El universo ecléctico de María Volonté permite encontrarse con situaciones inesperadas. Una al paso: no siendo específicamente una cantante de tangos, la Academia Nacional –del Tango– la honró con un reconocimiento a su “distinguida trayectoria artística”. Pocas veces un premio significa mucho, ni siquiera algo. Puede ser apenas una estatuilla, una medalla o un diploma para colgar en la pared. No es su caso: Horacio Ferrer, poeta y presidente de la institución, dio en el punto exacto: “Volonté incorpora permanentemente en su repertorio a otros géneros musicales más allá del tango, tal como lo hizo Gardel”. Y aquí subyace el nudo. Como la de Gardel, con todas las salvedades del caso, su obra configura un mundo autóctono y universal a la vez. Entre aquel híbrido en búsqueda con olor a rock latino de los ochenta hasta el flamante Sudestada (Aqcua Records), la cantante y compositora visitó todos los géneros. Se apropió de ellos y los pasó por el tamiz –sensual– de su propia sensibilidad. Hubo mucho tango en su disco debut (Tango y otras pasiones, 1996) pero también bossa nova y jazz (Yo soy María, 2006). Hubo marcadas auras folklóricas (Fuimos, 2003) y una world music “a la criolla” que le permitió una nominación a los Grammy latinos (Cornisas del corazón, 1999). “Yo me dejo penetrar y transformar por la canción, eso es lo que pasa”, explica ella, sin mucha verba intelectualosa.

Sudestada (boleros + tango + canción campera + milonga) significa un paso más en la senda. Adornado por el pulso estético del productor Raúl Carnota y las intervenciones de Lucho González, Walter Ríos, Daniel Maza, el Mono Izarrualde y el armoniquista del momento, Franco Luciani, el disco contempla y mezcla su fina pluma (“Parte del juego”, “Sauce grande”, “Candombe del bailador”) con vestigios de un pasado colectivo que ella (se) reinventa a su forma: “Naranjo en flor”, “María” o “La flor de la canela”. “Siempre preferí darle la prioridad a la idea de mis experiencias y descubrimientos como artista antes que pensar los códigos de un género... Me he metido con las canciones que me emocionan, me dan vuelta, me traspasan y me provocan ese escalofrío corporal... Cuando siento eso, con una canción ajena o creando las propias, digo ‘algo en mi instinto me dice que éste es el camino’ –define ella–. La música argentina, para mí, es una especie de ola que involucra todo.”

–Un todo con límites, tal vez. ¿Cuáles serían esas fronteras?

–Digamos que la música argentina está compuesta de una múltiple tradición, donde se mezclan las influencias de lo italiano, lo francés, lo español, lo latinoamericano, más estas maravillas que creamos como el folklore y el tango. Creo que es demasiada riqueza como para compartimentar. Tuve que decir “¿qué me pasa a mí con estas canciones?”. Nunca fue una cuestión de géneros.

–Tanto las reinterpretaciones que hace de viejos clásicos como los temas propios huelen a una modificación de tradiciones y raíces que algunos consideran “intocables”. ¿Lo vive como un riesgo?

–Siempre fue mejor tirarse por el tobogán a la pileta y ver qué pasaba. Tengo la felicidad de acercarme a lo más verdadero de mí y son increíbles las cosas que pasan. A medida que se fue solidificando esta idea de que uno tiene que ser plenamente lo que es, fui logrando cosas. El peligro de equivocarse en el camino conlleva la posibilidad de errar. Aunque errar, si nace desde tu centro más esencial, tiene un resultado positivo: algo se transforma en vos para siempre. Puedo enunciarlo ahora, pero ha sido el producto de experimentar con mis propios pasos. Es imposible decir “voy a hacer esto porque funciona de esta manera”. Aprendí a escuchar mi propia voz, mis propios impulsos y mi propio corazón. Lo demás llegó por decantación natural.