Lun 18.06.2007
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MUSICA › CESAR ISELLA, UN LIBRO Y UN DISCO POR SUS 50 AÑOS DE CARRERA

“El contenido humano salió en las canciones salteñas”

El folklorista, integrante histórico de Los Fronterizos e integrante de la selección que grabó la primera Misa Criolla, está festejando su aniversario con Cincuenta años de simples cosas. Y planea encontrarse con varios amigos en un show en el que repasará los hitos de su carrera, en julio.

› Por Cristian Vitale

Arriba, a la izquierda de la contratapa de su libro, Cincuenta años de simples cosas, aparece César Isella en short, con los acantilados de Chapadmalal detrás. El rostro es el de un niño asombrado pero contento. Denota que ronda los nueve años, que sus ojos debutan con el mar. “Como era el músico de la escuela me tocó cantar para Evita, jamás olvidaré esa cruzada. ¿Sabe lo que era para un pibe de la montaña conocer el mar?”, dice, emocionado. La imagen es la primera de una serie que lo mostrará en evolución: aparece con Los Fronterizos –grupo que integró entre 1956 y 1966–, con Armando Tejada Gómez –su socio artístico– y Los Trovadores en los camarines del Teatro IFT, con Antonio Berni proyectando musicalizar a Juanito Laguna, con Rubén Juárez y Horacio Ferrer en Versailles, con Serrat en Barcelona o junto a Fidel Castro en la cumbre de presidentes de 1995. Isella las repasa, semiótico, y se detiene en la que está con Tejada. “Se ponía en pedo y me decía ‘yo estuve con Mao Tsé Tung en China y le leí mis poesías’. Jamás le creí hasta que vi las fotos. ¡El loco había estado con Mao! Pensar que yo siempre le enrostraba haberle cantado a Evita”, evoca, entre risas.

La cadena fotográfica opera como ingreso eficaz a la vida y obra del creador de la universal “Canción con todos”, de “El triunfo agrario”, “Fuego en Anymaná” o “Canción de lejos”, que ya lleva medio siglo de música. La autobiografía, editada por Sudamericana, rescata detalles salientes del periplo vivencial y el disco, homónimo, devuelve las amistades que el cantautor cosechó durante todo este tiempo: Joan Manuel Serrat, León Gieco, Adriana Varela, el Chaqueño Palavecino, Teresa Parodi, Zamba Quipildor y Juan Carlos Saravia, entre ellos. “Es un disco conmemorativo. Estoy tratando de ubicar una fecha en que coincidan todos para presentarlo. Tal vez sea en julio, en el ND/Ateneo. Veré. Es difícil reunir a estos amigos sinvergüenzas juntos. Y menos a Serrat, por obvias razones”, dice sobre el catalán, que aportó al disco “Resurrección de la alegría”. “Cuando fui a visitarlo por primera vez a Barcelona me comentó que era el texto de Tejada que más le gustaba –cuenta–. Y fue el que más fácil me la hizo, porque le mandé los arreglos, grabó su voz arriba y me lo reenvió para que lo terminara.”

–¿Qué tres hechos podría rescatar como centrales en estos cincuenta años?

–Primero, los 14 millones de discos que vendimos con La Misa Criolla. Todavía estoy cobrando las regalías y haciendo asados con los amigos (risas). Después, haber recorrido el continente con el Nuevo Cancionero y conectarme con la pibada. Gracias a Luciano Pereyra, Rubén Patagonia o Soledad, aprendí mucho, me renové. Del amontonamiento siempre salen chicos muy valiosos.

–¿Y Juanito Laguna no? En ella coincidió con Piazzolla, Yupanqui, Horacio Ferrer, Cuchi Leguizamón y Eduardo Falú, casi un seleccionado de la música popular argentina.

–Es que con Antonio Berni –creador de la obra– nos equivocamos al editarlo en 1977. A los pocos días de su edición me llamaron de la editorial y me dijeron “acaban de secuestrar a Juanito Laguna”. El Ejército llegó a una disquería pequeña del Gran Buenos Aires, cercó la calle, hizo un tremendo operativo y el jefe señaló: “éste”. ¡Pobre Juanito! Los burros de verde no tenían idea de quién era. Tenían la orden específica de causar temor, porque sacaron el disco de todas las disquerías. Igual, se siguió vendiendo por abajo del mostrador. Con Berni nos dijimos “qué boludos, cómo vamos a sacar un disco profundamente social, que les canta a los Juanitos de Río de Janeiro, Lima, Buenos Aires o Santiago de Chile, en el peor año de la dictadura...” Pero siempre hay revancha. En mayo viajé a Cuba y la Casa de las Américas me pidió que la recreara.

–Sus viajes a Cuba son recurrentes. ¿Cómo ve a la isla en su actual estado de transición?

–Es verdad que hay muchas dificultades, pero ruego que la transición no sea violenta. Es un pueblo digno, preparado, y no lo merece. Lo siento profundamente, porque yo me até mucho a Cuba cuando Tejada ganó el premio Casa de las Américas en 1974. Conocí a Nicolás Guillén, a Carlos Puebla. Y estuve en la primera actuación de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés en La Habana. Ahora son famosos, pero en ese momento los cubanos no entendían los temas de Silvio. Les parecían muy raros. Acá también. Yo fui el primero en grabar “La era está pariendo un corazón”, y me miraban como diciendo “estás loco”. Otro momento cúlmine fue en 1989. Vi la crisis profunda en la que había caído Cuba cuando la URSS dejó de ayudarla. Los chicos salían de las casas y miraban si por el río venía el barco. Espantoso. El período excepcional fue tremendo.

