MUSICA › ENTREVISTA AL NOTABLE BANDONEONISTA Y COMPOSITOR JUAN JOSE MOSALINI
Lleva 30 años viviendo en París, adonde llegó escapando de la dictadura y en busca de nuevos horizontes artísticos. Allí desarrolló una carrera tan sólida como arriesgada, que ahora, en parte, puede apreciarse en la Argentina gracias a la edición de los discos que compartió con Gustavo Beytelmann y Patrice Caratini. “En Francia hay que ser obcecado y consecuente”, dice.
› Por Cristian Vitale
Cierto día de 1975, Spinetta, Machi y Pomo tomaban uno de los estudios de Columbia para grabar el tercer y último disco de Invisible: El jardín de los presentes. Juan José Mosalini, casi tan joven como ellos, merodeaba los pasillos hasta que una bella melodía lo detuvo. Había terminado de registrar una toma para la orquesta de Leopoldo Federico y la canción (cree que “Los libros de la buena memoria”) lo arrastró de un impulso hacia el Flaco. Frenó la marcha, apoyó el fuelle en el piso y se puso a escuchar. “Me quedé ahí parado y me dijo ‘¿querés prenderte?’, así de una”, evoca el bandoneonista sobre uno de los encuentros más festejados del período. Rock y tango se daban la mano, luego de años de abismo. Mosalini grabó una canción y luego fue convidado para presentar el disco en el Luna Park, un día después del nacimiento de Dante, el mayor de los hijos de Luis. “Fue la primera vez que toqué para tanta gente, con todo lo que eso implica: miedo, emoción, confrontación. Me subí al caballito y tiré para adelante como pude. Fue divertido..., hasta me tiraron con un monedazo tremendo”, se ríe.
–Divertido y complicado...
–Sí. Me lo pegaron en la frente y sangré. Cuando me vio el Flaco se volvió loco: agarró el micrófono y los relajó a todos. “Una más y me voy”, dijo. Y después se dirigió a mí: “Mandate y tocá media hora solo si querés..., hacé lo que quieras, reventalos a todos”. Agaché la cabeza y le di. El Flaco era Gardel en esa época.
Pasaron treinta y tres años de la secuencia. Dos años más tarde el bandoneonista dejaba la orquesta de Osvaldo Pugliese para partir hacia París con futuro incierto. Figura central, junto a Rodolfo Mederos y Daniel Binelli, de la última camada innovadora, necesitaba respirar cosmopolitismo y allí quedó: primero para acompañar al Chango Farías Gómez en la grabación de Lágrimas, después para formar, junto a Tommy Gutsbich –que también había pasado por Invisible–, Gustavo Beytelmann y Enzo Gieco, la agrupación Tiempo Argentino y finalmente para echar raíces como docente e integrante de un trío exquisito: Mosalini-Beytelmann-Caratini. Su paso por el país tiene que ver con la edición, por primera vez en Argentina, de dos de los tres discos del trío, Acqua Records mediante. “Es una manera de mostrar las figuritas en su terreno natural”, dice él. Imágenes, el primero de ellos, fue editado originalmente en Francia en 1986 y el segundo, Violento –un excelente cruce de tango, jazz y música contemporánea–, en 1989. “El trío duró doce años y le pusimos un cariño incondicional”, cuenta.
–En el prólogo de la nueva edición de Violento, Manolo Juárez se tomó el atrevimiento de rebautizarlo como “Los caminos de la libertad”...
–Es un halago, y creo que tiene que ver con que no pensamos demasiado para hacerlo. Como decía Atahualpa, “le di la espalda al sol y me dejé ir con su caballito”. Yo me fui de acá determinado culturalmente, mi bagaje era la música urbana, con esa visión lo más ancha posible que permite mi personalidad. No por casualidad metí mis pies, mis dedos y mi cabeza en otros tipos de música. Los caminos de la libertad son aquellos que, precisamente, transitamos porque nos dejamos fluir. Nadie nos dijo nada... no hubo condicionamientos ni por duración ni por títulos, ni por estética. Fuimos libres, con los riesgos que ello implica.
–Como en los tiempos de Generación 0. A propósito, ¿qué opina de la conversión de Mederos, su compañero de viejas batallas, a la ortodoxia del tango?
