MUSICA › HORACIO LAVANDERA ABRIó SU CICLO DE AUTORES ARGENTINOS
Aunque a veces lo sobrepasa su energía, el pianista propicia en el Maipo un programa ecléctico, de bienvenida originalidad.
› Por Diego Fischerman
Las diferencias entre la música llamada clásica y la que el mercado reconoce como popular, no tienen demasiado que ver con el presente. Se refieren, más bien, a las tradiciones con las que esas músicas se entroncan de manera predominante. Cualquiera de ellas puede ser sencilla o compleja, mala o buena –medida de acuerdo con sus propias leyes–, profunda o superficial. Cualquiera puede conmover o dejar indiferente. Pero esas diferencias son, sin embargo, reales en tanto les sirven a quienes gustan de una para sentirse superiores a quienes gustan de la otra. Y, aunque las cosas no sean tan sencillas y haya mucho más que dos músicas posibles, lo que sucede no difiere demasiado de las innumerables barreras que, en infinitos campos, el ser humano erige, desde siempre, para poder agruparse con algunos y separarse de los otros.
Un teatro poco o nada asociado con el mundo de la música clásica programó un pianista para que diera cuatro conciertos. Ni los carteles que anuncian en la calle ese pequeño ciclo, ni, tal vez, el carisma y la clase de comunicatividad que establece el músico tienen demasiado que ver, por otra parte, con lo que es habitual en ese mundo. El programa, además, exhibe con orgullo lo que durante años se administró como contrabando o, sencillamente, se incluyó por obligación o culpa: obras de autores argentinos. Y, aunque ese repertorio se agrupó en dos secciones, una más claramente ligada a las estéticas nacionalistas de finales del siglo XIX y de la primera mitad del siguiente y otra consagrada a obras de autores vivos y activos en el presente, en todas ellas la supuesta música popular aparece como mucho más que una sombra o un mero telón de fondo. El programa que Horacio Lavandera ofreció en el Teatro Maipo y que se repetirá los próximos tres lunes tiene, en ese sentido, dos virtudes claras. Por un lado, desde ya, permitir la audición de algunos clásicos inmerecidamente radiados del canon y de obras muy bien logradas, como el Estudio doble de Fabián Panisello o Tricilo de Gabriel Senanes. Por el otro, poner en juego la endeblez de las fronteras entre géneros, en este siglo XXI en que, por ejemplo, un premio de la música clásica puede recaer, como sucedió en 2007 con los Grammy, sobre alguien como Osvaldo Golijov, de quien el pianista incluyó “Levante”, capaz de replicar sin tapujos los estilos de Piazzolla, Milton Nascimento o de algún pianista portorriqueño perdido en Nueva York.
Lavandera es un intérprete carismático. Saluda sonriendo y con urgencia. La energía parece dominarlo y obligarlo a tocar casi sin esperar que desaparezcan los aplausos. Y esa energía, que confiere una cualidad paralizante a sus versiones de la primera y tercera de las Danzas argentinas de Ginastera o de las obras de Senanes y Panisello, donde el ritmo y los trabajos con las articulaciones funcionan como principios constructivos, le juega un poco en contra en los momentos donde se impone una mayor reflexión. Tanto la “Huella” y el “Gato” de Julián Aguirre como la “Milonga del volatinero”, de Alberto Williams, carecieron de la suficiente intimidad y, en algunos momentos, sucumbieron a un pianismo excesivo y desbordante. Lo mismo sucedió en el núcleo de la segunda de las danzas de Ginastera, la “de la moza donosa”, donde hubiera sido preferible una mayor contención expresiva. Una obra de Esteban Benzecry, Toccata Newen, sujeta en extremo a su modelo ginasteriano, y dos composiciones más de Ginastera, su Rondó sobre temas populares infantiles op. 19 y la Sonata no.1, op. 22, completaron un concierto de bienvenida originalidad que fue rubricado por tres bises que, nuevamente, desdibujaron límites y esquemas preconcebidos: “La guitarrita”, de Arolas, en arreglo de Nicolás Ledesma, “Retrato de Alfredo Gobbi”, de Piazzolla, y “Mi Buenos Aires querido”, de Gardel y Le Pera, basado en un arreglo de Carlos García.
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