Lunes, 28 de julio de 2008 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA ALICIA STEIMBERG
En su última novela, La música de Julia, la autora narra una historia de amor atípica entre dos viejos amigos que se reencuentran a los setenta años. Steimberg, una gran ironista, dice que “de joven uno es muy exigente”.
Por Silvina Friera
Los ojos de Alicia Steimberg sonríen primero, antes que su boca se expanda y contraiga en una risita rápida, orbitando entre la simpatía y la burla, como si en esa gestualidad de la mujer de 75 años recién cumplidos de pronto apareciera un chispazo de la niña que fue. Tal vez sonría para conjurar a “los heraldos negros que nos manda la muerte”, como escribió Vallejo. Mientras prepara café, la escritora admite, casi a regañadientes, como si estuviera a punto de arrepentirse de lo que dirá, que su última novela, La música de Julia (Alfaguara), quizá pueda ser considerada una obra que pertenece a la última etapa de su vida. “No tengo sentencia, no estoy enferma; más bien lo que tengo son disfunciones que se arreglan con medicamentos, hasta el punto que no tengo ningún malestar. Hay días que me siento más fuerte que otros, pero está todo bien. Creo que las personas que sí están enfermas a esta edad tienen una idea, aunque sea vaga, de que más de tanto tiempo no van a estar en este mundo, y están en un estado neutro. Yo sufro, me pongo contenta, más o menos como siempre”, le dice la escritora a PáginaI12. La pava silba desafinada. Steimberg, que hace años tiene una disminución de la audición en su oído derecho, acerca una de sus manos al pico y apaga la hornalla.
Está todo bien, claro, con el café listo, la escritora invita a pasar al living y empieza a desgranar anécdotas, modulando en cámara lenta, paladeando las palabras, saboreando los recuerdos. “Hace poco estuve acompañando a una amiga que estaba enferma. No estaba tan mal, sólo tenía impedimentos. Hablé mucho con ella y le leí hasta donde alcancé un libro de Saer, El entenado. Ella llegó a interesarse muchísimo y esperaba que fuera a leerle, y como una vez me olvidé de llevar el libro, me mandó decir que no me lo olvidara para la próxima. Pero no hubo otra vez porque se murió”, cuenta la escritora. Se impone una pausa, unos segundos de silencio, mientras sorbe el café, y las bocinas de las calles de Almagro, el barrio donde vive, trepan un tanto sofocadas hasta el séptimo piso. Además de la bandeja de café y una maceta con un crisantemo, sobre una de las mesitas hay un ejemplar de La música de Julia y otro de la reedición de su primera novela, Músicos y relojeros, publicada en 1971 por el Centro Editor de América Latina.
En su última novela, Steimberg narra una historia de amor atípica entre dos viejos amigos que se reencuentran a los setenta años. Se hacen compañía, se miman, se quieren con sus manías y achaques, pero no viven juntos. Eduardo, un ex funcionario del Ministerio de Cultura, periodista retirado y autor poco conocido que ha estado casado tres veces, y siempre está pensando en las mujeres, y Julia, una escritora con un “problema de oído”, acúfena, que escucha un interminable repertorio de toda la música que recuerda haber oído desde su infancia. A Eduardo le molesta hablar en términos de pareja, aunque le gusta despertarse en la cama de Julia el sábado por la mañana. Y acepta escribir lo que Julia piensa o sueña. Pero se espanta un poco con los sueños eróticos, según Eduardo “pornográficos”, de su amiga. “¿Qué hombre que haya leído esta parte del texto –se pregunta Eduardo en la novela– se sentirá cómodo junto a Julia, después de saber que soñó que metía la mano en la bragueta abierta de un número no determinado de hombres y jugaba, simplemente jugaba, a llevar un pequeño pene flácido a una franca evolución eréctil, digamos así?”.
“Hay más de un indicio de que esos encuentros sexuales se producen los fines de semana. Pero en esa relación nada es tan claro como parece”, sugiere la escritora. “Yo no soy investigadora de estas cosas, soy bastante superficial, no muy profunda. Me interesa la literatura que es superficial por definición porque sirve para entretener. No se puede profundizar demasiado en un conflicto o en un problema porque ya no sería literatura. La gente lo que quiere es entretenerse, les pueden gustar algunas cosas sesudas que se digan de tanto en tanto, pero lo que más le interesa es leer textos que no sean aburridos, que tengan relieve. En realidad, uno trata de conformar al lector, si no es zonzo. Ahora si cree que lo que escribe es tan extraordinario que ¡qué importa el lector!, es un libro destinado al fracaso. Y más y más en la vida uno no desea fracasar. Si no tiene un triunfo extraordinario, desea haber creado un lazo, un vínculo con el lector”, explica Steimberg.
–Pero se supone que se puede ser leve, aparentemente superficial, tener sentido del humor, pero también ser profundo.
–Sí, se puede ser superficial y profundo pero con mesura. La montaña mágica, de Thomas Mann, a partir de cierto momento está hecha en franjas. Una parte tiene que ver con la vida en el sanatorio, las reglas, cómo tenían que salir al balcón, aunque se congelaran, por el aire puro y porque no había antibióticos, tenían que tomar vasos de leche, y como a uno de los personajes no le gustaba la leche, le echaba un chorro de coñac. Después ese personaje tenía una discusión filosófica con otro, pero Mann en vez de mezclar la filosofía la pone aparte. En la traducción inglesa que leí hace casi cincuenta años, que me la llevé al sanatorio cuando nació mi segundo hijo, yo salteaba todas las discusiones filosóficas. No me considero atea sino agnóstica, que me parece menos brutal, no porque con eso esté diciendo que no creo en nada sino que simplemente no sé. Es más soportable decir que uno no sabe. Pero en general la gente que me rodea necesita decir “soy ateo”, para que los demás piensen que no son boludos (risas).
