MUSICA › PRESENTACION EN LA PLATA
La banda de Mataderos logró que 50 mil fans se olvidaran del frío. Durante casi tres horas repasaron su historia con los atributos de siempre.
› Por Fernando D´addario
En el departamento de Bomberos de La Plata y en el Observatorio local comunicaron que entre las 22 y las 22.30 del sábado pasado recibieron numerosos llamados de vecinos alarmados: en los pisos superiores de edificios no tan cercanos al Estadio Unico de esa ciudad se registraron “movimientos”, que los funcionarios platenses devaluaron en cuanto a su peligrosidad concreta; no era un sismo, sino La Renga, que hizo quizá demasiado honor al título de su último disco, Truenotierra, en su doble presentación del fin de semana.
Unas cincuenta mil personas, cada noche, garantizaron que la masividad inmutable de La Renga escribiera un nuevo capítulo. Como si fuese la paráfrasis musical de la película Hechizo del tiempo –aquella en la que cada día repetía inexorablemente el anterior–, la banda de Chizzo logra que sus fans –no en vano bautizados “Los mismos de siempre”– repitan y reciclen su ritual adonde sea que vayan, en las condiciones que el destino les depare. Esta vez fue en una ciudad y en un estadio que se prestan para el peregrinaje; el detalle climático (un frío de esos que no se olvidan), que en circunstancias normales hubiese retraído a la concurrencia, accionó esta vez como un estímulo para la arenga. La cancha se convirtió en un insólito hervidero: pibes con el torso desnudo revoleaban su remera cuando el termómetro, implacable, marcaba un par de décimas bajo cero.
La Renga trató de relativizar esa sensación –potenciada en los menos fanáticos– de inmutabilidad en sus shows. Una puesta interesante y una mayor apuesta experimental (esbozada en su último CD, aunque claro, siempre dentro de los parámetros rengos) pretendían añadirle matices a la fórmula rockera ya probada. Pero la noche del sábado quedó bien claro que los fans aceptan el material nuevo como fieles custodios de la causa (de hecho ovacionaron la apertura con “Oscuro diamante”), pero vibran y se conmueven con los clásicos indelebles. La Renga los fue mechando a lo largo de casi tres horas, lo que impidió que el concierto cayera –al vaivén de los desniveles artísticos– en baches sostenidos. Cuando parecía que el recital caía en una meseta, aparecían “La balada del diablo y la muerte” o “El rito de los corazones sangrando” para rescatarlo.
Chizzo volvió a saturar las posibilidades zoológicas de su voz (¿a qué animal de la selva querrá emular con sus rugidos?), Tete dio otra clase práctica de hiperkinesis y el Tanque les pegó a los parches como si éstos fuesen culpables de algún mal inconfesable. Aquellos textos de metafísica barrial que el cantante supo escribir (especialmente dos o tres letras correspondientes al añejo Despedazado por mil partes, el CD más inspirado de la banda de Mataderos) deberían –supuestamente– naufragar en medio de la vorágine sonora que La Renga les imprime a sus show, pero no: estremecen como si fuera la primera vez, acaso porque tocan una fibra épica que todavía sensibiliza a esos que en procesión –de ida eufóricos, de vuelta aniquilados por el rocanrol– cada vez son más, pero siguen siendo los mismos de siempre.
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