MUSICA › VICTOR HEREDIA EN EL TEATRO OPERA
El cantautor volvió a presentar en vivo su obra, a veinte años de su concepción. Participaron agrupaciones de pueblos originarios.
› Por Cristian Vitale
“El español que me mata / no sabe que está cortando / la cabeza que mañana / cantará en un canto eterno.” Cada frase de Taki Ongoy, cada estrofa de esa obra monumental que inmortalizó Víctor Heredia hace 20 años, parece tener una vida propia. Una existencia autónoma, significante, absolutamente capaz de explicar el todo por la parte. Podrían tomarse más, pero ésta –extraída del tema “Muerte de Túpac Amaru”– dispara con contundencia lo que otras no: futuro, devenir, esperanza, trascendencia. Ese “canto eterno” parece resolver, simbólicamente, la gran incógnita de la voz en off que hila la obra: ¿Qué habríamos sido, si hubiéramos podido ser (en toda nuestra plenitud)? Y ese “canto eterno” es el que renació ante el pueblo blanco –dos teatros Opera colmados– a través de los seis grupos musicales de pueblos originarios, que el cantautor citó para volver a presentar la obra en vivo, tras dos décadas de demanda. Luego de “Ella está conmigo”, anteúltima canción del disco –ejecutado como en su edición original–, Heredia colgó la guitarra, se sentó en el centro del escenario y fue anunciándolos. Uno por uno.
Primer rescate: la banda de sonido del pueblo Nación Mapuche, Pu Aukin Mapu. Un quinteto colorido, ataviado de cumbís, llautus (tejidos de lana de vicuña y vinchas de cabeza) y bandera propia, con una música-lamento impregnada por el silencioso sonido del kultrum, que levantó el aplauso más cerrado de la noche. Segundo: un cuarteto de indios pilagá, salido de Pozo de Tigre, Formosa, que ejecuta un huayno sencillo y estremecedor. Detrás, el dúo Huarpe, Guaytamarí; un solista toba apodado Kom, que extrae de su n’vique –violín artesanal, de una sola cuerda– reminiscencias ancestrales; Jaguar –cuarteto charrúa– y el septeto Kolla –Pacha Runa– con un carnavalito mitad acústico mitad eléctrico, sencillamente conmovedor. Veintitrés músicos nativos que, hacia el final, rodean a Heredia e introducen de cuerpo y alma la relación causa-efecto de su obra. Retinas rojas, corazón abierto, momento inolvidable. Víctor cantando “Una tierra sin memoria / no nos cobijará jamás” (“Una tierra sin memoria”), y todos ellos ahí, cobijados, contenidos, bienvenidos por miles de personas. El canto eterno de Túpac Amaru; el qué habríamos sido, si hubiéramos podido ser, en acto. Activado con música y sangre sobreviviente, “como sueños que pujan hacia la libertad”.
La feliz idea de convocar diversas expresiones culturales de seis pueblos originarios palió una parte de ese malestar insistente, obsesivo, casi impotente que generó, genera y generará Taki Ongoy a quienes la historia de los vencidos se les hace carne. Demasiado desgarrador es escuchar otra vez “Qué abismo abrirá sus fauces / para tragar mi dolor”, cuando el cantautor refiere la muerte de Atahualpa. Abruma tanto como rebela rememorar que lo mataron porque le dieron un libro para escuchar la palabra del nuevo dios, y lo arrojó al suelo porque ese dios “no le quiso hablar” (“Encuentro en Cajamarca”). Perfora el alma revisar que huesos de ocho millones de indios se pudrieron en las minas (“Potosí”) o que hubo mujeres diaguitas a las que les cercenaron los pechos (“Mutilaciones”). Porque Taki Ongoy es la expresión más cruda, bella y pedagógica que se haya hecho hasta hoy para denunciar uno de los genocidios más silenciados del universo y, como tal, genera angustia, introspección, mea culpa, catarsis, conocimiento. De ahí, la validez de constatar la continuidad de una cultura. La supervivencia del reverso de la moneda del que habla Heredia en el prólogo. La cultura que subyace “dolorida y melancólica” en un inconsciente hecho de dos barros.
Babú Cerviño (piano y teclados), Panchi Quesada (guitarra), Ricky Zielinsky (bajo), Gustavo López (batería), Víctor Carrión (aerófonos) y Gabino Fernández (teclado) fueron un plafón sonoro ideal, muy a la altura de la obra. Cada uno con su partitura, siguiendo el tono épico, certero y claro de Heredia. E iluminado canciones con arreglos melódicamente impecables (“Ella está conmigo” y “Un pedazo de mi sangre” en especial) o agregando toques funk a la de por sí rítmica versión de “La puerta del Cosmos”. No estuvieron Juan Carlos Baglietto, Mercedes Sosa o Jorge Fandermole –voces invitadas en el disco– pero sí un coro –Coral de Hoy– dirigido por Ricardo Maresca, que transformó las versiones de “Canción para la muerte de Don Juan Chelemín”, “Potosí” y la postrera “Una tierra sin memoria” en lo más parecido al apocalipsis. “Esta vez no me voy a resistir a hacer bises que no tengan que ver con la obra”, dijo Heredia al final, y regaló “Mariposas de Bagdad”, “Ojos de cielo”, “Sobreviviendo” y “Todavía cantamos”, un breve relax ante tan contundente cachetazo a la conciencia, con nombre de rebelión cultural milenarista. 20 años no es nada ante los 20 mil que tiene la patria... Valió la pena esperarlos.
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