MUSICA › LILIANA HERRERO Y EL PLACER DE CELEBRAR SU ANIVERSARIO MUSICAL CON AMIGOS DE TODAS PARTES
“El paso del tiempo permite confesar o callar. Pero también da la posibilidad de seleccionar imágenes, el modo en que fui pegando figuritas en un álbum infantil, pero ahora adulto”, dice Herrero, que se presta al juego de analizar a la fulanita que comenzó a grabar en 1987 y se lamenta por la pérdida del sabor que daba lo analógico.
› Por Karina Micheletto
Todos estos años de gente. Este es, para Liliana Herrero, el camino recorrido desde que grabó su primer disco, que llevaba su nombre, y fue registrado con la complicidad de Fito Páez y posibilidades técnicas que hoy suenan de lo más remotas. Así es que para Liliana Herrero no fueron veinte años de canciones, de discos o de conciertos: fueron años de gente. Toda una declaración de principios de parte de alguien siempre atenta y curiosa por lo nuevo de la música popular, en el más amplio sentido de la etiqueta. Rindiendo honor al aniversario redondo, la cantante eligió festejar rodeada de alguna de esa gente, durante todo este mes. El primero de los conciertos –en el que oficiará, esta vez, de invitada– será hoy, y habrá distintas actividades en los escenarios del ND Ateneo y el Centro Cultural Recoleta (Ver aparte).
“No se puede dejar de mirar hacia atrás, aun en los momentos más entusiastas de un nuevo proyecto. A veces nos ocurre que nos abrazamos demasiado al pasado. Pero otras veces debemos convocarlo para sacarlo momentáneamente de su silencio”, dice Liliana Herrero a la hora de explicar la celebración. “El paso del tiempo permite confesar o callar. Pero también da la posibilidad de seleccionar algunas imágenes, una galería de rostros, el modo en que fui pegando figuritas en un álbum infantil, pero ahora adulto.” Arbitrarias, como toda selección, las fotos que eligió Liliana Herrero tienen algo en común: siempre posa acompañada.
–¿Por qué decidió celebrar, y por qué de esta manera?
–¿Y a quién le gusta festejar solo? Es cierto, podría haber planteado simplemente un concierto mío, ¡y me hubiese ahorrado bastante trabajo y dolores de cabeza! Pero no me interesaba. En casi todos mis discos y conciertos he estado rodeada de multitudes... y así quiero festejar. También me gusta esto de estar “entre adentro y afuera”: ser simplemente una invitada, como de paso, en algunos conciertos. Quiero ir a sentarme y escuchar a alguna gente que quiero y admiro. A mí me gusta mucho celebrar los cumpleaños, el año que viene pienso hacer una súper fiesta, cuando cumpla 60. Pero ahora no sabía si hacerlo o no. Me convencieron amigos como Cristina Banegas (ella celebra todas las fechas que encuentra, es menos culposa que yo), y Horacio González.
–¿Y qué le dijeron, por qué tenía que festejar?
–Porque era un brindis con amigos. Y es así. Entonces me acordé de la frase de Spinetta, que siempre me gustó: “Todos estos años de gente” es la vida de todo el mundo, es lo que todos tenemos encima. Ahí me entusiasmé, y empecé a planear cosas: les pedí a los diseñadores de las tapas de mis discos que las hicieran de nuevo, 10, 15 o 20 años después. Incluí la presentación del libro de Damián Rodríguez Knees (ver aparte), llamé a todos los que hicieron fotos... Está bueno, estoy muy feliz.
–Llama la atención algo que dice para presentar el ciclo: “Celebrar no es sólo festivo; entraña cierta angustia”.
–Y sí, porque hay que elegir, decir: de esta memoria elijo esta persona, este momento... y eso a mí me angustia mucho, yo quisiera que estén todos los que quiero. A muchos no pude invitar por falta de espacio, otros no pudieron venir. Un gran compañero, Juan Falú, por ejemplo, está de gira. En el balance también entra lo que se perdió, los que no están, los que están pero no van a estar en esta circunstancia... Todo eso entraña cierta angustia, y al mismo tiempo cierta nostalgia por el paso del tiempo, por lo irremediablemente perdido.
–Cuando mira 20 años hacia atrás, grabando ese primer disco, y dedicándolo a su hija que entonces cumplía 12 años, ¿cómo se ve?
–Diría esa frase del Cuchi: no me arrepiento de nada. No es que no haya hecho cosas que ahora no me gustan. Sin embargo sé que en cada cosa que hice, estoy yo. Aquella foto que miro y digo: ¡qué fea que estoy ahí!, también soy yo, y esa foto me mira. Esa música está ahí y me mira. Yo también fui y soy ésa. Por supuesto que festejar no sólo entraña angustia, también mucho gozo. Por haber estado acompañada todos estos años. Por haber tenido ideas, pocas o muchas. Por la insistencia en trabajar en determinado universo artístico.
