MUSICA › BOB DYLAN DELEITó A 22 MIL FANS EN LA CANCHA DE VéLEZ
El músico brindó un recital excelente, sin concesiones ni demagogia, con versiones “irrespetuosas” de sus propios clásicos.
› Por Cristian Vitale
Calculo a ojo con –casi– nulo margen de error: en 31 discos grabados en forma oficial, sin contar lives, compilaciones o Ep’s, Bob Dylan va por la canción número 371, más allá de un resto importante que circula, paralelo, por el mercado de rarezas y piratas. 66 años de vida, 46 de artista y 371 canciones. La gran expectativa, esta noche de poco más de 20 mil personas y mil estrellas en Vélez, pasa entonces por ir descubriendo qué canciones de todas esas tocará el maestro, cuando él, enfundado en su austero traje negro de siempre –sombrero incluido– junto a su excelente banda transforme la escena en un viaje atemporal, mágico, sorpresivo, poblado de giros. A ese qué, expectante, le suceden el cómo, el cuándo y el por qué. El por qué está claro: las toca porque sencillamente se le da la gana. Axiomático en él. El cuándo lo decide casi en forma espontánea, con gestos nada ampulosos que van guiando al grupo hacia puerto seguro. Pero el qué y el cómo es lo que mantiene en vilo, durante dos horas, a esa enorme cantidad de gente que espera debajo, iluminada por una silenciosa oscuridad apenas eclipsada por las tenues luces del escenario. Primera respuesta al qué: el bueno de Dylan omite todo material compuesto de Self Portrait para acá y de Love and Theft para allá... o sea, un enorme hiato que va de 1970 al 2000. Hay 30 años de Dylan que, al menos esta noche, nadie podrá ver ni escuchar. Recordar.
Es lo que hay y el público, altamente agradecido. Más allá de perlas inoxidables del período ninguneado (discos como Blood on the tracks, 1975; Empire Burlesque, 1985 o Time out of mind, 1997, canciones maravillosas como “Precious Angel”, “Emotionally yours”, “Hurricane” o “Tangled up in blues”), acá está el Dylan de la gente. El que todos, salvo ciertos melómanos de su período intermedio, vinieron a escuchar. Y entonces, después de un muy emotivo concierto del Gieco de la gente (¿quién para telonearlo si no?) con aperitivos interesantes como un homenaje a la canción latinoamericana y versiones bien folkie de “El fantasma de Canterville” y “Pensar en nada” (junto a Gustavo Santaolalla y Charly García), el profeta va trazando un puente sutil entre el pasado lejano y el futuro cercano (o al revés). De la legendaria “Masters of war” (1963) salta a “The levee’s gonna break” (2006); de “Workingman’s Blues” (2006) vuelve a “Just like a woman” (1966); de “Summer days” (2001) viaja a “Like a Rolling Stone” (1965). Y así.
Resuelto el qué, entonces, el cómo adquiere una dimensión lúdica, ansiosa, casi misteriosa. ¿Qué esperar de este hombre que hizo de reinventarse a sí mismo el principio motor de su vida; que obligó a John Lennon a admirarlo, precisamente, más por el cómo que por el qué; que trasvasó 40 años arropado en mil formas, siempre a trasmano de modas y tendencias, siempre siendo él: su yo más su otro yo y sus respectivas circunstancias? Y acá empieza el juego: de movida, “Rainy day women, 12 & 35”, vieja gema de Blonde on Blonde, suena tan hostil e irrespetuosa a los oídos encajonados que muchos, incluso, la confunden con otras. Lo que queda claro desde el vamos –indiscutible– es la lucidez musical de la banda: cinco muchachones, con cara y ropa de bandidos rurales yanquis, que suenan formidable: basta con escucharlos ensamblar un rhythmn & blues de antología (“Watching the river flow”) o despacharse con un speed country-rock lleno de secuencias loopeadas tracción a sangre, artesanales (“The Levee’s gonna break”).
Con “Lay, laidy, lay” –volviendo– pasa distinto: no sólo su estribillo inconfundible, sino el respeto de los arreglos primigenios la presentan cristalina, sin otra cara que la que siempre tuvo: es –sería– la excepción que confirma(ría) la regla, porque el resto –entre las antiguas– presenta al Dylan en toda su dimensión: inconformista, inquieto, desmarcándose y desmarcando al resto. Excepto la presentación más o menos formal de Modern Times (toca cuatro canciones entre las 18 del set total), de las demás hay mucho para decir. Por caso: hay que saber inglés para darse cuenta de que “Blowin’ in the wind” es “Blowin’ in the wind”, estar muy atento para descifrar que esa balada que comienza épica y atemporal es nada menos que “Just like a woman”, o para redescubrir con sus renovadas armonías, arreglos, métricas y ritmos, dos joyas que los viejos hippies argentinos hubiesen muerto por escuchar cuando se hicieron: “Highway 61 Revisited” y “All along the Watchtower”, único rescate de John Wesley Harding (1967).
Y la voz. La voz de Dylan que nunca fue bonita, claro está, pero que el paso de los años fue transformando en la de un perro rabioso, o atravesado por ingesta de pedacitos de vidrio. A la poesía –eterna, intacta– hay que socorrerla: sea cantando arriba la parte más emotiva de “Like a Rolling Stone”, punteando sutilmente sobre la inexistencia de fraseos de voz bellísimos cuando estaban, como hace Denny Freeman –fenomenal guitarrista– en, por ejemplo, “Stuck incide of mobile with the Memphis blues again” o alcanzando el cenit instrumental, en una reinterpretación apocalíptica, densa y deslumbrante de “Masters of war”, ésta sí, superadora de su original. A pesar de sus bemoles, Dylan aventajó largamente sus anteriores intervenciones en Argentina (Obras 1991, River 1998) además, por supuesto, de ofrecer un hecho único e irrepetible. Casi como su vida.
10-BOB DYLAN
Lugar: Vélez.
Público: 22 mil personas.
Día: Sábado 15.
Músicos: Tony Garnier –bajo y violoncello–, George Receli –batería–, Stu Kimball y Denny Freeman –guitarras– y Donnie Herron –guitarra steel, violín, viola y mandolina–.
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