pero también una buena alegoría de todo lo que iba a germinar en las horas siguientes. Solo frente al piano, el músico abrió el fuego con dos impecables apelaciones setentosas, “After the gold rush” y “Heart of gold”; le bastó avanzar unos años para llegar a “Comes a time” y generar el primer coro general, antes de dar por finalizada su apertura minimalista con el armonio de “Mother Earth (Natural Anthem)” y dos tipos en trajes aislantes fumigando el escenario. A partir de allí, el ingreso de su banda Promise of the Real sirvió para empezar a agregarle sonidos a esas tomas de posición en ese asunto del cuidado de los recursos naturales.

Con la aplicada paciencia de los artesanos musicales, Young construyó una velada en la que, peldaño a peldaño, fue encendiendo el ánimo de la multitud. “Show me” y “Harvest moon” empezaron a construir un entretejido por momentos hipnótico, que fue endureciendo las formas con las soberbias versiones de “Words (between the lines of age)” (otra visita a Harvest, ese disco esencial para entender algo de la esencia de Young) y “Walk on”. Pero el pico máximo llegó con una extraordinaria rendición de “Walk by the river”, clásico del Crazy Horse modelo 1969 convertido en una montaña rusa de más de veinte minutos en los que la banda galopó desbocada, estirando los límites del noise en vivo. Como una continuación de semejante demostración de músculo, la canción que cerró el set fue, también, una toma de posición: originalmente incluida en un disco de Crazy Horse que afirmaba desde el título que “el óxido nunca descansa”, “Welfare mothers” vino a demostrar que Neil no tiene de joven solo el apellido, y que su aspecto físico es solo una anécdota para un artista capaz de magnetizar la atención de miles y miles de personas. “Vuelvan mañana: van a construir una pared y podremos volver a hacer grande a México”, aludió a Roger Waters antes de irse, en otro potente gesto político de la noche.

Lo de Young fue un viaje de la calma a la furia.

Si de imantar multitudes se trata, Paul McCartney tiene un master en la materia. Ese show que dejó extasiado al Unico de La Plata hace unos meses tiene un significado igualmente potente para el público estadounidense. El documental de Ron Howard Eight days a week es muy ilustrativo del peso específico que tuvieron The Beatles en la cultura del país; pero el estallido de amor incondicional que recorre el Valle de Coachella cuando el bajista y su banda largan con “A hard days’ night” es el ejemplo más poderoso posible. Para decirlo de manera muy poco elegante: aquí los Fab Four son una fucking religión. Entonces, ¿cómo no va a generar semejante fiesta colectiva un concierto de más de dos horas en el que el hombre del bajo Hofner entrega un colosal resumen de esa banda y sus más inspirados momentos solistas? Cuando Macca anuncia “una fiesta al estilo de Liverpool” y descoyunta al personal con “Day tripper”, y luego descarga un clásico de Wings como “Let me roll it” para largarse a rockear duro con “I’ve got a feeling” y su cita a “Foxy Lady” de Hendrix, apenas van siete temas y ya tiene a todo el mundo en su bolsillo.

Así Paul fue encadenado estaciones de un viaje que se reflejó en las caras y los cuerpos de miles y miles, entregados a un rito colectivo que es la confirmación feliz de todo lo que esta gente vino a buscar al desierto de Sonora: un encuentro con la historia, pero conjugado en poderoso tiempo presente. “You can work it out”, el añejo “In spite of all the danger”, la gigantesca versión de “I’ve just seen a face”, y las relajadas lecturas de “Love me do”, “And I love her” y “Blackbird” (con Paul en una plataforma elevada, disfrutando la vista de una multitud entregada) son demasiado para cualquier espíritu. “Viendo las luces de sus celulares sabemos cuáles son las canciones que les gustan”, dijo. “Cuando tocamos una que no saben es como un agujero negro. Bueno, acá hay otro agujero negro”, soltó antes de “Queenie Eye”, una de las grandes canciones de su disco New. Pero el agujero negro no duró nada. El sacudón de “Lady Madonna”, la belleza atemporal de “Eleanor Rigby” y la descomunal, lisérgica visita a “Being for the benefit of Mr. Kite!” fueron los ruidosos preparativos para el momento cumbre de la segunda fecha.

Es de esas anécdotas para contar a los nietos en –cristalizando ya la humorada de Jagger el viernes– el Hogar de Retiro Palm Springs para Músicos Gentiles: “¿Te conté, nene, de la noche que vi a Paul y Neil haciendo historia?”. El nene estará harto de la misma anécdota, pero los que estuvieron el sábado 8 de octubre de 2016 en Coachella no se cansarán nunca. No habrá manera de explicar con palabras precisas la carne de gallina cuando Young & McCartney se embarcan en el cierre de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, y el último crescendo orquestal de “A day in the life” es reemplazado por una arengadísima apelación a “Give peace a chance”. No alcanzan los sinónimos de “histórico” y “legendario” cuando, por primera vez en toda su carrera, McCartney hace en vivo “Why don’t we do it in the road?” y le cede a Young el protagonismo para el tiro de gracia de ese solo desquiciado. Es mucho. Es demasiado. Es inolvidable.

Y no, eso no es todo. Porque todavía hay más cargas para lanzar, hay todavía mucho por dejar caer para que la desconcentración del campo sea entre exclamaciones entrecortadas. Hay lugar para un “Something” que arranca dos veces por culpa de un ukelele desafinado. Hay lugar para un muy celebrado “Band on the run”, el marchoso “Back in the USSR” y el monumental despliegue pirotécnico de “Live and let die”, un recordatorio de por qué a los Guns N’Roses se les ocurrió un día que ese temita de las pelis de James Bond era un arma de destrucción rockera. Hay espacio para el clásico cierre de “Hey Jude” y su coro universal, antes de una tanda de bises que arranca con devolución de favores: si los Stones hicieron “Come together”, a Macca le toca recordar “I wanna be your man”, la canción compuesta para los Stones a pedido de Andrew Loog Oldham, que no tocaba desde la gira de 1993. Y de allí en más, puros golpes de gracia con un furioso “Helter Skelter” y el bloque Abbey Road de “Golden slumbers”, “Carry that weight” y “The end”.

Si sabrá Paul que al final el amor que se recibe es igual al amor que se da: todo lo que ese tipo le dio a la humanidad en forma de canciones retorna aquí con una calurosa oleada en la que nada tiene que ver el clima del desierto. Hoy, cuando todo el mundo emprenda la retirada luego de tres días en una burbuja temporal, hasta las piedras del camino parecerán transformadas en algo diferente. Un desierto donde germinaron mil semillas. La música tiene esas cosas.

McCartney no podía sino enamorar: The Beatles son religión en Estados Unidos.

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