Aunque la voz de Julia aparece en un par de páginas, es Eduardo, un narrador en primera persona, el que se impone al reconstruir los últimos años de la vida de su amiga en esta breve novela de 153 páginas. “Tuve el prurito, porque no hacía falta, de que mi narrador fuera un hombre esta vez –confiesa la escritora–. Un periodista quería que le dijera cuántos novios y amantes había tenido, pero no se lo podía decir porque no me acordaba.”
–¿Cómo es el amor en la vejez?
–Lo que hay casi siempre es algo menos caprichoso, y también menos intenso. Pensar que el amor va a tener la misma intensidad a la vejez, y angustiarse horriblemente si alguien dice que no va a tener la misma intensidad, bueno, qué sé yo... Si de repente a los veinte años uno se volviera viejo, no podría caminar con la misma rapidez, no sentiría las cosas de una manera tan profunda, tan intensa. Pero la cosa se va produciendo de a poco. La vida es grata de todas maneras. Uno de joven es muy exigente.
No le gusta teorizar ni filosofar sobre el amor en la vejez, pero Steimberg puede hablar hasta por los codos sobre el arte de escribir. “Me lo voy a sacar un poco, me molesta muchísimo porque está haciendo ruidos”, dice ahora con el diminuto audífono en una de sus manos. “Es hora de que compre otro, pero son tan caros”, agrega, y pide que su interlocutora eleve un poco más el tono de voz. “No me canso nunca de escribir. Tampoco soy una gran productora, largo un libro cada tres años. Escribir Aprender a escribir fue muy divertido. A pesar de que apoyo la falta de profundidad, la levedad, como dice Calvino, fue muy refrescante no tener que respetar nada, escribir cómo se me venían las cosas a la cabeza sobre el oficio de la escritura”, señala. “Siempre tuve mucha ironía en la escritura, pero no creo que haya escritura femenina o judía, en el sentido de que ciertas escrituras que parecen femeninas la tienen también los hombres –aclara–. Eso de contestar una pregunta con otra pregunta, que dicen que es una costumbre judía, quién no contesta alguna vez una pregunta con otra.” Julia tiene el mismo problema acústico que Steimberg. “Cuando estoy sola y la casa está vacía, oigo la música, puedo cambiarla y determinar lo que escucho. Es siempre el mismo coro de hombres que cantan todo muy cuadrado, salvo ocasiones en que cantan al ritmo que tiene que tener, o que se oye una sola voz cantante.”
–¿Cómo es eso de que puede escuchar La marcha peronista? ¿Le gusta a pesar de que no es peronista?
–Por la letra no, pero la música es muy buena. Fui ardientemente antiperonista, pero estamos hablando de la primera presidencia de Perón, no de la época en que mis hijos entraron en los prolegómenos de Montoneros. Rara vez hablamos de esto con mis hijos, pero a veces lo hacemos. Espero poder escribir sobre la década del ’70 y el papel de los padres. Me interesa mucho más entender qué pasó con los padres que con los hijos. Porque como me decía una amiga de mi hija: “Nosotros éramos así porque ustedes eran así”. Los hijos más bien son como los padres, aunque crean que son diferentes.
–¿Va a escribir sobre los padres en la década del ’70 con levedad?
–Sí, porque la levedad no es siempre divertida. La levedad puede ser fatal. Nos tomábamos con levedad que los chicos entraran en “grupos de estudio”, como los llamaban ellos, que eran en realidad los primeros grupos de reclutamiento y captación, hasta que a los 15 o 16 años les daban un explosivo en un paquete lleno de folletos, se disfrazaban, como una vez hizo mi hija que se maquilló y se puso lo más linda posible, parecía una muñeca, y salió con una caja con esas cosas. Levedad había porque los padres no investigaban mucho y se quedaban con lo que les decían los chicos. La superficialidad de ese tipo puede ser peligrosísima.
A casi cuarenta años de Músicos y relojeros, la escritora asume que fue atravesando su vida mirándose en el espejo. “Era lo más fácil que podía hacer, aunque fuera arduo, pero de quienes más sabía era de mí misma y de mi entorno. Durante una época me parecía que me pasaba algo milagroso porque de repente se me ocurría una larga frase de un tirón y yo me preguntaba de dónde vendría. Pensaba que me llegaba del cielo –dice revoleando los ojos–, pero después me di cuenta de que venía de todas mis lecturas, pero que no podía saber exactamente de cuáles. Porque esa cosa tan fluida estaba compuesta milímetro a milímetro por lo que había leído. Uno es altanero cuando es joven porque cree que es un genio, pero con los años se cura.”
–Se sabe que no le gusta teorizar sobre el humor ni la ironía, ¿pero dónde empezó, Alicia, ese estilo?
–Desde chica, me di cuenta de que nada era tan serio como parecía y que de todas las cosas se podía afirmar algo, pero también decir lo contrario. La ironía viene de ahí. Prefiero contar tratando de que mis lectores vean lo que estoy narrando, así no hay cosas ambiguas. Y si es ambiguo, se nota que me lo tomo en broma. Jamás pienso en estas cosas; espero ver qué digo para saber lo que pienso porque cómo puedo saber lo que pienso, antes de oír lo que digo. Y así vamos por este mundo... Si logramos pasarla más o menos bien, mejor.
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