MUSICA › FESTIVAL DE JAZZ DE ROSARIO
El encuentro que finalizó anoche fue una buena muestra del dinamismo y la variedad estilística que evidencia el género.
› Por Santiago Giordano
Sensualidad e ímpetu, placer y ansiedad, introspección y superficialidad; un intérprete que declara haber tocado à la Coltrane y un oyente que cree estar escuchando algo más cercano a Dave Holland; los que dicen que el swing se genera entre la batería y el contrabajo, los que aseguran que se manifiesta desde el fraseo y los que juran que está en la sangre. Todos pueden tener un poco de razón a la hora de jugar a describir el jazz. De ese universo multiforme, abierto, dinámico y en constante tráfico de influencias –que sin embargo es capaz de crear una genealogía propia–, el 11º Festival de Jazz Santiago Grande Castelli, que finalizó anoche en Rosario, fue una muy buena muestra.
Más de treinta grupos, desde solistas hasta la big band, pasaron durante once noches distribuidas en varios fines de semana, para reflejar el pulso actual del jazz que se produce en la Argentina. Un reflejo que el festival fue capaz de proponer desde una perspectiva local, característica que por su reserva de sorpresas resultó ser uno de los puntos de mayor interés. La programación, curada por Diego Fischerman y articulada en distintas etapas, puso en evidencia, entre otras cosas, que en medio de la calidad que es posible distinguir en el panorama nacional, Rosario tiene su distinción (naturalmente, sin alimentar ambiciones de un “jazz rosarino”).
Tras el concierto inaugural y las manifestaciones que después del circuito de bares se trasladaron al Teatro de la Comedia, la etapa medular del encuentro se desarrolló desde el jueves pasado en el teatro Príncipe de Asturias del Centro Cultural Parque de España, institución organizadora del festival, junto a la Secretaría de Cultura y Educación de Rosario. En la primera noche, después de las canciones de Roxana Amed y el funky del Moksha Trío, la Orquesta de Jazz de la Escuela Municipal de Música mostró el trabajo que realizó durante el año con el contrabajista Mariano Otero en calidad de compositor residente. Para esa máquina de hacer música que sabe manejar con buenas ideas y personalidad, Otero arregló temas de sus discos Tres y Cuatro –recientemente editado–, además de presentar “Rosarios”, un tema especialmente escrito para la orquesta. Entre los invitados estuvo el trompetista Mariano Loiácono.
El viernes también fue una muestra de variedad. En la apertura, el Swing Manouche Trío propuso algunas de esas maneras amablemente hot de lo que los rótulos insisten en catalogar como gipsy jazz. Después, la noche se perfiló por otros senderos musicales, cuando el saxofonista y clarinetista Julio Kobryn mostró un cuarteto sin instrumento armónico que lo sostuviera, con Leonardo Piantino (saxo alto), Jorge Palena (contrabajo) y Luciano Ru-ggeri (batería); una instancia de saludable y significativa osadía, que rindió algunos solos notables.
Para el cierre de la noche llegó Juan Cruz de Urquiza. Acompañado por Mariano Otero, Daniel “Pipi” Piazzolla (batería) y Miguel Tarzia (guitarra), el trompetista presentó algunos temas de Vigilia, su nuevo disco. Si Goethe había figurado los cuartetos de cuerdas clásicos como una conversación entre cuatro personas inteligentes, lo del cuarteto de De Urquiza fue, por lo menos, una tertulia entre cuatro tipos que evalúan la posibilidad de ser disciplinadamente libres. Desde sus propios temas, el trompetista propuso un concepto abierto, en el que la coralidad del groove y la individualidad de la improvisación promovieron amplios desarrollos y notables muestras de solidez instrumental. Además de compositor con buenas ideas, De Urquiza se mostró como un instrumentista formidable, con un sonido redondo y terso que no se quiebra en el registro agudo ni se desgrana en los pasajes más veloces, y al que por momentos –con muy buen criterio– supo manipular con una discreta “ortopedia” electrónica.
El sábado fue la noche de las big band, la maquinaria más contundente del arsenal jazzístico. Primero pasaron el Santa Fe Jazz Ensamble, y luego los rosarinos de la Big Band de Acá –la orquesta del saxofonista Rubén “Chivo” González–, formaciones análogas con repertorios similares, que ofrecieron con sonido compacto y bien trabajado, y solos oportunos, buenos momentos de esa inmediatez colorida y swingueante que seduce a los oídos sentimentalmente más exigentes. En el medio, con una propuesta bastante distante, el rosarino radicado en Francia, Jorge Migoya, se presentó con su grupo, integrado entre otros por los hermanos Mariano y Luis Suárez, artífices de Umbral, banda histórica del jazz rosarino. Sin hacer de la improvisación ni del aspaviento instrumental un aspecto saliente, la música de Migoya juega sobre las posibilidades del ritmo, con una pátina de blues, en esquemas breves, que con gestos casi teatrales celebra una superficialidad inteligente. Anoche, el pianista Adrián Iaies, junto a Arturo Puertas (contrabajo), Pepi Taveira (batería) y el Chivo González como invitado, cerraban un festival que en lo organizativo y en lo artístico subrayó a Rosario como urbe vital en el ancho mapa del jazz.
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