–Me encontré con él y cafeteamos un rato. La verdad es que me sorprendieron sus últimos discos..., ya habíamos cambiado ideas. Si bien hoy tenemos posiciones ligeramente diferentes, hay un respeto mutuo. Es un compañero que reivindico como a todos. El tiene su posición..., a la vejez acné (risas). Pero lo hace de una manera honesta, porque carga las tintas en eso que le sale de las tripas. Ahora, si camina por ese callejón, no sé. Yo, en tanto admirador de sus proyectos primeros, no renegaría de nada, porque también fue una manera de regar su planta. Se lo dije a él. Es cierto que no se puede descubrir la pólvora, como cuando se armó Generación 0... la teta del tango va enganchada de los grandes y es un andar. Lo mejor es que sea lo menos consciente posible, después viene el estilo. Una vez, con Binelli le preguntamos a Pugliese cómo resolvía el problema de estilo y nos dijo: “Si tengo un estilo, no me doy cuenta. Lo único que hice fue mirar el pasado con mucha atención y trabajar todos los días”. Todo se hace al andar.
–Cuando Mederos, Binelli y usted pasaron a integrar la orquesta de Pugliese, el mundillo del tango se conmocionó. Pelos largos, ideas “raras”, ruptura. ¿Qué eran?: ¿cruzados?, ¿hippies tocando tango?, ¿agitadores?
–Estábamos en una posición contestataria con ciertas cosas del mundo tanguero, por razones básicamente generacionales. No era un rechazo, pero teníamos muchos a priori. No por casualidad hicimos Generación 0..., era como borrón y cuenta nueva, de acá para adelante. Algo muy radicalizado. Con Binelli también habíamos armado un quinteto que se llamó Guardia Nueva, y coqueteábamos con el rock.
–Incluso Binelli formó parte de Alas, el experimento tanguero-rockero, que completaban Alex Zucker, Gustavo Moretto y Carlos Riganti...
–Yo también andaba cerca de ellos. Los integristas nos miraban con cierto repudio. Está bien: nos hacían preguntas y éramos medio tirabombas, pero al mismo tiempo yo tocaba en orquestas diversas: pasé un tiempo con Leopoldo Federico, a quien adoro; con Horacio Salgán, con José Basso..., había un espacio y una actividad que hizo que mi generación tuviera acceso. Yo, incluso, hice lo posible para interrelacionarme con esa gente que admiraba. Salgán, para mí, fue uno de los pilares: jamás tuve contradicciones con él.
–¿Con quién sí?
–Era todo muy sutil (risas). Una vez, Emilio Balcarce me dijo “¿así que has hecho una experiencia con los muchachos del rock?, fijate vos”. Y la pelota quedaba ahí, picando. Eran sobreentendidos.
En 1977, Mosalini partió rumbo a Francia, producto de una serie de razones. Por un lado, políticas: lo amenazaron por su participación como miembro del sindicato de músicos. “Prohibieron al grupo de Mederos y ni te cuento la cantata a Felipe Vallese que hicimos con Osvaldo Manzi”, evoca. Por otro, artísticas. Susana Rinaldi lo convidó a girar por Uruguay, Brasil, París y Madrid. “Cuando dijo París me hizo un click. Tenía el sueño de ir allá sí o sí, de cualquier manera. En Brasil, me encontré a Astor y me dijo ‘si vas a París, vas a ver lo que te va a pasar..., tenés que cortar el cordón umbilical con Pugliese, ya pasaste esa etapa. Lanzate’.” Juan José tenía 33 años. Después de los shows con la Tana, se reencontró con un viejo amigo (Gustavo Beytelmann). Y se quedó allá.
–¿Cómo tomó Pugliese su decisión de irse?
–Habíamos acordado con él que, si yo recibía alguna propuesta así, podía darme uno o dos meses de permiso para dejar la orquesta temporariamente. Cuando se lo planteé me dijo: “Tenés todo el derecho, andate y disfrutá”. Cabezón como soy, entendí que París es permeable y se deja. Conmigo se dejó..., pero tenés que ser obcecado y consecuente.
–Entre otras cosas, motorizó la primera cátedra de bandoneón que hubo en Europa. ¿Cómo fue?
–Gennevilliers es una ciudad pegada a París, y tiene una escuela de música. El director tomó la decisión de abrir una cátedra de bandoneón, luego de haberse creado un certificado de aptitud para la enseñanza, porque hasta entonces el acordeón no tenía el estatuto del piano, del contrabajo o la flauta. A partir de Mitterrand, hubo un cambio radical en la parte cultural y se permitió el certificado para la enseñanza del acordeón. Los acordeonistas propusieron el bandoneón, y me invitaron a trabajar en la creación de programas para su enseñanza. Así empezó.
–¿Costó “afrancesarse”?
–No me afrancesé, creo que me adapté... Yo relativizo todo, en consecuencia el mal del país es una verdad enorme, pero a mí no me costó mucho. Claro que largué algunos lagrimones, y perdí horas de sueño..., pero no estaba lejos de lo que perdieron mis abuelos andaluces, catalanes o italianos..., digo, la vida no es un tango pero le pasa raspando.
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