Lunes, 30 de junio de 2008 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR CHILENO JORGE EDWARDS
El reciente ganador del Premio Iberoamericano Planeta Casa de América con La casa de Dostoievski habla de su fascinación por la poesía y de su “viaje generacional” con escalas en París y La Habana, itinerario que puede leerse en clave política.
Por Silvina Friera
Camina por el lobby del hotel de Recoleta con pasos cortos y calculados, como si midiera la distancia que hay entre cada baldosa que pisa, arrastrando con elegancia el cansancio de una sesión maratónica de entrevistas. Empezó a las nueve de la mañana y a esta altura en que la tarde comienza a confundirse con la noche sólo le queda ampararse en la ironía para apurar el último trago, quizás el enésimo café de la jornada, y la última nota. Sin perder la compostura, ni su refinamiento, Jorge Edwards tiene ganas de tirar la toalla. A los 77 años, el escritor chileno, reciente ganador del premio Iberoamericano Planeta Casa de América con La casa de Dostoievski, amenaza: “Me cansé, para mi próximo libro no voy a dar más entrevistas”. La confesión de ese acto mínimo de rebeldía asusta a la cronista de Páginai12 y al fotógrafo. Pero la novela premiada, que toma el nombre de una famosa casa que en los años ‘50 fue habitada por artistas y poetas surrealistas del grupo La Mandrágora en el Santiago de Chile de la posguerra, el protagonista, el Poeta, inspirado en parte en Enrique Lihn, su fascinación por la poesía, el viaje generacional con escalas en París y La Habana, y los cambios en Cuba, claro, terminan soltando la filosa lengua de Edwards.
–¿Por qué en sus últimas novelas hay un tono tan zumbón e irónico?
–En esos dos libros los protagonistas son escritores: un poeta y un novelista. Como uno es un escritor, se dirige a estos personajes de una manera especial porque son muy conocidos, muy íntimos, entonces uno puede permitirse una broma. Si uno no se permite una broma es bastante aburrido y monótono. Uno bromea con estos personajes, los tutea, a veces los critica, se ríe de ellos. La ironía es una manera de reírse de uno mismo. Porque a don Joaquín, el personaje de El inútil de la familia, lo tuteo a modo de advertencia, como si le dijera: “Oye, Joaquín, cuidado, mira en lo que te estás metiendo”. Implica un cierto cariño, un acercamiento particular. El arte de la novela está lleno de escritores dentro de la novela. Muchos creen que esto empezó ahora, pero no es así. En el Quijote hay decenas de escritores; hay escritores absurdos, hay poetas, poetas aficionados. Comenzó con Cervantes y ha seguido en el siglo XVIII, XIX, y el XX está lleno de escritores dentro de la escritura, de literatura sobre la literatura y sobre los escritores. A lo mejor los escritores somos seres un poco obsesivos, a lo mejor somos demasiado autorreferenciales.
–¿La casa de Dostoievski es la novela que más referencias literarias tiene dentro de su narrativa?
–Sí, claro, es una novela sobre la poesía y los poetas. Yo comencé poeta y me pasé a la prosa, pero he seguido siendo un lector de poesía. Me parece importante que en la prosa haya ciertos aires de la poesía. Me gusta que las atmósferas y los ambientes que se crean en una novela tengan algo de poético.
–¿Por qué el poeta tiene un prestigio más elevado que el novelista?
–El escritor, el prosista, el narrador, es un hombre más organizado, puede escribir una novela de doscientas páginas en un trabajo continuado que implica un cierto orden. En cambio, el poeta a veces escribe en un momento de inspiración y después puede emborracharse toda la noche o desaparecer y reaparecer (risas). Hay un aire de locura en la poesía. El poeta es una especie de iluminado o de inspirado; el novelista tiene que organizar su tarea y utiliza mucho más la razón. El novelista escribe de nueve de la mañana a dos de la tarde; el poeta trabaja todo el tiempo, incluso cuando duerme, porque todos los poetas de repente escriben algo en un papelito y lo guardan, o de repente uno les cuenta un chiste y lo anotan, y de ahí sale una poesía. El poeta escribe todo el tiempo y nunca escribe en forma metódica. Yo como prosista he observado siempre con interés y con fascinación este enigma del trabajo de los poetas.
Edwards plantea que una parte importante de la inspiración de los poetas ha sido siempre la temática amorosa. “En esta novela inventé una musa, que se llama Teresa Beatriz, y esta Teresita comienza de musa, lejos, virginal; sigue de amante, pasa a ocupar la cama del poeta, y termina de mamá, con una maternidad protectora, con una sabiduría, con una sonrisa y con algunas cosas oscuras que no se aclaran del todo –dice el escritor–. A esta altura, Teresita es uno de mis mejores inventos. Me hubiera encantado que fuera de carne y hueso, pero está en mi imaginación. Esa joven con vestido gris yo la conocí; el episodio del Poeta que bailaba tanto con ella que le deshacía los botones, ese episodio también es real, pero a partir de ahí construí una mujer que tiene muchas mujeres metidas en esa Teresita.”
