MUSICA › CONCIERTO DE LA FILARMONICA DE BUENOS AIRES
› Por Diego Fischerman
ORQUESTA FILARMONICA
DE BUENOS AIRES
Director: György Györivángi Ráth Obras de Bartók, Sibelius y Kodály.
Teatro Gran Rex.
Martes 10.
Los resultadistas, tanto en el fútbol como en la economía, curiosamente, no suelen lograr resultados demasiado buenos. La misma paradoja se verifica en cuestiones de programación musical, y si hiciera falta alguna prueba que lo verificara, por el absurdo, bastaría el último concierto de la Filarmónica de Buenos Aires –y, en realidad, toda la temporada que está llevando adelante–. Los resultados –una sala llena y un público entusiasmado, más allá de las evidentes limitaciones acústicas que implica estar fuera del Colón, una orquesta concentrada y con un excelente nivel de ejecución– se habían logrado y, precisamente, con aquello que los resultadistas más temen: el riesgo.
La genial Música para percusión, cuerdas y celesta, de Béla Bartók, que hacía 25 años que no se tocaba en Buenos Aires, un poema sinfónico de apabullante concisión escrito por Jan Sibelius en 1913 –y que se había interpretado en esta ciudad una única vez hasta el momento– y las brillantes Danzas de Galanta, de Zoltan Kodály, fueron el argumento desde el cual la Filarmónica desplegó musicalidad, intensidad emotiva y virtuosismo, comenzando con la fenomenal fuga en pianísimo de la obra de Bartók y concluyendo con la exquisita actuación de las maderas –fueron extraordinarios los solos de clarinete, flauta, flautín y oboe– en la composición de Kodály.
Entre ambas, la orquesta, dirigida con precisión y entrega por Györivángi Ráth, brindó una gran interpretación de Luonnotar, de Sibelius, una obra extraña y atípica –tal vez como toda la producción del finlandés– que no encaja exactamente en ningún molde y sorprende con su concepción formal y tímbrica. La cantante Virginia Correa Dupuy, más allá de un problema de afinación en el comienzo, interpretó la obra con autoridad y convicción y fue conmovedora en el texto del Kalévala elegido por Sibelius, donde se lamenta la diosa del aire, al ser fecundada por las olas para crear los cielos.
Györiványi Ráth, que ya había dirigido en el Colón las óperas Macbeth de Verdi, Mefistófele de Boito y Manon Lescaut de Puccini, logró que cada una de las obras creara su propio mundo estético y, en ese sentido, no es un desafío menor haber comenzado con el que tal vez sea uno de los principios más difíciles del repertorio, donde lo tenue se conjuga con una inmensa tensión contenida. El premio, para el público pero también para director y orquesta, fue la explosión del bis: una de las rapsodias húngaras de Johannes Brahms.
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