–En la presentación del ciclo también destaca lo vertiginoso de los cambios tecnológicos en este tiempo. ¿Por ejemplo?
–En el primer disco grabamos en una consola de ocho canales. Había mejores en ese momento, pero eran inaccesibles. Grabamos en una sala de ensayo de Fito (Páez), ni siquiera en un estudio. En el segundo disco hice un tema a capella, y teníamos que cerrar la puerta con pullóveres para que no entrara el ruido de la calle. Con lo cual resolvimos salir, poner un micrófono en la puerta, otro en la esquina, y hacer un estéreo con el ruido de los autos y mi voz. Y de aquella precariedad hacíamos algo interesante, eso también era estimulante. Además, era divertido y lo sacábamos adelante. Por supuesto que se grababa analógicamente, no existían las formas digitales de grabación. El audio para mí era mejor, hoy es imposible grabar así, las cintas son carísimas. Era otro mundo. La digitalización homogeneizó mucho el audio.
–Así que el festejo también la pone nostálgica...
–¡Totalmente! Yo extraño ese ruido y ese aire que tenía la cinta, ahí hay una gran melancolía y nostalgia. Es que cuanto mayor es la tecnología, mayor es la nostalgia que uno siente por el pasado. Eso es algo que pude ver claramente en Japón: un país que parece absolutamente dominado por la tecnología, tiene un club de fans para cada cosa del pasado. La máxima tecnología termina generando la máxima nostalgia por las tecnologías perdidas. Cuando se celebra un aniversario, todo esto metido en una coctelera, te lleva de la melancolía a la alegría de decir: “Todavía no”, como en Madadayo, la película de Kurosawa. Todavía no pudieron conmigo, y todavía no me morí.
–Si tuviera que darle un consejo a aquella mujer que grababa su primer disco, veinte años atrás, ¿qué le diría?
–Me diría que la música estaba puesta ahí para ser mucho más disfrutada de lo que la disfruté en los primeros tiempos. Me diría: “No seas tonta, no temas tanto. Hay miedos innecesarios”. Aún hoy tengo miedo antes de cada concierto, y no está mal, pero en los primeros años me atormentaba la inminencia de cada concierto, me producía una sensación de gran desazón y desasosiego. Así que me diría: la música es para temer, pero también para gozar. Me hubiese gustado no haber perdido el tiempo en temer al acto de encontrarme con la gente y cantar. Tuve miedos innecesarios.
–Pero dice que ese miedo todavía está.
–Sí, pero ahora ya sé que ese momento dura los dos primeros minutos de la primera canción. Y que entonces ya empieza a fluir algo que es inexplicable, misterioso, y que también es gozoso. Aparecen los fantasmas...
–Así que los fantasmas están domesticados, pero están.
–Absolutamente. Son fantasmas maravillosos, porque también te hacen cantar, son duendes que te hacen trapisondas, pero son fantasmas, ¡sí! Que todo el mundo tiene, en cualquiera de sus actividades.
Liliana Herrero sigue pensando en este consejo imposible, y cualquiera que la haya escuchado sabe de lo que habla. Sola o acompañada por laderos tan disímiles como Adrián Iaies, Gerardo Gandini o Juan Falú, si hay algo que distingue el trabajo de esta mujer que hace veinte años grabó su primer disco son esos momentos de búsqueda al borde, sin red, de riesgo absoluto, entre las infinitas posibilidades que abre una canción. Lo suyo podrá gustar más o menos según la subjetividad de cada oyente, pero en esos momentos en que parece abandonarse a su propio canto, Liliana Herrero impone algo del orden de lo verdadero. Y quizás en estos momentos intransferibles e imposibles de descifrar con palabras entren a jugar los fantasmas de las trapisondas que ahora intenta explicar Herrero.
“Lo que quiero decir es que me hubiera gustado preocuparme menos por cosas que no valían la pena”, sigue pensando ella, y marca las palabras con las manos: “Ir a lo esencial. No dispersarme en tonterías. Si cada canción es un enigma maravilloso de tres minutos, ahí hay que encontrar algo, ahí tengo que ir...”
Liliana Herrero invita otra copa de vino, y la charla sigue avanzando por todos sus años de gente: está el recuerdo del Cuchi Leguizamón, o de aquellos años en Rosario, compartiendo un antiguo departamento con su hija, Horacio González, el director de teatro Norberto Campos, Fito Páez y Fabiana Cantilo, una “extraña familia de locos”. “¡Y también está lo por venir!”, recuerda, de repente. “Si uno lograra pararse en el medio de la tensión extraordinaria que supone ese lazo que no se puede ni describir, entre lo pasado y perdido y lo que viene, se puede considerar bastante dichoso.”
–Y sabio. ¿A quién le sale?
–¡A mí no! Por eso canto. Cantar es mi forma de acercarme a ese misterio.
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