Mar 25.03.2008
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MUSICA › MAñANA SE CUMPLEN VEINTE AñOS DE LA MUERTE DE MIGUEL ABUELO

Viaje a las entrañas de un mito

El doloroso final del líder de Los Abuelos de la Nada puede ser también el comienzo de una mirada retrospectiva sobre su vida y su carrera artística. Alegre y peleador, poeta díscolo y amante del riesgo, su figura sigue siendo objeto de una inquietante fascinación.

› Por Cristian Vitale

“Mi cuerpo es una mina.

Mapas. Napas. Rojas corrientes calientes.

Canales azules, tiernas suavidades.

Durezas agresivas,

Armonías acuáticas

Centros ionizantes,

Maquinaria de esponja

Transistores, ritmo, salud

Cerebro y aún, infinitos horizontes de ignorancia”

Cuesta meterse en el cuerpo de los últimos días de Miguel. La sensación se torna palpable solo para quien haya sentido el dolor de algún ser en trance inevitable hacia la muerte, como si fuera el propio. Ese malestar fiero, que recorre el laberinto de células como un frío. Como cuando, dicen, la parca pasa rozando. Esa fiebre que se instala en 40 y pico y nunca baja; ese cóctel de calmantes que no surte efecto, esa desorientación de los médicos, esa enfermedad desconocida, esa cara amarilla y ese cuerpo que se esfuma. Esas alucinaciones de la maldita “peste rosa” y esa vesícula que explota. Esa cantidad de líquido en los pulmones y esa mueca en llanto de los amigos; ese cumpleaños número 42 en una sala del Hospital Independencia de Munro. Ese último respiro, lleno de aparatos y delantales blancos, casi a las cuatro de la tarde de un sábado. Del sábado 26 de marzo de 1988.

Mañana se cumplen 20 años de la desaparición del fundador de Los Abuelos de la Nada y tal vez el de Alejo Carpentier en su “Viaje a la semilla”, sea el más entonado de los métodos para recrear el devenir –hacia atrás– de ese bufón inquieto y pertinaz. Contento y explosivo. Loco como un diamante perdido entre estrellas. Valiente. Apenas unos días antes de su muerte, Miguel, ya afiebrado, se resiste hasta donde puede para no suspender el show en el Velódromo que iba a dar con la renovada formación de Los Abuelos. Se resiste y dice a un diario una premonición sanadora en el dolor. “La muerte me apasiona. Me encanta... es como una amiga, una compañera. Es tan perfecta ella... ¡nos lleva a todos al mismo silencio!” Poeta creador de su mismo antídoto, en la espera graba demos para el que debería haber sido el segundo disco (Canciones para cantar en el borde de la vereda) con la nueva formación: Juan del Barrio, Polo Corbella, Alfredo Desiata, Marcelo Fogo y Kubero Díaz. La del descarado y caliente, ingenioso y vital “Cosas Mías”. La de los 78 shows de 1987 y una frase que servirá para una reproducción eterna: “No me lloren, crezcan”.

El cielo puede esperar

El último gran capítulo del Miguel Abuelo músico y provocador, igual, se encierra entre los –breves– años 1981-1985, en los que el país pasa de la efervescencia democrática al descontrol glamoroso pero destructivo. ¿Cuántos amigos vio uno, adolescente en esa época, morir de un pico de porquerías, de sobredosis, cirrosis o protosida? Era el momento de V8 y la paranoia, de los hippies reaccionarios y del Riff de los suburbios. Mucho desaparecido y resignación. Mucho peinado nuevo y norte ansioso, desencajado. Y Miguel ahí, en el medio, alegre y campante. Importando toda la frescura desde Ibiza y pintándose la cara. Bailando como un arlequín o cantando algo como “Una suave muchacha sus pies lavaba / en un límpido río puro y real / La brisa ribereña la refrescaba / cuando un calor intenso la hizo pensar” (“Guindilla ardiente”), tras el bombardeo de monedas –y puesta de espaldas del público– en La Falda (1982). Trenzándose a golpes con Charly García, productor del primer disco de los –nuevos– Abuelos, o con ese seleccionado de compositores que generó la que acaso haya sido la mejor banda pop de los ochenta.

Las cartas estaban marcadas a priori. Miguel, ayudado por Cachorro López, había vuelto a la Argentina en 1981 con la intención de formar un grupo que devolviera la alegría a la gente. Una banda cosmopolita. “Como el país”, decía él. Y entonces incorpora y licua: un joven tecladista cuyo antecedente había sido un paso fugaz por la banda de candombe-rock Raíces (Calamaro); un guitarrista talentoso pero indisciplinado que ya había sido echado de La Máquina de Hacer Pájaros por bardear (Bazterrica); un saxofonista con futuro descontrolado (Melingo), un baterista con pronóstico parecido (Polo Corbella) y uno de los que saldría airoso de ese combo (el otro sería, claro, Calamaro): el mismo Cachorro. Cantado que de entre todos estos tipos podían salir hitos (el debut ante el gran público en el festival Pan Caliente, Vasos y Besos, las sesiones de Himno de mi corazón en Ibiza) pero también –reverso de la misma moneda– un rozamiento de estrellas imposible de evitar. Ya en 1983, deserta Melingo; al año, luego del reviente inenarrable y drogón de Ibiza, le sacan la roja a Bazterrica... y, finalmente, Calamaro termina partiendo de la banda.