La primera idea para escribir La casa de Dostoievski surgió después de una charla con Enrique Lihn. “Me contó que en una pieza que él alquilaba había acumulado tantas cosas que una vez trató de abrir la puerta y, como no pudo, salió por la ventana y no volvió. Esa evasión por la ventana fue una clave, ese episodio ocurre al final de la primera parte de la novela”, explica Edwards. El escritor toma un sorbo de café y advierte: “La literatura tiene muchas complicaciones y dificultades, pero lo interesante es que siempre hay algo imprevisible. Uno puede hacer un esquema para una novela, pero ese esquema se va alterando; aparece una Teresita que te lleva a ti y tú no la puedes manejar a ella. Lo lindo es encontrarte con personajes que te llevan no se sabe muy bien adónde. O sea que la novela es un viaje de la imaginación. Y no es tan fácil”.
–¿En la novela hay también lo que se podría llamar “un viaje generacional” que empezaba en Francia, seguía por Cuba y terminaba con el regreso a Chile?
–Ese viaje en la novela es paradigmático; en la vida yo he ido muchas veces a Francia y no he vuelto nunca más a Cuba. En la novela hice una síntesis de ese viaje, que es un viaje político también, y hay una evolución. El personaje de una novela es evolutivo; si el personaje es igual al comienzo y al final, no funciona la novela. El personaje de novela es alguien que a través de la experiencia está cambiando. Si no cambia, no es personaje. Otra característica de un personaje de novela es que nunca es perfecto. En nada. Ni siquiera como artista. Escribir una novela sobre Johann Sebastian Bach es muy difícil; podés escribir una biografía, pero una novela se hace sobre un personaje como el Poeta o sobre esos personajes como los de Proust, que son artistas, son torturados, indecisos...
–En su caso prevalecen los personajes “inútiles”, palabra que aparece varias veces como calificativo del Poeta.
–Y será verdad, será que los poetas y los escritores somos inútiles (risas). Ahora estoy sorprendido de un fenómeno que ocurre en el mundo: todos quieren ser poetas o novelistas, pero son pocos los lectores. Estamos creando un mundo en el que todos van a ser escritores y nadie va a leer. Cada escritor va a tener un solo lector, que va a ser él mismo, o la señora, a lo mejor... Y ni la señora (risas).
–¿A qué atribuye el desencanto que va sintiendo el Poeta hacia el final de la novela?
–Mi generación, y esta novela es bastante generacional, fue la generación del existencialismo, de Sartre, de Camus, escritores que a su vez nos remitían a Dostoievski, a los rusos; una generación un poco filosófica, algunos leyeron a Heidegger, y eso hacía que fuera una generación que vivía en oposición a algo, al contexto social, a lo que fuera. Pero después se transformó en todo lo contrario: una generación del orden. Leí hace poco una frase de Balzac que me parece extraordinaria para definir esto: “Pertenezco a la oposición que se llama la vida”. Eso somos nosotros, pertenecemos a esa oposición. No era oponerse a la vida; era mirar la vida como oposición a las instituciones, a la familia. Casi todos, en algún momento, hicieron la crítica de esa crítica. Y esa crítica generó un cambio y trajo algo de decepción. Pero la decepción en esta novela no es total. Queda todavía el sentimiento de que la sociedad podría ser mejor, pero que para cambiarla no hay que caer en los lugares comunes. Hay que hacerlo con imaginación, con métodos nuevos y una actitud más razonable.
–Mientras muchos dicen que la novela está muerta, no ocurre lo mismo con la poesía. ¿Por qué prevalece un discurso apocalíptico en torno de la novela?
–Porque se piensa en una novela clásica, en la novela del siglo XIX. La novela actual incluye otros géneros, incorpora elementos de la crónica, de la historia, del ensayo, de las memorias y a veces los críticos no entienden esta evolución del género. Dentro de todos los géneros, la novela tal como la entendemos es un género relativamente nuevo. El Quijote es una novela moderna, sobre todo por el uso tan libre del narrador que hace Cervantes. Creo que la evolución de la novela no ha terminado. Si creyera que la novela está muerta, me costaría mucho escribir. Sería el autor de un género muerto, es como hablar en una lengua muerta y yo no quiero hablar en latín. Quiero hacer un texto que sea vivo, que sea legible por un lector de hoy. Nunca he sido exactamente un best seller, Persona non grata se acercó a eso por razones extraliterarias, pero he tenido siempre lectores muy fieles, desde mis primeros cuentos de 1952, cuando tenía 20 años. Es una vida larga y uno no sabe si eso valió la pena o qué... Pero, finalmente, ¿qué otra cosa se podría haber hecho?, ¿qué podría haber escrito?
Se queda en silencio, varios segundos, acaso pensando si valió la pena. Además de su fascinación por los poetas, Edwards adora a los excéntricos, una especie en extinción. “En el Santiago de los años ‘50 había mucho excéntrico, mucho loco; había uno que se disfrazaba como Sherlock Holmes, otro que era coleccionista de banderas... Había que haberlos conservado en formol, pero con el ritmo de la vida de hoy eso ha desaparecido –subraya el escritor–. Grupos como La Mandrágora tenían un inmenso tiempo para perder. Era un Santiago literario que estaba ligado de alguna forma a la vanguardia estética de los años ‘20, que todavía seguía en los ‘50. Eso se terminó, ahora quedan restos fósiles.”
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