–Teniendo en cuenta su pasada experiencia como secretario general de Sadaic, ¿cómo analiza la vida material de los músicos allí, en términos de propiedad intelectual?

–En los países socialistas no se paga la propiedad intelectual... se considera de todos. Con ese pretexto, no le pagan a nadie. Eso viene de la URSS, de Polonia, y en Cuba pasa lo mismo. Yo he tenido charlas enormes con los compositores. Les decía “giles, los que pierden son ustedes, porque sus canciones recorren el mundo”.

–Argentina no es un país socialista y, sin embargo, Los Fronterizos la pasaron bastante mal...

–Es cierto. Nuestra música no pasaba por las oficinas de las editoriales. Más aún, fuimos castigados por las editoriales, de payucas nomás. Teníamos terror de ir a registrar a Sadaic esos papeles que no entendíamos. Entonces, se los entregábamos a las editoriales, que nos comían el 25 por ciento de la ganancia. Además, hubo falta de fidelidad. Yo entregué mi obra a la editorial Lago y, cuando me di vuelta, se la vendieron a Warner. En los ’60 nadie tenía idea de que había una entidad recaudadora, y menos viniendo del interior. Había una cuestión de edad e inocencia. Cuando me integré a Los Fronte, yo era un chango adolescente. Tenía 17 años, pero al cambio mental de Buenos Aires te daba 11 o 12 años. Eramos muy payucas y nos gustaba serlo.

–¿Cómo funcionaba esa “inocencia” en términos estéticos?

–Recién cuando vinimos a Buenos Aires, nos enteramos que la música era un oficio. Para nosotros, allá en Salta, era una alegría. Nuestra canción traía el contenido humano en la poesía, porque las zambas catamarqueñas eran bellísimas, pero paisajistas... el hombre no estaba dentro. Seguimos mucho a Yupanqui. El viejo fue la continuación de José Hernández y operó como una gran influencia para nosotros. Cuando fui con Los Fronterizos a Mendoza, lo conocí en la casa de la niña Yolanda, esa jujeña viuda a la que Cuchi y Castilla le hicieron la zamba. Era 1963 y entramos con un terror tremendo... estaba el Tata, el maestro, el cacique de todos. El nos trataba de usted y a nosotros nos temblaban las patas.

–Una especie de verticalismo folklórico...

(Risas) –Sí. En Salta, cuando yo era chico, uno se daba vuelta en una esquina y se topaba con el Cuchi, con Falú, con Jaime Dávalos, con Manuel J. Castilla. Y yo, 15 años menor, tenía que respetar a esas personas de 30... minga de pensar en la posibilidad de hacerte amigo. Fue así hasta que se crearon los conjuntos. Cuando entré a Los Fronte, yo era un cuetazo, muy chico. Y el canto surgía espontáneo... un bailecito, una zambita. Recuerdo que había una finca en Salta, donde una vez cayeron Falú y Castilla y, en agradecimiento a los dueños por el vino y las empanadas, hicieron “La Marrupeña”. Muchas zambas deben su nombre a los anfitriones que nos recibían en sus casas. “La López Pereyra”, por ejemplo, nació de un afinador de pianos que lo metieron preso por un asunto de polleras hasta que uno de los dueños del piano se enteró, habló con el juez y lo sacaron. El, en agradecimiento, le dedicó una zamba al apellido de juez.

–¿Y Valderrama quién fue?

–¡Un gordo que vendía empanadas! (risas). Los poetas intentaban poner, sin temor, personajes reales en sus canciones, algo que hasta ese momento no existía.

–¿Por qué sin temor?

–Porque Salta no es una población progresista, es bastante especial. Aún hoy prevalecen los varios apellidos o si tenés un título o no. De todos modos, la bohemia de amanecida, de amiguismo, de juntar poeta con músico fue un buen casamiento: Leguizamón-Castilla; Dávalos-Falú, Tejada Gómez y yo...

–¿Cómo funcionaba el feeling con Tejada?

–Mediante coincidencias en muchos sentidos. Por ejemplo, nuestras infancias. Yo tenía diez hermanos, él 22. La pobre madre de Armando huía cuando veía llegar a su marido borracho. Le decían Doña Florencia Arboleda y sospecho que era así, porque la ponían en un árbol para que no la agarrara el viejo (risas). Además, la coincidencia de nuestros trabajos de niños: Armando fue canillita, lustrabotas, boxeador, diputado de la UCRI por Mendoza y locutor... un gran narrador. Había poetas que tenían una voz hermosa para narrar sus poesías: Nicolás Guillén era uno, Tejada y Dávalos también. Pero Castilla no sabía decir sus poesías y Neruda era un espanto. Lo más aburrido y opa que he escuchado (risas).

–Los Fronterizos y Los Chalchaleros fueron sinónimos en muchas cosas, ¿en qué se diferenciaban?

–En el tempo de las zambas. Las de ellos eran lentas, las nuestras más chúcaras, aindiadas. Nos apurábamos no sé para qué. Es probable que, como éramos tímidos, quisiéramos que las canciones terminaran rápido. Es la conclusión psicológica; otra no encuentro.

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