Queda, apenas, esa lastimosa despedida en el Festival de la Rock and Pop en Vélez (1985), en la que Miguel, viejo guapo y peleador callejero, pasa casi todo el show con la mejilla sangrando fruto de un envase de cerveza que impacta ahí, donde le nace la mirada. Pero mueve las caderas y hace morisquetas, igual que siempre. Una noche a la que ya había eclipsado un día, un buen día. “Pobre eres si no llevas repletas las arcas de tu corazón. / Idiota perdido aquel que no se reconozca en un odio insensato. /Que imbécil no verá su pasión más desjuiciada. /Y qué clase de rico será quien no lleve todo junto y en un solo puño la psiquis y el latido de su pueblo”. Conmovedor.

Hippie, vagabundo y universal

Ya había intentado fugar. Perseguido por la policía militar tras desertar de la colimba, Miguel Abuelo huye a Brasil. Era 1969 y acá, los artistas libres estaban podridos de la persecución, las drogas malas y el ostracismo. Hay un breve retorno y un proyecto –frustrado– que él llamó El Huevo y lo justificó con una de sus salidas espontáneas: “Cuando tocamos mucho, cuando llegamos al clima, todo suena. Entonces, se produce la anulación del ego y el sonido va creando una especie de cúpula que nos abarca: El Huevo”. Es un trío y lo forman Héctor “Pomo” Lorenzo y Carlos Cutaia, uno de los pocos que se le animaba al Hammond. Pero dura un par de shows: un teatrito de la calle Maipú y el Instituto Di Tella. Otra vez destino marcado: Europa. Francia o España. Miguel, el errante, parte hacia allá. En dos años le pasa de todo: tiene líos con la policía de Franco, duerme en la calle, lo enganchan con drogas, se curte muchas minas, vive situaciones insólitas, trabaja en la vendimia, se casa con Krisha Bogdan en una playa desierta, tiene a Gato Azul (“Nada hay que nada prohibida / y a todo debes estar despierto”). Vive, en fin, en riesgo permanente hasta que en 1973 las cosas se encarrilan un poco. Moshe Naim, productor francés medio delirante que había trabajado con ¡Salvador Dalí!, queda obnubilado con su voz y le ofrece grabar un disco. La banda –heavy, psicodélica, rara– se llama Hijos de Nada y la conforman Daniel Sbarra –por entonces un purpleano extremo que había tocado en Dulce de Membrillo con Federico Moura–, Carlos Beyris, Diego Rodríguez, Gustavo Kerestesachi y Pinfo Garriga. El disco, denso e intenso, se graba pero la banda se separa antes de que vea la luz. El por tanto tiempo incunable Miguel Abuelo et Nada termina saliendo a fines de 1975 y se convierte en el único testimonio sonoro “en serio” de Miguel en su período intermedio. Salir a pelear pesetas por los bares de Ibiza con un trío callejero (él + Miguel Cantilo + Kubero Díaz), reñir toscamente con Krisha, caer preso y criar, lo mejor posible, a su hijito es el itinerario de los años previos al retorno.

Hacia la semilla

Cuando Alberto Lara por teléfono –y con Pappo detrás gritando “¡echalo!”– determina la expulsión de Miguel de los primeros Abuelos de la Nada –¡su propia banda!– su destino trashumante, cíclico, estaba fijado. Corría 1968 y la banda, sumergida en un caos creativo irremediable, necesitaba difundir las dos gemas del primer simple editado por CBS (“Diana Divaga” – “Tema en flú sobre el planeta”) y pedía pantalla. Pero Abuelo evita la televisión y se va a Salta para participar de un festival de folklore. Y entonces, Miguel Lara le hace el playback. Y entonces, Pappo asume el comando, e incluso graba su primer blues (“En la Estación”). Y entonces, la banda –ya sin su creador– sufre su primer trauma. Historia conocida: los Lara brothers se habían ensamblado con Pomo, Claudio Gabis (luego Pappo), Abuelo y Mayoneso para rellenar ese nombre extractado de una frase de El Banquete de Severo Arcángelo (Leopoldo Marechal) para que un tal Jacko Seller les ofreciera grabar en CBS. Primer simple, fruto de la locura de unos hippies de la pensión norte que tomaron la casa de Pipo Lernoud para vivir juntos un mes, mientras andaban por La Paz, Plaza Francia, La Perla, La Giralda o La Cueva. “Eramos como una usina, nos aguantábamos los temas los unos a los otros, nos dábamos coraje y nos corregíamos los errores”, diría Miguel, tiempo después, sobre aquellas experiencias.

Diana es su novia y en ella descansa su pluma irresistible (“Diana divaga yo acaricio su piel / ella me da un beso y yo escapo con él”). Quedan para una posterior edición “Estoy aquí parado, sentado y acostado” (compuesto junto a Lernoud), “Lloverá” y algunas canciones como solista (1969) que ya hablan de un poeta inquietante: “Mariposas de alas de agua / No te quieras escapar / Si te busco no te encuentro / Cuando te encuentro no estás”. Miguel Angel Peralta, nacido entre nadas y privaciones, un 21 de marzo de 1946, llegaba a los 23 años con todos los sentidos encendidos. Con apenas un puñado de canciones con sabor a futuro (“Oye niño” como punta) y una mochila que ya contenía un actor (Plum, el aventurero), un sufí en ciernes, un negrito peleador, un laburante bajo su propia dependencia y una personalidad avasallante, Miguel iniciaba su solitario viaje a las entrañas. Tal vez otro breve trazo de su pluma lo defina mejor que mil palabras: “Me repito a mí mismo, como un grato recuerdo”.

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