Lun 22.10.2007
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MUSICA › OPINION

El valor de una burbuja

› Por Eduardo Fabregat

Bastó ver el espectáculo de un River a los saltos con “La ciudad de la furia”, enardecido con un viejo grito de guerra incluido en una de las canciones más adrenalínicas, ese que pregunta y desafía “¿Hasta dónde llegaré?”: intentar una relativización de este retorno de Soda Stereo, por vía del remanido “lo hacen por la guita” o su variante más insultante, “vuelven para robar”, es pura necedad. Quien haya estado medianamente atento a la carrera del grupo, además, sabe que nunca hubo una presentación en la que estuvieran robando: cada cual tendrá sus preferencias en cuanto a los giros estilísticos del grupo y cómo se expresaba eso en vivo, pero Soda Stereo siempre se caracterizó por poner lo mejor posible al asador y estar a la altura del evento. Su profesionalismo a ultranza fue incluso interpretado más de una vez como frialdad escénica, pero es ocioso volver a entrar en ese terreno. Al cabo de los primeros tres shows en River, es mejor concentrarse en lo que ofrece este Soda 2007, lo que realmente importa más allá de la parafernalia publicitaria y el carnaval de sponsors. Lo que erizó la carne de las 180 mil personas que sumó de arranque la gira Me verás volver. La música.

En las largas semanas que mediaron entre el anuncio y las 21 horas del viernes 19 de octubre flotaron infinidad de suposiciones, cálculos y pronósticos. En ese panorama, la asociación inevitable fue entre el presente posible y el pasado conocido de septiembre de 1997, cuando un Soda erosionado por las fricciones internas dio las gracias totales en el mismo estadio de Núñez. Pero estos shows vienen a demostrar que Gustavo Cerati, Zeta Bosio y Charly Alberti tomaron la decisión de saltar aún más atrás en el tiempo, a la era pre-Dynamo. No por el repertorio en sí –aunque en eso también hubo decisiones significativas– sino por la actitud artística de retomar los arreglos originales, la épica particular de cada canción. No es que se vio a una buena banda de covers, sino a un Soda Stereo que hacía más de diez años que no existía.

En la noche del sábado, el recuerdo del cronista viajó una y otra vez a dos momentos claves en la historia ochentista del trío: uno pertenecía a 1988, el mismo 3 de diciembre en que un tal Mohamed Seineldín se pintó la cara y el grupo presentó Doble vida en la cancha de rugby de Obras Sanitarias. El otro remitía a dos años después, cuando Soda arrancó el año copándole la parada a Tears for Fears en Vélez –aquel célebre show del diluvio final– y lo cerró metiendo 42 mil personas propias en Liniers con la impecable Gira Animal. Ambas encarnaciones tienen puntos de contacto con esta “burbuja en el tiempo”, que trae al escenario a una banda de música ligera... de lastres: resulta curioso que al trío parezca pesarle tan poco su historia, como para exhumarla sobre tablas con una frescura que parecía perdida en la lenta despedida del ’97. El look ridículamente ochentoso de aquel minishow en Museum o de la tapa de Rolling Stone encuentra un mejor correlato en el rescate de versiones guardadas tiempo atrás en el archivo, como “Tele-Ka”, “Imágenes retro”, “En camino”, “Final caja negra”, “Juegos de seducción”, “Nada personal” o la demoledora “No existes”, verdadera pieza clave de Signos.

Pero más curioso aún resulta que todo eso no redunde en un ejercicio vano de nostalgia. El fervor desatado en el Monumental –el mismo que sin dudas tendrá escala continental– se origina en el disfrute de una banda que, superados los nervios del debut, se reencontró con el vibrante espíritu que los llevó a un sitial capaz de producir cinco (¿seis?) canchas de River llenas. La esencia de una banda pop que cuando quiere puede rockear, como lo demostraron “En el séptimo día”, “Persiana americana”, “Sueles dejarme solo” o ese frenético final de “No existes”. Desde sus inicios, Soda Stereo siempre tuvo plena conciencia de su significación y sus ambiciones, su búsqueda de un código diferente en una escena aún clavada en el hippismo o el rock sinfónico. Tantos años después, habiendo alcanzado el status de clásico y ostentando un record de convocatoria imposible de empardar –ni los Redondos logran cruzar tantos públicos, de edades y extracciones sociales tan diferentes–, Cerati, Zeta y Alberti se las arreglan para evitar la caricatura y hacer de esta acotada reunión mucho más que una iniciativa comercial. Una burbuja en el tiempo, sí. Pero cargada de significado.

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