MUSICA › OTRA JORNADA DEL PEPSI MUSIC
El show de Las Pelotas fue interrumpido por explosiones que generaron corridas. Musicalmente, lo de la banda fue impecable.
› Por Cristian Vitale
Quinto día del festival de la gaseosa y un desubicado casi embarra el convite. Mortero al aire, chispas naranjas que estallan a media altura, ruido fuerte y la cosa que se pone espesa, y se resuelve como en el barrio. O como en la cancha, cuando la barra interesada en mantener el status quo descubre un punga y le da salsa. Los pesados del medio señalan al pibe de la pirotecnia. Lo corren, lo agarran, lo mantean, lo sacan. Nadie quiere bardo. De la platea se ve un amontonamiento confuso y piñas al voleo. La banda, que hasta entonces venía brindando un show impactante, parece congelada. Todo dura poco, unos dos minutos: “La próxima se corta acá”, dice Alejandro Sokol al primer tiro. “Chau, se corta acá”, remata cuando suena el segundo, y arroja el micrófono por los aires. El show se detiene. Por momentos, parece que no sigue. Pero Germán Daffunchio mira a Gabriela Martínez y se sobreentiende: el contrato dice claramente que the show must go on. “Tormenta en Júpiter” es la canción que sigue y tal vez, por asociación, explique algo. “Todo esto es un sueño / nunca más podrás salir.” Sueño y pesadilla. Ojalá uno pueda perpetuar en sus sueños un show de Las Pelotas, siempre tan hermoso. Ojalá no con los muertos de Cromañón que giran y giran, con sus muecas dolientes, en las pesadillas del rock. “Ya fue la pirotecnia cuando hay mucha gente agrupada”, manifiesta Sokol cuando vuelve.
The show must go on, entonces. Como en la fecha heavy, el Obras techado luce casi completo. Populares llenas, platea casi y piso abarrotado pero bien. Había pasado el mini festipunk con las bandas que aceptaron cobrar dos mangos o nada (muchas otras directamente dijeron “no”, y los ejemplos sobran). Bulldog, desde Rosario; Smitten, 90 Sapos y Bela Lugosi. Después La Mancha de Rolando. Bajada rockera y recorrido por géneros que, desnudos, son simples canciones. “Entre Ríos” suena funk y los vientos convidados la visten bien. “San Ernesto” –el Che, por supuesto– es un rock and roll con aroma a Humble Pie, pero pasado por el tamiz vivencial de estos cinco músicos que Avellaneda arrojó al mundo. “Ríe el traidor, ríe la muerte/ pero el olvido nunca te ganó...”, canta Manuel Quieto trasvasando un pedazo de Guevara al rock. “Arde la ciudad”, se le asocia como el efecto no deseado de la esperanza guevarista, que terminó en desaparición y muerte. El set de La Mancha es seguro, directo y bien festivalero. Llano pero multiforme. Eficaz. El trabajo del Conde en teclados asume un rol cada vez más central al envolver con mil colores las canciones que Quieto compone, imparable, en el living de su casa.
¿Y Las Pelotas? Hasta el inapropiado mortero, cinco canciones y ningún desperdicio. “Día feliz”, con su penuria implícita convertida en delicia explícita, determina lo que vendrá: una implosión sensorial. Una catarsis colectiva que muy pocas bandas saben provocar como ésta. Las canciones, siempre, están compuestas desde un vacío existencial. Algunas después ríen, otras no, pero la matriz es la misma. Todas parten de la vuelta que Daffunchio le encontró a la suma cartesiana: Siento luego existo. “Pará con la papa, papá”, alberga el costado gaitero-bizarro de Sumo. Se intercala con el machacante “Basta!” y desemboca en “Se quema”, gran canción del mal omitido Amor seco. Quinto tema y la banda suena compacta, llena, inquebrantable. Gustavo Jove y Gabriela Martínez anudan una base rítmica lo suficientemente poderosa como para que el resto vuele arriba, juegue a tocar y a jugar. Pasada la trifulca, más distendidos todos, Sokol se tira al suelo, jode con Daffunchio, le pone un sombrero de campesino a Sussman. Se divierte y divierte. Se sube a la tarimita que sostiene la batería y toca la pandereta. Es durante “El ñandú”, otra gema que sacan del arcón. “Uno de los dos sangra y vos/ creés que soy yo/ seis fósforos ardiendo en un mangrullo”, es la metáfora que flota, cansina y amenazante, en el aire. Es uno de esos temas entre calmos y febriles de mediados de los noventa. Hay sutiles desgarros y unas luces azules que vienen al caso. La canción lo demanda.
Y hay un ribete político. “La gente llama y no encuentran a Julio López”, clama Daffunchio en la primera frase de “Desaparecido”. Y vuelta al alma. Reggae manso, climático: “Saltando”, pregunta mil veces cuál será la píldora de la vida. “Uva, uva”, reggae festivo y antiestereotipo. “Cuando podrás a-mar” y Sebastián Schachtel, cuyo teclado desde Esperando el milagro hasta acá ha llenado de melodías y matices las canciones de la banda, ahora desliza sus dedos por el acordeón a piano. Y las chicas viajan hacia un lugar que no se ve. Con este, y con el tango más bello del rock: “Bombachitas rosas”. Y los chicos también, porque “Rompiendo la puerta” apabulla, porque en “La mirada del amo” la voz de Sokol despliega todo su poder; porque “Esperando el milagro” genera una atmósfera de la que nadie quisiera salir jamás, como sueños que persisten más allá de las pesadillas diarias y el humo de pólvora.
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